Pasa por ser uno de los pasajes más conocidos, más loados, más simbólicos del Quijote. Y aun de la literatura universal, diría yo. Alonso Quijano, tan idealista como siempre, vuelve a casa apaleado en su primer viaje. Sobre la cama, tras recibir mil preguntas y a ninguna responder otra cosa sino que le diesen de comer y le dejasen dormir, ve cómo el cura y el barbero comienzan el donoso y grande escrutinio de su librería. Por allí ruedan los Esplandianes y los Amadises, los Tirantes y los Palmerines, la mayoría presos del fuego segundos más tarde. Muy bien es sabido que Cervantes utiliza esta escena como una crítica a la censura reinante en aquella España que fue de Felipe II cuando Miguel aún creía, y que ahora seguía tan inclemente bajo el descreimiento del alcalaíno con su hijo, Felipe III. La quema arbitraria y ridícula pretende poner a aquella España de curas y barberos frente al espejo, así como a sus vecinos, es decir, a sus amas y a sus sobrinas, que no dudan en denunciar y señalar la impureza de quien merece la hoguera.
Quien aparezca de vez en cuando por estas romanzas y donaires, quien lea cuando guste esta columna semanal donde el arriba firmante intenta mezclar escenas literarias y culturales con la actualidad, sabrá que el Quijote se persona repetidamente aquí, pues es capaz, cuatro siglos después, de llegar a cualquier rincón de la realidad. En este caso, me pregunto qué haría el valeroso caballero desfacedor de tuertos si se encontrase con una región que, en pleno siglo XXI, todavía lucha por conseguir que sus vecinos se expresen en el examen que marcará su futuro a través de cualquiera de sus lenguas oficiales. Qué pensaría de una Cataluña que renuncia a la riqueza de una de sus dos lenguas, la que blandió con maestría su creador; que renuncia al elemento más cohesivo de un idioma, el comunicativo, en favor de un sentido político e identitario que nada importa.
Ahora se pronuncia un tribunal en favor de la libertad de lengua, ahora aparece un cura o un barbero para dictar su propia interpretación de la ley. Ahora obligan a los alumnos a levantar la mano cuando quieren completar el examen en español, ahora son señalados por el ama o la sobrina de turno. Ahora restrinjo, ahora implanto. En este sentido, por cierto, yo utilizo mucho una frase de Savater: «Las lenguas tienen dos enemigos, quienes las prohíben y quienes las imponen». Es fácil reivindicar que no haya gobierno o tribunal, cura o barbero, que impida que ambas lenguas fluyan no sólo en la calle, donde hasta ahora no tienen total control, sino también en instituciones, ayuntamientos, hospitales, juzgados y demás lugares públicos; en oposiciones, universidades, escuelas, colegios y, por supuesto, en exámenes de selectividad. Esa tierra que, dicho por el propio hidalgo, es archivo de la cortesía, albergue de las libertades, única en sitio y en belleza, no puede dejar caer sobre sí, impunemente, una purga lingüística propia del siglo XVII.
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