En unos cuantos meses, justo para el año que viene, se cumplirán cuarenta años de la publicación de su primera novela, La ternura del dragón, donde ya se apreciaba lo que, en un futuro inmediato, podría dar de sí este escritor aragonés nacido en 1960, justo unos pocos años después de esa gloriosa generación compuesta por novelistas de la talla de Javier Marías, Arturo Pérez-Reverte, Muñoz Molina o Julio Llamazares. Los síntomas que se apreciaban en esa primera entrega desembocaron en una auténtica fiebre creativa con títulos como Carreteras secundarias, El día de mañana, que mereció el Premio de la Crítica, La buena reputación o Derecho natural.
Martínez de Pisón, al contrario que otros escritores que han naufragado en este mismo mar un tanto encrespado y proceloso, puesto que se refiere a un pasado no muy lejano cuyas heridas aún supuran, conoce a la perfección las reglas del juego, y es consciente de hasta dónde puede llegar, huyendo de los consabidos tópicos. La impecable labor de documentación llevada a cabo —y de ello deja constancia en una “Nota del autor” al final del libro— es la responsable de que el lector, con no poca inquietud, se implique en este relato, que sufra y goce como los propios personajes, aunque el gozo siempre resulte pasajero, efímero, un ave solitaria en medio de la noche.
Se habla del socorrido caldo de gallina, de la dentadura, pobre e irregular, de los españoles de esa época, de los cortes de luz, de las calles, incluso las más céntricas, repletas de pobres, del racionamiento, del tabaco de contrabando, de la españolización de los nombres, de los delatores, de las radios a todo volumen emitiendo canciones de artistas de entonces, del café de puchero y, si era posible, de la botella de anís, de las amas de cría, quien podía permitírselas, de la impunidad y del pillaje de los vencedores, de esos mediocres que ascienden en el escalafón gracias a las depuraciones, de los comedores de niños huérfanos, rapados al cero para evitar los piojos, de los usos y costumbres de la muerte, del papel de los porteros de las fincas urbanas, chivatos y colaboradores. El olor a picón recién quemado y a brasero de casa humilde, a gallinero y a fritanga, a hortalizas rancias y frutas pochas, llega hasta las mismas narices del lector.
Y, sobre todo, se habla de las ilusiones que aún subsisten en la mente, cuasi romántica, de quienes forman esos focos de resistencia que, poco a poco, se van diluyendo al perder la esperanza de una ayuda externa —de los Estados Unidos, de Francia o Gran Bretaña— para restablecer la democracia en España. Esos maquis que se han echado al monte y que son muchos, pero desperdigados, donde nadie sabe con certeza qué tiene que hacer, donde, por si ello fuera poco, se impone una disciplina autodestructora. Maquis como el Caralarga, el Chaconero o el Mancho, que son tan diestros en despistar a la Guardia Civil como en desollar, con la pericia de un cirujano, una liebre.
Pero lo importante es vivir. Lo único cierto es que hay que vivir, exclama, desilusionado, uno de estos personajes. Por eso vemos en estas páginas que, pese a la tensión con la que se vive en ciudades como Madrid, la actividad laboral se va recuperando poco a poco, con sueldos de auténtica mierda, en las improvisadas fábricas de coser donde se apiñan decenas de mujeres en muy poco espacio, o matando ratas, cuatro a dos pesetas.
Son muchos los personajes que pone sobre esa piel del tambor, tersa y vieja, Martínez de Pisón. Algunos sólo cuentan con su minuto de gloria, como nos enseñó, años atrás, Pío Baroja en novelas como La busca. A otros les seguimos la pista de principio a fin a lo largo de los años. Personajes que nos recuerdan, por ejemplo, al viejo Villaamil de Galdós, aquel cesante con el que llegamos a compartir su propia desgracia. Eso mismo es lo que sucede con Basilio, el padre de Gloria: un hombre depurado de su puesto como profesor universitario; un hombre culto, prestigioso y querido hasta entonces y al que todos dan ahora la espalda. Un lector voraz cuya biblioteca se va vendiendo poco a poco para aplacar las primeras necesidades. Un lector impenitente de la obra titulada La vida de los insectos, del francés Jean-Henri Fabre, en cuyas páginas se describe con meticulosidad cómo el escarabajo pelotero es capaz, a base de astucia, de robarle la bola a otro de la misma especie cuando aquel la había arrastrado, con todo su peso, durante un largo trecho. Toda una expresiva metáfora de lo que sucede en nuestro país por aquellos años.
Martínez de Pisón también incorpora a su texto personajes reales, como Carmen de Icaza, Guillermo Ascanio y el poeta Dionisio Ridruejo, fijándose en su especial mirada, que brilla como el fulgor de un iluminado, y al que describe como un hombre extremadamente delgado, “con esa delgadez ascética y monacal que sólo se alcanza mediante sacrificios y privaciones”. Ridruejo sirve de excusa para que el autor vaya al fondo de un asunto de gran interés y sobre el que apenas se había reparado: la encarnizada rivalidad interna entre los propios miembros del régimen; la criminal y endiablada carrera por situarse en la mejor posición posible y no caer en desgracia.
También conviene destacar el denodado esfuerzo del autor por incorporar ciertos discursos —de no mucha extensión, yendo a lo esencial— con los que, en unas ocasiones, asistimos a las consabidas soflamas de los vencedores, y en otras son los personajes más humildes los que nos recuerdan la magia irrepetible del primer amor, o aquel otro de Cristina, que echa de menos palabras, olvidadas por completo, como alegría, felicidad, esperanza y futuro.
Castillos de fuego, la novela que ahora nos regala Martínez de Pisón, bien podría merecer los honores de ser considerada como una verdadera obra maestra por muchas y diversas circunstancias. Entre ellas, la presencia de esa raíz tan humana de un mundo que destila verdad. Y ese lenguaje sencillo, claro, natural, sin malabarismos, sin virtuosismos formales, que exhibe, sin el menor asomo de retórica, excepto cuando es preciso imitar o parodiar el discurso de ciertos pedantes que proclaman, a bombo y platillo, la nueva doctrina.
Una obra cuidada hasta el extremo, con diálogos vivos e ingeniosos, con pasajes a veces crueles, cercanos al más puro tremendismo, y, en otras ocasiones, delicados, de una enorme ternura. De igual modo, se aprecia de inmediato la difícil labor de montaje —con la destreza de un maestro albañil imbuido en su trabajo, con la precisión de un buen relojero— llevada a cabo, con casi setecientas páginas ante sí, para poner las cosas en el sitio que les corresponde.
Es Madrid. El Madrid del “Insomnio” de Dámaso Alonso. La ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas). Un Madrid en donde, como diría el maestro Marsé en una de sus más conocidas novelas, las muchachas tienden la colada con una pinza y una canción entre los dientes.
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Autor: Ignacio Martínez de Pisón. Título: Castillos de fuego. Editorial: Seix Barral. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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