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Una pedagogía de la gratuidad

En su “Chanson des escargots”, Jacques Prévert habla de unos caracoles que van al entierro de una hoja. Pero avanzan tan lentos, y se distraen tan a menudo, que cuando llegan ya es primavera y la hoja ha renacido. Algo así me ha sucedido a mí, que, recién finalizada mi lectura de Los inútiles (Isla Elefante, 2022), de Maribel Andrés Llamero, me llega su nuevo libro, 80.000 soldados de terracota (Isla Elefante 2024), que acabo de leer de un tirón, pero como quien roba un bolso, y la dueña lo arroja de la moto y lo lleva arrastrando por el suelo hasta la comisaría más cercana. En este nuevo libro, Maribel Andrés Llamero transforma la savia sabia de la hoja caída de su padre, filósofo bueno, amante de Unamuno y de Chesterton, en la hoja renacida de un arte poética, esto es, de una técnica que utiliza la poesía como un modo de ejercitación existencial. Pero a ese entierro, y renacimiento, feliz llegaré, como los caracoles de Prévert, más tarde. De momento, Los inútiles, que tiene su propia entidad, porque la obra de un escritor no es una montaña que se corona, sino un archipiélago en el que cada isla tiene sus leyes, sus costumbres y sus monstruos. Porque quizás el viaje de los caracoles sea el único para el que sí que hacían falta alforjas.

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Una de las virtudes de la poesía de Maribel Andrés Llamero es que no concibe la escritura poética como la producción de objetos meramente estéticos, sino como un ejercicio filosófico-literario destinado a ejercer efectos existenciales, destinados a aumentar o liberar la vida. Al trasladar el centro de gravitación: de la creación estética a la práctica existencial, la poesía se libera de las servidumbres románticas, para reconectar con una milenaria tradición de “ejercicios espirituales”, tal y como los llamó ambiguamente Pierre Hadot, en la que podemos contar con autores como Horacio, Ovidio, Sor Juana Inés de la Cruz, Emerson o Anne Carson. De ahí el sabor clásico de los poemas de Maribel Andrés, que no dejan de recordarnos algunos de los mejores pasajes de Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar.

"La solución no es que la poesía no sirva para nada, sino que sirva para lo que es realmente importante. Que suponga, como diría Nietzsche, un beneficio para la vida"

El problema de las lecturas estetizantes de la poesía, que coincide casualmente con la aparición de la sociedad burguesa y el sistema capitalista, es que la transforma en un producto para lograr algún tipo de beneficio. Si no un beneficio económico (porque, como dijo José Hierro, “no es que la poesía no dé para comer, es que no da para merendar”), sí un beneficio social, sentimental o simplemente narcisista (el Entusiasmo de Remedios Zafra analiza la captura capitalista de nuestro narcisismo, que habría logrado transformar lo que Jaime Gil de Biedma llamó “la más innoble de las servidumbres”, en una servidumbre todavía mayor, que es la de trabajar a cambio de “la delgada moneda del aplauso”, Luciano dixit).

Claro que la solución no es que la poesía no sirva para nada, sino que sirva para lo que es realmente importante. Que suponga, como diría Nietzsche, “un beneficio para la vida”. Que permita, como dice la autora en el poema que da título al libro: “que sea la vida”. Un beneficio que puede ser tanto la incorporación de reflejos existenciales, que liberen la vida de las servidumbres del miedo, el idealismo o el pragmatismo, como la práctica y el disfrute de la gratuidad, que algunos llaman, con mala intención, “inutilidad”, y que sería mejor llamar “desinterés” (pues nunca hay que dejar que sea el enemigo el que escoja las armas del duelo), aunque en el fondo sea la forma más auténtica de interesarse por el mundo. En Los inútiles, Maribel Andrés se apropia del estigma de la inutilidad, para reunir un conjunto de ejercitaciones que constituyen una verdadera psicagogía de la gratuidad.

"Las pocas mentes libres a las que la autora canta, son capaces de contemplar la disolución de la ficción anterior, como la llamaría Nietzsche, sin ceder a las tentaciones apocalípticas"

El primer poema, “Ateos y astrónomos”, es el pórtico —casi la stoa—, en el que la autora se reúne con un linaje filosófico constituido por aquellos que desean pensar y vivir en libertad. Para ello, evoca la figura de Diopites, el ateniense que habría hecho aprobar, en el 432 a. C., un decreto que prohibía no creer en los dioses (sic) e impartir enseñanzas sobre los fenómenos celestes (que no celestiales). Frente a él, se hallan aquellos que no han de temer que les arranquen los ojos, dejando sus cuencas vacías, porque, dice la autora, saltando del plano físico al metafísico: “eran / los únicos / de entre todos los hombres / que no sintieron jamás / miedo/ al vacío.” Se refiere, pues, a los epicúreos, y las epicúreas (nunca mejor dicho, pues en el Huerto de Epicuro filosofaban juntos hombres y mujeres, libres y esclavos), que no tienen miedo de mirar al cosmos infinito sin las ficciones consoladoras de la religión y el idealismo. Pues incorporar este tipo de mirada es, justamente, el objetivo de todos los poemas que conforman Los inútiles.

