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Una ópera en el lago de Maracaibo

Una ópera en el lago de Maracaibo

Una Marianella Salazar borracha de champán, juventud y despecho se tumba en el sofá de Carmen Elena Wallis, una mujer que trae ropa de Europa para vender en la Venezuela de finales de los años setenta. Cuatro treinta bolívares por dólar.

 

La periodista Salazar, entonces presidenta del Concejo Municipal de Petare, intenta llevar lo mejor posible la embriaguez y la infidelidad de la que ha sido objeto, mientras observa al ex presidente Rafael Caldera, que ha llegado de improviso a la boutique caraqueña. Su mujer, doña Alicia Pietri de Caldera, necesita un vestido para esa noche, e intenta conseguirlo cambiándose un modelo tras otro en el probador dispuesto en la habitación contigua.

—Tócame, Marianella —insiste el ex presidente copeyano.

Aún corre el año 1979, y en esa tarde del 31 de diciembre la borrachera de Marianella Salazar no remite. Tampoco el nerviosismo de Caldera.

—Toca, toca, Marianella.

El demócratacristiano intenta convencer a la periodista para que coloque la mano sobre su lustrosa cabellera y al fin le crea… ¡Que él no lleva gomina! ¡Jamás lo ha hecho!

"Los entonces dos miembros del PCV y la resistencia clandestina contra Marcos Pérez Jiménez también vieron morir a un trapecista y a un Buster Keaton en decadencia"

Caracas, 1985. En plena actuación en la boîte del Hotel Tamanaco, Simón Díaz se come a mordiscos una rosa roja ante la mirada incrédula de su hija y el delirio del público. Ya entonces conocido compositor, intérprete y Tío Simón para todos, el músico echa mano esa noche de uno de los gags que más divirtió a los ingleses pobres de la primera mitad del siglo XX, y que él usa para salir del atolladero escénico de un país que ya se dirigía, de a poco, al abismo agazapado a la vuelta de la esquina.

Un Manuel Caballero y un Pompeyo Márquez salpicados por la orina del tigre de un circo en París. Bajo esa carpa, en una misma noche, los entonces dos miembros del PCV y la resistencia clandestina contra Marcos Pérez Jiménez también vieron morir a un trapecista y a un Buster Keaton en decadencia. El espectáculo, aunque accidentado, al menos sirvió al aún demasiado joven Pompeyo para entretenerse durante la escala de su viaje clandestino rumbo a la reunión del Partido Comunista, en Moscú, en febrero de 1956.

Corre 1934. El caudillo Juan Vicente Gómez tiene un pie en la tumba y faltan aún 58 años para que Ramón J. Velásquez ocupe el despacho del palacio de Miraflores. Pero en estas páginas tiene diecisiete y, ya en marcha para el viaje de cinco días de San Cristóbal a Caracas, escucha a un coronel de la policía tachirense exclamar, atónito, ante la maleta repleta de libros: “¡Pero déjele algo a la vida!”.

"No, Milagros, esto no es solo un libro de relatos. Es periodismo y literatura. Eso que la gente se obceca en separar y que yo aprendí a amar leyéndote"

No es el único en aparecer. También están el escritor que coleccionaba nombres, Enrique Romero, y la historia del químico obsesionado con componer una ópera sobre el lago de Maracaibo, y también una Lía Bermúdez aún niña, deslumbrada ante una princesa Guajira de piel blanca a la que un jurado formado por Tito Salas, Andrés Eloy Blanco y Manuel Felipe Rugeles elige como Reina Nacional de la Agricultura en la Caracas de 1943.

Podría seguir citando las casi cuarenta crónicas, o postales, o textos, o joyas que componen este libro publicado por la editorial venezolana Kalathos, en España: Un café con el dictador y otros relatos sin ficción, de Milagros Socorro.

No puede estar más acertada Colette Capriles en el prólogo que antecede este volumen. Relato, lo que entendemos como relato, esto no es, aun siéndolo. Porque, como dice Colette, lo que hay en este libro son cuentos que Milagros nos cuenta y que acomete a la perfección afinando las llaves de la oralidad.

Échame un cuento, Milagros.

Pero la Maracucha no sólo los cuenta: los cocina, sabrosos en su verdad y su ausencia de ficción; los refina con la más altísima catadura de las autoras del siglo XX, desde esa Natalia Ginzburg que se hace ciclópea en lo mínimo o la Elisa Lerner que calza a sus protagonistas sobre copas de champán que habrán de reventarse al cruzar el piso cebra en medio del vasto silencio de Manhattan, esa autora a la que llegué porque Milagros me habló de ella. Y entonces ya nunca más pude regresar de ese mundo que se levantaba en sus libros.

No, Milagros, esto no es solo un libro de relatos. Es periodismo y literatura. Eso que la gente se obceca en separar y que yo aprendí a amar leyéndote en las páginas de El Universal y El Nacional primero, luego en tus libros y después escuchándote en clase.

Hechizada por tu Venus del Cafetal —la crónica de una mujer que sale a correr en zapatillas— anduve persiguiéndote por los Palos Grandes para ver qué aprendía en las conversaciones. Un atasco en medio de la autopista Francisco Fajardo daba para mucho. Sobre todo cuando viaja de copiloto la diosa a la que yo quería parecerme.

"No voy a quitar el placer de ese fraseo que luce para mí recuperado, y no porque ella lo perdiera, sino porque yo llevo ya demasiado tiempo lejos de un país, una Venezuela que refulge luminosa en estas páginas"

Convendría quizá abocetar un poco más las páginas que dan título a este libro, Un café con el dictador y otros relatos sin ficción, pero la historia de Germán Gil Rico se la dejo a ustedes, como les dejo el regaño que le pegó su mamá a Beatrice Rangel Matilla cuando ya era viceministra de la Secretaría de la Presidencia durante la segunda legislatura de Carlos Andrés Pérez. Sí, ésa: la del 1989 y el 1992. Ésa.

No voy a quitar el placer de ese fraseo que luce para mí recuperado, y no porque ella lo perdiera, sino porque yo llevo ya demasiado tiempo lejos de un país, una Venezuela que refulge luminosa en estas páginas. Este libro traza un territorio en el que las calles se nombran como antes, de una esquina a otra, de Platanal a Desamparados, y en el que cada armario, por nimio que sea, guarda el poso tremendo de un país que Milagros Socorro hace único y que cuenta con la maestría que siempre tuvo y refrendó ante mis primeras lecturas de Josep Pla o Chaves Nogales, incluso de Martín Caparrós y Leila Guerriero.

Gracias, Milagros.

Qué gusto volver a casa, al hogar literario en el que me formé: una cosa sólida y hermosa como los puentes o las páginas de la literatura universal. Esas cosas que duran para siempre.

Gracias, Milagros, yo llevaba demasiado tiempo fuera, y aquí, en Madrid, aunque me hice adulta, pierde una la costumbre y el acento del único país que realmente habito, el de la literatura rotunda, que es como ha de sonar una ópera en el lago de Maracaibo.

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