Los de provincias vamos a Madrid al fútbol, a resolver trámites y también de señoritas. El otro día, sin tiempo para señoritas, remontaba la calle Felipe IV camino de la de Alfonso XII y reflexionaba sobre la circunstancia de estos dos reyes, separados por los siglos y reunidos por el callejero, cuando me interrumpió un vozarrón. “¡Hombre, querido joven!”. No me oía llamar “joven” desde los tiempos del Caudillo y volví la cabeza. Era don Leopoldo Calvo-Sotelo, antiguo presidente del gobierno fallecido hace ya unos años y que hoy tendría noventa y dos… si viviera; parecía, aún así, más joven que yo, y no sólo eso: parecía más real, pero sólo se trataba de un fantasma. “¿Qué tal, don Leopoldo? Por usted no pasan los años…”. Contra lo que muchos creen, los fantasmas existen; éste formaba parte del recuerdo de una tarde en la que las personas que éramos entonces ambos esperaron, sumergidas en una muchedumbre de estudiantes y personas de ringorrango, a que les franquearan el paso a la Real Academia para oír el discurso de ingreso en la institución de don Pedro Sainz Rodríguez.
Se preguntarán qué se le podía haber perdido hace cuarenta años a un mozo en edad militar y de andar triscando detrás de las chavalas en semejante abrevadero. Pues que además de las chavalas lo atraían las razones de la gran mística española, así como la figura misma de Sainz Rodríguez, primer especialista universal en un tema que, andando los años, tantas satisfacciones académicas le proporcionaría. Don Pedro, polígrafo egregio, sibarita consumado y político artero, venía de cruzar con diversa suerte los meandros del siglo XX; lo había hecho como catedrático de lengua y literatura en la Universidad de Oviedo, católico a machamartillo, editor, diputado, conspirador y finalmente ministro en el primer gobierno salido del putsch del 36, ocupación que abandonaría en 1939 para exiliarse cerca de SAR Don Juan de Borbón y Battenberg, dejando pospuesto sine die un “asuntillo”, el del ingreso en la RAE, para cuyo sillón “c” había sido elegido aquellos días confusos. Personalidad contradictoria y compleja, como la de cualquier individuo medio interesante, de él se ha dicho que fue el hombre más culto de su tiempo, y de su biblioteca, que mejor que la del Ateneo. Y no sólo lo ha dicho el ABC: Josep Pla lo deja entrever en un capítulo de Madrid, el advenimiento de la República y Pedro Ignacio López García en su canónico Julio Camba, el solitario del Palace (Espasa, Madrid, 2003), donde repasa un centón de anécdotas sobre la amistad que unió a su biografiado con Sainz Rodríguez.
En torno a Sainz Rodríguez las anécdotas se multiplican, falsas la mitad de ellas, lo que no impide que hayan alcanzado rango de leyenda, como una que cita López García en su libro y que ya relataba mi abuelo Xurxo hace cincuenta años, en gallego y con sustanciosas variantes, fruto de su salvaje inventiva de conversador; aún puedo oír sus carcajadas bajo el alpendre del pazo familiar mientras sostenía una copa de vino fresco en la mano. “¡Ay, Paco, tenemos que ir, no digas que no. Don Pedro tiene taaaanto gusto…!”, gritaba atiplando la voz. El éxito de la anécdota puede deberse, pienso, a que la censura dejó sin explicar las más que notorias desavenencias que enturbiaron la relación entre don Pedro y Francisco Franco. Y ya se sabe que lo que no se sabe pero se quiere saber y no se puede, se inventa y a otra cosa. Bien, pues la anécdota refiere que la señora de Franco habría visto en cierta ocasión el vehículo oficial del señor Ministro de Educación parado en el borde de una carretera delante de un establecimiento que, dedujo la encopetada dama, tenía que servir delicadísimas exquisiteces, dada la fama de gourmet que adornaba al titular de la cartera. Y así era, en efecto: exquisiteces, mas no gastronómicas. Trataríase, si es que fuese cierta la anécdota, que no lo es, de una celebrada casa de lenocinio, la de Paquita Gómez Cano, La Pajarona, bien conocida hace cien años entre las aristocracias ganaderas, mineras y aún eclesiásticas, dicen, de la capital charra. Reubicada en las afueras de Salamanca a raíz de la victoria del Frente Popular, ese verano habría empezado a especializarse en las altas esferas del nuevo Régimen (véase L.F. Taboada y L. Hernando Picó, Salamanca castiza y pecadora en las postrimerías de la Belle Epoque: Terratenientes, profesores, canónigos y toreros: Cincuenta apuntes para un estudio de la prostitución en España, Madrid, 1987). El caso es que La Señora arrastró a su Paco al lugar un infausto día en que moveríase en torno al local profusión de camisas azules; cuentan las gentes, con maldad inaudita y palmaria mala fe, que allí quedó abatida la estrella de don Pedro y sellada la suerte de Falange Española, así como abandonado a su triste destino su fundador y al calvario su sucesor, ambos hoy de plantón sobre los luceros.
