La primera vez que los vi aún no había terminado un verano que coleteaba como un pez en un charco tan pequeño que desde fuera solo te apetece cogerlo para ponerlo a salvo. Aparcaron justo enfrente de la puerta de su casa, uno más de los adosados de esas ciudades dormitorios que se forman alrededor de las grandes urbes. Una casa, igual a tantas, que desde fuera solo parecen elementos laberínticos para despistar a los osados que se atrevan a entrar. Él, claramente fuera de forma, fue el primero en salir del coche. Ella, con el móvil en la mano, indicaba con tono afable a su hijo que no se dejara la mochila dentro del coche. Él no tardó en añadir que no debería avisarle, que debía empezar a preocuparse por sus cosas. Ella, sin levantar la vista del móvil, solo contestó que aún no había cumplido ocho años, que ya habría tiempo de hablar de responsabilidades. El pequeño, que desde mi situación privilegiada alcancé a oír que se llamaba Hugo, revoloteaba alrededor de ambos. Tanto le contaba al padre cómo se había entusiasmado con el videojuego que habían comprado hace unas semanas como le tiraba de la manga a su madre para preguntar si después de cenar elegiría él película en Netflix. ¿Por qué no se miraban a la cara cuando se hablaban? ¿Por qué parecían unos desconocidos si vivían juntos?
Pasaron varias semanas, quizá un mes, cuando volví a verlos. Esta vez solo iban ellos dos, padre e hijo. Fue en un centro comercial a las afueras de Madrid, cerca de donde los vi la última vez. Él parecía nervioso, alterado y no dejaba de mirar a todos lados. Sin embargo, Hugo no cambiaba su gesto y parecía concentrado en su propio andar, como si el hecho de poner un pie delante del otro le entretuviera más que escuchar a su padre. Los encontré dos o tres veces esa misma tarde, ya que el centro comercial tenía un recorrido circular, con lo que fue inevitable volver a verlos una y otra vez. A veces miraban escaparates, otras, entraban en algún local de videojuegos. En ninguno de los momentos vi a Hugo sonreír. Cuando ya me iba, me pareció verlos sentados en una conocida franquicia merendando en silencio. ¿Dónde había ido el pizpireto crío que no dejaba de llamar la atención a sus padres? ¿Por qué no ha ido ella a pasar la tarde entre tortitas con sirope de chocolate y nata?
La última vez que los vi fue a la salida del colegio. Me costó reconocerlos porque la algarabía típica de padres, hijos y coches, que no cesan de hacer sonar el claxon tratando de arrancarle algunos minutos a las tardes que se diluyen cuando el otoño asoma y se empiezan a cortar los días, no dejaban de distraerme en mi propósito de observarlos. Cuando las puertas del colegio se vaciaron, ambos progenitores discutían enérgicamente. No fue difícil imaginar los reproches que uno al otro se estaban lanzando. Él iba con un traje impoluto, y lo único que esta vez alcancé a escuchar fue algo relacionado con tener que volver a vivir otra vez con sus padres, ya ancianos. Ella llevaba un vestido negro de gasa y no dejaba de repetirle que no era su culpa. Se fueron en coches diferentes, a direcciones opuestas. ¿Dónde estaría Hugo? ¿Cómo fue el momento de volver a una casa donde te fuiste hace veinte años? ¿Piensan el uno en el otro antes de dormir? ¿Ya habría conseguido el padre que Hugo sonriera?
Después de verlos, o imaginarlos, tantas veces supe que tenía una historia que contar, una pequeña historia de amor.
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Autor: José Luis Romero. Título: Volver a conocernos. Editorial: Ediciones B. Venta: Todostuslibros.
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Carta nº14 – 16
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