Hace tiempo que un fantasma recorre cada mesa familiar, reunión de amigos y café en la oficina: el fantasma de la falta de espacio. Quien más, quien menos ha oído el mantra a lo largo del último año —ese que reza «la próxima, que me pille en el campo». Hemos tardado en advertir que nuestros cubiles son pequeños. Que necesitamos estirar las piernas y el aire de la ciudad no está muy limpio. Que cada hueco de la estantería está ocupado con trastos inútiles de los que nos resistimos a desprendernos. Y el problema es que esa carencia de espacio no es solo física; también nuestra jornada laboral se expande, nuestros horizontes son cada vez más difusos —e hiperactivos— y nuestras relaciones con lo(s) demás se compartimentan hasta la asfixia. Vivimos días estrechos.
No resulta complicado empatizar con la clara denuncia anticapitalista de Oyamada; tareas alienantes compensadas con «obsequios apreciativos» y ritmos que apenas permiten unos minutos para comer frente al ordenador nos conducen a una angustia productiva constante. No en vano la pregunta sobre la posibilidad de una vida sin producir —en todos los sentidos— resuena a lo largo de las páginas de Agujero. Puede que por eso desconozcamos la ocupación de los personajes —¿sabríamos describir con exactitud a qué se dedican todos nuestros familiares y amigos?—, pero no se nos escapa el profundo efecto de despersonalización que ejerce sobre ellos.
Los roles familiares tradicionales y el machismo se someten también a este examen trascendental. Hombres sacrificados fuera de casa y ausentes dentro de esta; mujeres que son —adjetivos ineludibles— cuidadosas y buenas personas. De este modo, la protagonista de la mayor parte de la novela deviene en testigo —casi, observadora pasiva— de cuanto sucede a su alrededor, sobre lo que apenas posee capacidad de decisión. Nos llegamos a plantear si existen diferencias —¿insalvables?— entre hombres y mujeres; si los primeros sufren de incapacidad congénita para conectar con las emociones ajenas y las cosas que respiran, en qué medida se permite que las segundas vivan para sí mismas y cultiven su individualidad. Y si este paradigma no se debe, como hubiera suscrito Ortega, a las circunstancias que nos interpelan.
Esta última es la reflexión más potente que emana del Agujero: nuestra forma de habitar el mundo está indisolublemente moldeada por el medio en el que nos movemos. No se plantea una huida idílica a lo rural, sino que se incide en el influjo transformador del canto de las cigarras, del calor sofocante, de la infestación de comadrejas y las caminatas por una campiña en la que juegan niños invisibles. Sirviéndose de un fino surrealismo con ecos de Kafka y de una mirada fantástica propia de Murakami, la autora libera al ello freudiano gracias a la imaginación: nos habla de oscuros animales a los que perseguir como a una pasión soterrada, de huecos en la tierra hechos a nuestra medida, de extraños que son familia y de familiares que parecen extraños. Y nos habla de peces y plantas que crecen en la medida en que sus acuarios y macetas se lo permiten. Agujero no es, sin embargo, una novela moralista; como en las buenas historias, aquí no hay dedo acusador, solo herramientas para que sea el lector quien edifique el sistema de reparto de culpas que más le convenga.
Oyamada es, con todo, una maestra de la omisión. En los silencios de la pareja, en lo que no se dice, reside un mundo de matices capaces de evocar al mejor Carver, con escenas sobrias y conversaciones cargadas de significado. Sumémosles un costumbrismo ambiental próximo a las flores, la gastronomía o la arquitectura niponas, y el resultado será un tríptico impecable —y universal— sobre las relaciones humanas en el siglo XXI, con paradas en la maternidad/paternidad, la influencia del trabajo y la interrogación sobre el papel que nos reserva(mos en) la vida. Ahora, que cada cual decida si seguir —o no— al conejo hasta su madriguera. Haya lo que haya al otro lado.
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Autora: Hiroko Oyamada. Traductora: Tana Oshima Título: Agujero. Editorial: Impedimenta. Venta: Todostuslibros y Amazon.
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