Juan Marsé en Calafell en el año 2003
No soy bueno para las fechas, pero como los metadatos de la fotografía no suelen mentir, puedo afirmar que fue el 16 de julio 2003.
Había viajado de París a Barcelona para avanzar con un proyecto fotográfico que culminaría en el Palau Robert con una muestra de retratos de 42 escritores residentes en Cataluña. En uno de los tres viajes que necesité hacer llevé a cabo una de esas maratones fotográficas que me enamora y entusiasma hacer. En pocos días iba a fotografiar a parte de la crème de la crème de la literatura catalana. Silvia Fernández hizo milagros —como siempre— y me ayudó con la logística de las citas.
El programa era todo un desafío y me llenaba de ilusión: Tenía citas con Olga Merino, Enrique Vila Matas, Ana María Matute, Xavier Moret, Baltasar Porcel, Carme Riera, Javier Tomeo, Mercedes Salisachs y Quim Monzó en Barcelona. El plan se prolongaría con un fin de semana en la casa de Calella de Palafrugell de mis grandes amigos Yolanda Cespedosa y Enrique de Hériz. Y viajaría a retratar a Rosa Regàs y a Juan Marsé. Mi idea era fotografiar también a Enrique de Hériz en las islas Formigues, uno de los escenarios de su novela Mentira.
Yolanda y Enrique fueron mis guías hasta la casa de Juan Marsé en Calafell. Juan insistió para que nos quedáramos a almorzar. Yo sentía mariposas en el estómago ante la idea de retratar a un escritor que había leído y tanto admiraba, y también un poco de “julepe”, pues había escuchado que a Marsé no le gustaban las fotos y solía decir: “eso no”. Pero desde nuestra llegada Juan se mostró muy amable y bien dispuesto a acatar mis travesuras.
Lo retraté jugando a una suerte de críquet con su nieto Guille, posando con su mujer Joaquina y con su hija Berta, que muchos años después nos deslumbraría con dos libros de cuentos. Juan posó también con el dibujo de un superhéroe hecho por su nieto, en su cuarto, de espaldas y a contraluz.
Yo pedía suavemente y Juan aceptaba, y siempre me daba un poquito más de lo esperado.
Pasamos una tarde formidable de fotos, entre risas y buen comer.
En el coche, de regreso a Calella, asombrado por el don de buena gente, la hospitalidad y la simpatía de Juan, pregunté dudando: “¿el del criquet era él?”.
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