Es fácil imaginar, pues, la expectación con que acudíamos al venerable caserón de Felipe IV una tarde de finales de los años setenta, así como la tensa ansiedad con que nos apelotonamos junto al portón cuando sonó el cerrojo y dos bedeles vestidos de almirante procedieron a abrir. Y también cómo coincidimos hombro con hombro don Leopoldo, entonces Exmo. Ministro de Relaciones con Europa, y quien esto escribe, que, pulidito, le cedió el paso. Agradeció el prócer el gesto, “muchas graciasssss, caballero”, pero negóse, eso sí, a aceptar la propuesta. “Ah, no, por Diossss”. Y extendió la mano exhortándome con parca contundencia a pasar delante. “Faltaría mássss”, añadió. No era cosa de ponerse versallesco, así que obedecí, y de este modo accedí por primera vez en mi vida a la Docta Casa, flanqueado por un ministro. En el recibidor nos despedimos escuetamente con sendos “buenas tardes”. O no, porque en mi recuerdo subimos juntos hasta el anfiteatro y desde allí asistimos juntos al acto. Pero juzgo inverosímil que don Leopoldo no tuviera sitio reservado en el patio de butacas, cerca de los inmortales que presidían sentados en semicírculo al pie de Cervantes. Allí estaban Gerardo Diego, Pemán, Dámaso, Torrente y tantos otros. Yo buscaba con los ojos a Delibes, que acababa de sacar novela, El disputado voto, pero nada; con los años he sabido que prefería pescar truchas en Sedano a peregrinar a los saraos académicos.
Don Pedro Sainz Rodríguez compareció en el pasillo central del salón de actos sin la escolta de los académicos que décadas atrás propusieran su candidatura, fallecidos hacía mucho. Cabe resaltar, cuando tanto demócrata de nuevo cuño moteja de reaccionaria a la RAE, la difícil lucha que la institución había mantenido con el todopoderoso señor de El Pardo, obsesionado con despojar de sus sillones a los académicos exiliados, algunos tan egregios como el capicúa don Tomás Navarro Tomás, o a los que aún no habían tomado posesión cuando tuvieron que salir de naja en beneficio de su salud, como el propio Sainz Rodríguez. Si la RAE es hoy lo que es, lo debe en no poca medida al diplomático numantinismo de que habían hecho gala en su juventud aquellos ancianos para defender su independencia y la de la institución que los acogía. Desplegados al pie de Cervantes, aguardaban con no poca satisfacción, imagino, la llegada del nuevo colega al cabo de tantos años y amarguras. Aquella tarde flotaban muchas emociones severamente embridadas por el solemne ceremonial de La Casa.
Don Pedro defendió en su discurso la posibilidad de que las reformas emprendidas por el Cardenal Cisneros a finales del cuatrocientos prefigurasen el florecimiento, décadas después, del misticismo como subproducto inevitable. Le respondió con satisfacción y conformidad el académico valenciano don Vicente Enrique y Tarancón, también presidente de la Conferencia Episcopal, además de Cardenal Arzobispo de Madrid-Alcalá, que se encontraba en la cima de su popularidad por su homilía de un par de años atrás durante la misa de proclamación como rey de Juan Carlos I.
Acabada la ceremonia salimos al recibidor, cada asistente con sus sensaciones y sentimientos particulares a cuestas, y nos concentramos ante una sólida mesa sobre la que se amontonaban los discursos de la tarde rústicamente encuadernados y por entonces aún impresos con tipos de plomo, comme Il faut. Había mucha gente y no resultaba fácil acceder a la mesa, salvo para don Leopoldo, que aprovechándose de su condición y circunstancia lo hizo varias veces sin necesidad de repartir codazos ni nada. Cada una de las veces emergía de entre el gentío, que se apartaba a su paso, sosteniendo feliz como un niño diez o quince ejemplares que distribuía con liberalidad entre el respetable que aguardaba. “Tome uno, querido amigo”.
Le agradecí calurosamente el detalle y me encaminé, un poco atufado por tanta araña, tanto traje caro y tanto culo prieto, al fresco del paseo del Prado. En la esquina de Huertas, los redactores de Pueblo se echaban a la noche y remonté la cuesta camino de La Trocha, que ya existía. “¿Passa, tío? Vaya horas. ¿De dónde sales?”. Me había retrasado y los coleguitas me recibían con reproches. “Ejkeres mu plasta, tío”. Una chica se interesó por el libro que apretaba amoroso contra mi pecho. “¿Qué lees?”. Desde la portada, grandes letras de molde proclamaban al mundo La siembra mística del Cardenal Cisneros y las reformas en la Iglesia. “¿Un comic?”. Pues no, pero se estuvo entretenida más de una hora: la prosa de Sainz Rodríguez es envidiable, es decir, eficaz, y ya eran las doce cuando me lo devolvió. “Tío, definitivamente eres mu raro”. Yo me encogí de hombros y me besó descarada. “¿Sabes que me encantan los raros?”. Fue el principio de una intensa amistad. Otro subproducto, quinientos años después, de la siembra mística del Cardenal Cisneros.
Para que luego digan que la curtura no vale para nada.
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