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Una reivindicación de las miradas infinitas

Una reivindicación de las miradas infinitas

En ocasiones, la literatura nos permite saber que la contradicción humana es sagrada, inamovible, bella. Pretenderlo todo es llamar a una de las circunstancias que nos empujan al abismo o nos conducen a cualquiera de los estadios divinos en los que germina la felicidad. Sonreír y llorar sin pausa, como si hacerlo supusiera ejecutar un mismo gesto, una sola reivindicación contra la naturaleza y sus preludios, una emulación de las inflexiones del tiempo. Oscilar entre la calma y la acción, entre la tristeza que se alimenta del exilio y la agitación absoluta contra las oscuridades del desaliento. Ser y no ser, reposando en un océano condenado a la extinción.

No siempre la literatura ha asociado la dualidad del ser humano con la virtud. Negar los apriorismos impuestos por la historia, la heroicidad para la que hemos sido predispuestos con indiscreta enervación, ha sido concebido por muchos como un gesto de flaqueza, de renuncia a nuestra suprema unicidad.

¿Y qué?, se dijo en algún momento Robert Walser, al igual que Walt Whitman y otros autores que nunca despreciaron el lado perverso de la existencia ni las dolorosas negaciones que prosiguen a la duda. ¿Y qué?, se repitieron ellos cuando intentaron explicar la extraordinaria belleza del mundo, su precisa y a la vez impredecible casuística, su arrogante exactitud frente a las voluntades materiales.

En todas las épocas, el mundo ha dispuesto sobre lo bueno y lo malo.
Pero yo, que conozco la correspondencia exacta y la imparcialidad absoluta de las cosas,
no discuto, me callo y
me voy a bañar al río para admirar mi cuerpo.
Hermoso es cada uno de mis órganos y mis atributos,
y los de otro hombre cualquiera sano y limpio.
No hay en mi cuerpo una pulgada vil;
nobles son todos los átomos de mi ser
y ninguno me es más conocido que los otros.

Así resumía Whitman, en su inmortal Canto a mí mismo, las bondades del espíritu contemplativo, el modo en que un ser humano puede debatir con las paradojas del destino y su ilusoria arbitrariedad. Se trata de fluir, de abandonarse a la cadencia fluvial de las ciudades y campos, de no sucumbir a los interrogantes sin admirar previamente sus ilógicos laberintos.

La misma filosofía del poeta norteamericano late en la obra de Robert Walser, un autor escondido en los devenires de la literatura, cuya obra debe valorarse como una elegía de lo etéreo frente a la insustancial productividad de las sociedades modernas.

El poeta argentino Diego Roel define, en su poema Carta a Kaspar Hauser, el nomadismo ideológico que percute la obra del escritor suizo:

Hermano, yo también quise ser un jinete.
Yo también amaba los caminos del bosque, los pájaros negros, el verde del follaje.
Pero mi escondrijo no está bajo tierra.
A mí no me robaron un reino.

La novela de Walser, Los hermanos Tanner, es una reivindicación de la nada absoluta, de la errancia como única vía para revolucionar el espíritu y amoldarlo a las exigencias de la naturaleza. Su protagonista, Simon Tanner, vaga de un lugar a otro aspirando solo a una brizna de aire, a los reflujos iridiscentes del día y al silbido de un campesino amasando la tierra. Pocos autores han profundizado en esta reflexión circular de forma tan poética y exquisita, con tantas sugerencias sobre la inútil consolidación de un sistema de valores que elimina la libertad del ser humano en favor de su encadenamiento a la productividad. Y es digno de elogio que Siruela reedite una novela cuyo destino ha sido y es navegar sin miramientos en esas felices torceduras de quienes, al igual que Simon Tanner, permutarían cualquier abismo de riqueza por una sola mirada infinita.

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Autor: Robert Walser. Título: Los hermanos Tanner. Traducción: Juan José del Solar. Editorial: Siruela. Venta: Todos tus libros.

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