La filiación filosófica, en general, y epicúrea, o al menos realista o materialista, en particular, se confirma en el siguiente poema, que incluye en el título a uno de los principales poetas epicúreos: “Habita Ovidio el hogar de los volcanes”. En él se celebra a aquellos que saben “adentrarse en la niebla / sin temor a ver morir / lo establecido”. Se los compara con Odiseo, que supo matar al cíclope, de “sombrío mirar” y “visión uniformada”. Esto es, al eterno pensamiento dogmático e idealista, que, tras sus muchas máscaras, religiosas, filosóficas y políticas, nos asegura, siglo tras siglo, que el mundo es un lugar ordenado, jerárquico y significativo, que ha sido dispuesto para nosotros. Las pocas mentes libres a las que la autora canta, son capaces de contemplar la disolución de la ficción anterior, como la llamaría Nietzsche, sin ceder a las tentaciones apocalípticas. Porque, como dice Maribel Andrés, “la historia no acaba”, sino que “es entonces / cuando comienza de verdad.”

"Es como si el imperativo categórico de Kant se aplicase, de algún modo que no me resulta fácil precisar, a todos los seres vivos, e incluso a todos los objetos inanimados"

Según dice Ovidio, en sus Metamorfosis, Polifemo vivía en Sicilia, cerca del monte Etna, de cuya ladera arrancó la enorme roca con la que aplastó a Acis, el joven del que su mal-amada Galatea estaba enamorada. También el mundo nos aplasta, por no saber amarlo en toda su “monstruosidad”, y prendarnos sólo de alguna de sus partes, previamente idealizada. Por otra parte, el volcán es un símbolo de los procesos naturales de destrucción y renovación, a los que Ovidio dedicó sus Metamorfosis (véase el libro homónimo de Emanuele Coccia). Porque un epicúreo como Ovidio sabe que la unidad de vida no es el individuo, ni siquiera la civilización, sino que éstos son los estrechos cangilones que contienen mínimas cantidades del agua del río de la vida, entendida como el eterno transcurrir de la naturaleza en su totalidad. Esta visión, placentera y terrible a la vez —horror et voluptas, decía Lucrecio— es la que celebra la autora en aquellos que no temen al cambio, porque saben que somos como un chicle pegado al pneumático: aplastados y giratorios, como Ixiones de caucho.

En “Origen de la floricultura”, la autora no sólo opone el “bosque” caótico y proliferante, al “geométrico jardín”, que representaría nuestros vanos esfuerzos por fingir que la realidad es un lugar humano (nunca suficientemente humano) hecho a nuestra imagen y semejanza, sino que también transforma la floricultura en un ejercicio filosófico de contemplación, paciencia y gratuidad. En manos de Maribel Andrés, el cuidado de las plantas no es un esfuerzo utilitario. Lo cual no significa sólo que no vayamos a venderlas, sino que ni siquiera debemos esperar que nos alegren, ocupen o serenen. El cuidado, ya casi el acompañamiento, debe servir sólo “para que sean”. Porque cada flor —dice—: “como nosotros / hace lo que puede / por la belleza.” Como en “Explicación falsa de mis cuentos”, de Felisberto Hernández, las plantas son presentadas como seres independientes, que se resisten a ser degradadas a meros instrumentos. Es como si el imperativo categórico de Kant se aplicase, de algún modo que no me resulta fácil precisar, a todos los seres vivos, e incluso a todos los objetos inanimados. Lo cual no significa que una cafetera bruñida vaya a cobrar vida y agradecérnoslo. Significa sólo (¡sólo!) que ese acto de cuidado nos enseñará la gratuidad, liberándonos, de ese modo, de una vida pequeña, triste y alienada, esto es, fuera de sí. Ya sólo por eso cada maceta es un terrón del paraíso perdido, cada taza de café, un cáliz, y cada poema de este libro, un evangelio (se entiende), en el que la maldición del trabajo y el cálculo pueden ser de nuevo abolidos.

