Debe de haber sido a finales de los ochenta cuando acompañé a mi padre, vendedor viajero, a uno de los pueblos que solía visitar. No recuerdo si en ese tiempo vendía detergentes o productos de perfumería, lo que sí recuerdo es que estábamos sentados, tomando un café, cuando le pregunté si había notado que habían cerrado la ferretería. Aún recuerdo que se llamaba La Paloma y que la atendía su propio dueño, un inmigrante francés que, a pesar de que llevaba en Chile más de cincuenta años, no había logrado aprender la pronunciación de la letra r.
“Nos fuimos a la mierda”, me dijo mi padre, con la tranquilidad que lo caracterizaba, mientras tomaba el último sorbo de su café y yo, que estaba bastante acostumbrada a los garabatos de mi padre, no sé por qué le puse especial atención.
“Nos fuimos a la mierda”, repetí, para demostrarle que aunque no había entendido sí lo había escuchado. Debo de haber tenido diez años. Mi padre un poco más de cuarenta.
Tuvieron que pasar más de quince años para que entendiera lo que mi padre había querido decir. Quince años durante los cuales pude ver cómo el sistema neoliberal que comenzó a instalarse en Chile a fines de los setenta —y que por estos días explota en las calles de mi país— devoraba, entre otras muchas cosas, el pequeño comercio del que dependía el oficio de mi padre.
Fue al notar que todo desaparecía que decidí escribir una novela que contara todo lo que vivimos durante esos años. La precariedad, pero también la felicidad de recorrer las carreteras, maldiciendo a los que no nos habían comprado o enumerando los tesoros en los que gastaríamos la diminuta comisión que recibíamos por lo que sí habíamos logrado vender.
Hablo en plural y en tercera persona, porque aunque mi tarea durante esos viajes se limitaba a esperar a mi padre, ya fuera en el coche o dando vueltas por la plaza del pueblo de turno, siempre me sentí una integrante más de esa extraña familia que conformaban los vendedores viajeros.
Les debía esa novela, porque nunca he vuelto a reírme tanto —ni a respirar tanto humo de cigarrillo— como mientras escuchaba las historias que ellos contaban al fin del día en esos hoteles destartalados y que no lograban protegernos del frío.
Soñaba con que mis compañeros de oficio —me sigo refiriendo a los vendedores— tuvieran la novela en las manos y se reconocieran. Lo extraño es que en mi sueño el tiempo parecía haber retrocedido. Los vendedores estaban ahí, con sus maletines y sus zapatos exageradamente lustrados, hojeando la novela y yo continuaba siendo una niña que observaba sus caras, esperando algún gesto —un movimiento de cabeza o una carcajada— que dijera que había logrado contar las cosas tal y como habían sido. Y también que de algún modo me tranquilizaran, diciendo que no era verdad que todo ese mundo se terminaría un día, que era yo que, como siempre, había estado imaginando cosas.
Tardé tres años en escribirla, creo que porque nunca antes había escrito una novela y porque a medida que avanzaba en la descripción de la desaparición del oficio de mi padre fueron apareciendo otras desapariciones: afectos, formas de ordenar y comprender el mundo que solo te sirven cuando eres niño y finalmente, la desaparición de cuerpos. Porque Kramp es una que historia que trascurre en los pueblos y ciudades del sur de Chile de los años ochenta.
El primero en leer el manuscrito fue mi padre. Le dije que aunque ya no le haría cambios, quería que la viera antes de que se transformara en libro. Me dijo que me acordaba de cosas que él había olvidado, porque su memoria ya no era la misma. También que nunca se imaginó que sería protagonista de una novela. “Una novela de personajes secundarios”, me dijo. “Algo así”, le respondí.
Se que algunos vendedores la leyeron, porque me llamaron para agradecerme que les hubiera dedicado un personaje y también para decirme que me había pasado un poco, a la hora de revelar los secretos del oficio. Y que no me preocupara, que ellos se encargarían de pasar por las librerías de sus respectivas ciudades, preguntando por el libro y encargando ejemplares, fingiendo que lo comprarían. Que era una estrategia de venta que, a pesar de ser antigua, no fallaba nunca.
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Autora: María José Ferrada. Título: Kramp. Editorial: Alianza Lit. Venta: Amazon
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