Al llegar a una ciudad cualquiera se debe evitar el trazo grueso del observador de taxi. Es uno de tantos consejos que te deslizaba David Gistau y tú aprehendías como palabra de Dios. Decía el profeta de lo nuestro que hay que pisar las calles, deambular por ellas, mirar a sus balcones, atender al paso lento o apresurado de los aborígenes y sí, abrir las orejas porque una ciudad lo es por sus aceras tanto como por sus sonidos, quedos, estridentes, armónicos, chirriantes.
Palermo es bella, una señorona con mala vejez pero que conserva intacto su atractivo. La que tuvo, retuvo para sonreír al visitante, agitarlo en un caos que no espera a que te aclimates. Palermo se pasea con miedo no a sus gentes, afables, educadas, sino a sus pasos de cebra, sus adoquines levantados, las aceras tan estrechas que obligan a lanzarse a la calzada con pulsión casi suicida y el palermitano ya dirá. Que Santa Rosalía te proteja en la pasagiatta y mucho, muchísimo más, si en un acto de inconsciencia, o de heroísmo, decides alquilar un coche para recorrer una isla de historia emboscada a cada quiebro del camino. Supongo que el carné siciliano no está homologado con ninguno más del orbe, quizá el de El Cairo. El intermitente es solo un adorno, manda el berrido de la bici, la moto, el auto, todos componen la sinfonía desafinada de una ciudad que no duerme, que se arroja a esas calles mugrientas para echarle un pulso a la vida.
La Revolución francesa nunca llegó a Sicilia, ni siquiera cuando Garibaldi creyó apoderarse de ella. El espíritu del Príncipe de Salina siempre reirá a carcajada limpia cuando llegue el guiri, mostrando indecentemente sus pantorrillas, más indecentes aún, y se queje de la barbarie de tender en el exterior y de no respetar los semáforos. Para mí, Sicilia es lo más parecido a la vieja España que echo de menos. Sucia y magnífica, andrajosa y fuerte, ceremoniosa y anárquica, de corazón ancho para el bien y para el mal.