"Esta figura es símbolo de nuestras propias rigideces racionales y pasionales, que nos impiden acompasarnos al ritmo del mundo, y obstruye, por lo tanto, nuestra vida. Todos somos esa bailarina intentando soltarse"

“Bendita entre todas” es la respuesta poética a un cartel de Iglesia, que rezaba: “Favor de no besar a Cristo con los labios pintados.” La autora exhorta a acudir a la Iglesia, símbolo del mundo, y a besar al Cristo, “con los labios bien pintados”. Para ella, la encarnación de Cristo no es, como sostuvieron los padres de la Iglesia, una kenosis, o humillación, lo cual encierra una concepción totalmente pesimista y antihumanista del ser humano, sino una experiencia, a la vez dolorosa y placentera, de nuestra contradictoria condición. Eso mismo intuyó Borges, en “Juan I, 14”, donde Dios habla de sus múltiples encarnaciones, como si fuesen otros tantos viajes por un universo que le resulta ajeno e incomprensible, y acaba diciendo: “A veces pienso con nostalgia / en el olor de esa carpintería.” Pues, para Maribel Andrés, esa encarnación, que no representa tanto la kenosis del imaginario cristiano, como el desprecio de lo real que exhiben todas nuestras ideas, sueños y proyectos, no es el hecho doloroso y degradante, en virtud del cual la idea se transforma en realidad, sino el goce de ser, a pesar de, o a través de, o gracias a, todas esas “limitaciones”, que sólo lo son para los que se han visto tentados por las ensoñaciones idealistas, mas no para los que han asumido el realismo, y saben que son rasgos constitutivos de la realidad. Sea como sea, el Cristo realista ha de amar la vida, simbolizada por ese beso que mancha, porque la vida mancha. De modo: “Que si la carne resucita / no sea nunca en vano.”

En “Samba triste (Stan Gets asiste a una roda)”, se describe la rigidez en medio de la vida. En La risa (1927), Henri Bergson afirmó célebremente que la fuente principal de lo cómico es la visión de “lo mecánico incrustado en lo vivo”. La risa es una forma de ubicar y combatir la esclerosis de la vida, que vemos en aquellos (que también somos nosotros mismos, porque l’autre est un je, y también un jeu), que se dejan impedir por sus tics, obsesiones, compulsiones y rutinas. En este caso, nos encontramos con una bailarina de danza clásica a la que el azar ha arrojado a una roda de samba. Está “erguida”, “perdida”, y “cuenta” los pasos sin lograr comprender que “existe otro baile”. Esta figura es símbolo de nuestras propias rigideces racionales y pasionales, que nos impiden acompasarnos al ritmo del mundo, y obstruye, por lo tanto, nuestra vida. Todos somos esa bailarina intentando soltarse. Pocos llegan a ser el oso que baila encadenado.

"En el poema de Maribel Andrés, cada verso resucita un color, y a la vez lo sacrifica. Porque, como decía Nietzsche, sólo hallamos palabras para aquello que ya está muerto en nuestro corazón"

El breve poema “Amor, coge la rosa” supone una ampliación del collige virgo rosas de Ausonio, pues la belleza efímera, simbolizada por la rosa, no es solamente humana, ni está relacionada exclusivamente con el amor, ni remite sólo a una realidad exterior, sino que es una belleza trágica, que se halla en todas partes, y en todos los tiempos, incluso en la muerte, y que no se percibe sólo como un hecho externo, sino que se produce como un esfuerzo. Tal es el caso del “ave malherida” del poema, que “se deshace al viento / en lluvia de plumas de colores”, “y es ese el último acto generoso / de su belleza.”

El poema “Este mar de rojo vino” parte de una célebre comparación homérica, según la cual el mar es “rojo como el vino”, para desarrollar, a continuación, un ejercicio de vivificación de la mirada. Se trata de lavar “los ojos de polvo”, al modo de la dieta del gris de Fernando Botero, una especie de ascética cromática, consistente en pasarse varias semanas pintando a lápiz, con el objetivo de volver a ver los colores como por primera, o última, vez. En el poema de Maribel Andrés, cada verso resucita un color, y a la vez lo sacrifica. Porque, como decía Nietzsche (y no sé qué me pasa hoy con él), sólo hallamos palabras para aquello que ya está muerto en nuestro corazón. Para lo cual ya había que hallar las palabras…

“Si se calla el cantor” es otro diálogo poético, mantenido esta vez con un poema de Carlos Drummond de Andrade, en el que el poeta anuncia, con un lenguaje oficial, que contrasta graciosamente con el hecho “nimio”, o como diría la autora “inútil”, de que nazca una flor. En línea con “Origen de la floricultura”, Maribel Andrés logra dirigir nuestra atención a eso que Aristóteles llamó “la maravilla de las maravillas”, que es el mero hecho de que una cosa sea.

