Nunca puedes afirmar que conoces una narrativa —y mucho menos una tan inabarcable como la estadounidense— y que un escritor, o una obra, son las mejores de una determinada tradición. Si lo haces puedes encontrarte frente a una novela como Amor sin fin, publicada en 1979, que rompa todos tus cánones. ¿Habrá más novelas con esta calidad escondidas en las estanterías de nuestros padres y abuelos, camufladas bajo ediciones del Círculo de Lectores, por ejemplo? Quién sabe.
Uno de los aspectos más interesantes y atrevidos de Amor sin fin es su punto de partida. No se centra en el inicio de la relación, ni en su esplendor sino en la negativa obstinada de una de las partes en darla por terminada. Tan obstinada que comienza con el protagonista quemando el chalet de los padres de su exnovia, donde, con su consentimiento y colaboración, tuvieron lugar los mejores días de su noviazgo. Después observamos su ingreso psiquiátrico, su liberación y su intento —frustrado— de olvidar a Jade y levantar su vida. Pronto vuelve a las andadas —con la colaboración dubitativa de su enamorada—. En ningún momento sabemos las causas de la ruptura, ni cómo se conocieron los enamorados. Solo vemos el final, la angustia por salvar lo que huye. Y lo consigue, lo recupera, pero vuelve a escapársele entre los dedos porque lo roto una vez puede quebrarse con mayor facilidad una segunda vez. La mayor parte de la historia nos queda vedada, pero no nos importa.
Todo protagonista precisa un propósito: David Axelrod —el protagonista y narrador de Amor sin fin— lo evidencia desde la primera página: retomar su historia de amor con Jade. Es el suyo un romanticismo salvaje, pero no cursi, precisamente por su visceralidad, su naturalismo. Un propósito arrasador, que consigue la empatía de todo aquel que alguna vez estuvo enamorado. Amor sin fin es una exaltación del amor romántico, con su éxtasis, su martirio y toda su toxicidad. Demuestra de nuevo que un porcentaje estimable —por no decir una inmensa mayoría— de la narrativa se apoya en la disfuncionalidad y lo ahora conocido como tóxico.
¿Por qué es Amor sin fin una obra maestra, una novela que sobrepasa los límites de la calidad para entrar en lo extraordinario, ampliando los límites de un género? Hay múltiples motivos: sus decisiones narrativas, su escritura, sabe llevar una historia hasta el límite de lo verosímil, librándola del ridículo con su talento. También por su originalidad, su atrevimiento (la novela roza lo pornográfico), sus reflexiones y su poder poético, por cómo consigue un narrador muy poco fiable que, como todo enamorado, interpreta todas las señales a favor de su propósito, incluso las más contrarias a él. Y el lector entiende al narrador porque también ha estado enamorado y ha visto esas mismas señales, falsas y reales, y ha vivido esa misma idealización obsesiva. Además no se lo pone fácil. La decisión de comenzar con un incendio hace que la progresión empiece muy alto, pero no desciende, sigue avanzando y lo hace por caminos insospechados. Nos adentramos en la disfuncionalidad de las dos familias, en sus neurosis, sus amantes y sus divorcios, siempre llevados de la mano del protagonista, rozando la desfocalización pero sin caer en ella. Destaca esa madre neurótica, narcisista, celosa de su hija, que necesita ser deseada por el novio de su hija.
No le basta con afirmar la obsesión del protagonista: la muestra a cada párrafo (“Mis pensamientos rabiaban. Me sentía como si estuviera viviendo antes de la invención del lenguaje. Las emociones me salían a borbotones, pero no era capaz de ponerles nombre, no podía modificarlas ni controlarlas”). Hay, por lo tanto, un intenso apoyo en la realidad compartida. Además Spencer demuestra un asombroso dominio del tiempo. Sabe dar a cada escena lo adecuado, al margen de su duración externa. Entre los escasos inconvenientes, destacar que a veces se adentra en callejones con difícil salida, de los que sale con soluciones próximas al deus ex machina, pero el estilo acude en su ayuda y el lector termina aceptando cierta sobredosis de azar.
La crítica la ha comparado, desde su publicación, con El guardian en el centeno. Es una similitud un tanto forzada. Primero porque Holden Caulfield es, básicamente, irónico y carece de un propósito claro en la vida. Axelrod sí lo tiene, y bien claro: compartir su vida con Jade y hará todo lo que pueda para conseguirlo. Sí es mucho más próximo, aunque Roth nunca fuera tan romántico, a las familias neuróticas y un tanto malditas de Philip Roth. Sobre todo en la familia del propio Axelrod, tan apegada al concepto de deber, a su ciudad, mientras es devorada por la delincuencia. Sin embargo, la familia de Jade cumple todos los tópicos de la revolución cultural de los 60 y gran parte del caos que rodea a los amantes viene de esa desestructuración. No tiene nada que ver con Houellebecq pero su visión del sueño hippie es relativamente similar. La falta de límites conduce, irremediablemente, al caos.
Por su valentía podría asimilarse a películas que también renuevan los clichés del amor romántico estadounidense, como Terciopelo Azul, y a obras que mezclan lo mórbido con lo realista, como Las vírgenes suicidas, del gran Eugenides. Las escenas cumbre, sean o no sexuales, suponen una mezcla de información y expresividad brutal, dominada por una violencia cromática, por una explicitud muy poco frecuente en nuestros timoratos tiempos. Es una novela auténticamente libre.
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Autor: Scott Spencer. Título: Amor sin fin. Traducción: Inmaculada Pérez Parra. Editorial: Muñeca infinita. Venta: Todostuslibros.
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