"La vida es una tela de Monet en un ascensor. Siempre nos faltará distancia para verla. Afortunadamente, poemas como éste detienen la jaula entre dos pisos, para que podamos sacar la cabeza..."

En “Ventanilla de hacienda”, la ventanilla simboliza esa trama de ocupaciones, a las que los griegos llamaban ta pragmata (que, para los griegos, significaba también “los problemas”), y que nos distraen (que etimológicamente significa que nos apartan) de la vida. Para “bien” y para “mal”. Porque, a pesar de que nuestras tareas, deberes y urgencias nos apartan dolorosamente de una vida quizás idealizada, también nos permiten no tener que sostenerle la mirada al carácter informe y aplastante de la realidad. Son una forma agradable de alienación. Un opio del que apenas habló Marx. Por otra parte, igual que en “Habita Ovidio el hogar de los volcanes”, esa trama de ocupaciones no sólo crea pequeños cosmos, que son devorados por el caos, para ser sustituidos por otros, sino que esos pequeños cosmos generan, a su vez, sus propios caos interiores. Así: “Este terrible esfuerzo del orden, / este temor del caos, / que va multiplicando bombillas y palabras, / que tratando de enfrentar un laberinto / va con torpeza alumbrando otro.” Son los efectos iatrogénicos de los antibióticos, a la vez necesarios, del orden y la racionalidad.

En “El brillo de estos días II”, la autora evoca la ignorancia de todas las ignorancias, que es nuestra incapacidad para darnos cuenta de que, en la mayor parte de los casos, estamos siendo felices, si bien nuestra incapacidad para darnos cuenta de ello, nos condena finalmente a no serlo. En la línea de los “ejercicios de mirada desde lo alto”, que Pierre Hadot describe en Acuérdate de vivir, el poema nos enseña a mirar desde más tarde, casi desde el lecho de muerte, que es uno de los tiempos filosóficos por excelencia. Porque la autora intuye que, en el futuro, “otra voz / más ronca y vieja” nombrará “el día de hoy”, y al decir, entonces, “ayer”, comprenderá, demasiado tarde, como la lechuza de Atenea, que alza el vuelo cuando el día ya ha pasado, que “ese ayer insulso” sí “fue feliz”. Pero ya no será todavía. La vida es una tela de Monet en un ascensor. Siempre nos faltará distancia para verla. Afortunadamente, poemas como éste detienen la jaula entre dos pisos, para que podamos sacar la cabeza…

"Se trata de resistir a la degradación de la vida en vida laboral. Se trata de hacer aquello que tiene más valor, que es lo que no tiene precio, ni aprecio"

“Cartilla de lectura” también reflexiona sobre el sentido proteico de las palabras. Para el niño, que se halla en el proceso de aprenderlas, son sólo etiquetas o instrumentos, que designan el presente o conforman el futuro. Pero, como la anciana de “El brillo de estos días II”, el niño comprenderá algún día que todas esas palabras: “las va a necesitar / para ponerle nombre / al dolor de las ausencias.”

“Empresa de traslados” reflexiona sobre la patria de la infancia, que decía Rilke. Los cambios sucesivos de hogar, que la autora asocia al hecho sugerente de que, en Grecia, los camiones de mudanzas se llamen “metáforas”, responderían a la incansable búsqueda del hogar perdido: aquél en cuya “mesa / aún no faltaba / ningún plato” (y quien lo probó, lo sabe). Porque quizás Atenea ayudó a Odiseo a regresar a Ítaca, pero ya, para entonces, Poseidón la había transformado en una isla flotante.

Finalmente, el poema “Los inútiles”, que le da título al libro, es una exhortación a la gratuidad. Un intento, como solemos decir, de resistir a lo urgente, para atender a lo importante. De ahí que el yo poético se pierda en el camino hacia las ocupaciones, “porque la claridad la retiene en los cafés”. Se trata de resistir a la degradación de la vida en vida laboral. Se trata de hacer aquello que tiene más valor, que es lo que no tiene precio, ni aprecio: “Nadie nos pagará nunca por esto.” Porque nos han acostumbrado a llamar “inútil” a todo aquello que no puede ser comprado ni vendido, cuando sólo los pacientes gusanos tienen el derecho de ver nuestra vida como un medio. De ahí que los inútiles sean los que se resisten a ser “útiles”, esto es, a ser “utensilios” o “instrumentos”. Sólo ellos logran cumplir el único precepto que encierra —o libera— este libro: Esto es: “Sea la vida”.

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Autora: Maribel Andrés Llamero. Título: Los inútiles. Editorial: Isla Elefante. Venta: Todos tus libros.

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