Tres mujeres, tres edades, tres amigas que los azares y las adversidades de la vida han unido en un lugar sin igual. Tres maneras de amar, aunque ninguna parezca conducir a la felicidad.
Zenda publica las primeras páginas de Una vez en la vida (Harper Collins), de Gilles Legardinier.
1
Es de noche, hace un poco de frío. De pie, frente a la ventana que acaba de abrir, una mujer inspira profundamente y contempla la luna llena, que brilla sobre los tejados erizados de antenas y chimeneas. Ni el más mínimo soplo de aire juega con su larga cabellera.
Saboreando la quietud del momento, separa lentamente los brazos, como una antigua sacerdotisa que se entrega a un ritual secreto. ¿Una llamada a los dioses o un sacrificio? Este mismo gesto, realizado tiempo atrás, habría podido hacer temer que fuera a saltar al vacío. Pero después de todo lo que ha superado, ahora que por fin empieza a perfilarse una promesa de futuro, parece que hay una apertura hacia el mundo. Ahora es capaz de captar la energía de la que durante tanto tiempo fue privada. Un renacer.
El panorama oscuro y azulado que se extiende ante ella se asemeja a su propia existencia: tinieblas sobre las que triunfará una nueva madrugada. Mientras tanto, la velada que se presenta va a cambiar su vida. Ocurra lo que ocurra.
Se da la vuelta e inspecciona cada detalle de la romántica mesa puesta para dos. Ahí está, encendiendo la vela, corrigiendo la posición de un tenedor y tirando ligeramente de la esquina del mantel para alisar una arruga. Todo tiene que estar perfecto. Al comprobar el resultado, tiene la tentación de sonreír, pero cambia de opinión: aún no se permite creer que por fin la suerte la vaya a visitar. ¿Esperar la felicidad en su casa? ¡Qué disparate! Como si pudieran llevarla a domicilio… Sin embargo, es a ella a la que espera.
Atraviesa el salón esbozando un paso de baile. Una vez más, una habilidad olvidada que vuelve a surgir en su interior. No hay nada como la esperanza para despertar el talento dormido. Delante del equipo estereofónico, pasa revista a algunos álbumes, duda si poner música, luego se lo piensa mejor. Nada debe distraerla de las palabras que se van a intercambiar esa noche.
De pronto, un timbre rasga el silencio. Llaman a la puerta del apartamento. Pillada desprevenida, mira su reloj. Llega pronto, pero qué más da, lo importante es que esté ahí. No se echa en cara a la felicidad llegar media hora antes.
—¡Ya voy, ya voy!
Con unas ligeras zancadas, pasa por delante del espejo, se arregla rápidamente el peinado, ajusta su escote e intenta controlar esos movimientos demasiado violentos que traicionan su exaltación. Por la ventana, que sigue abierta de par en par, chisporrotea la luna.
Abre. Su sonrisa resplandeciente desaparece en el momento en que descubre al hombre que está en el umbral de su puerta. Instintivamente, retrocede. No era para nada quien estaba esperando. De hecho, es al último al que habría querido ver, pero él entra como si nada.
—Estás muy guapa —comenta.
Después añade, burlón:
—Si simplemente hubieras hecho el mismo esfuerzo por mí…
Frente a semejante grosería, que no la sorprende, ella mantiene la calma y se limita a preguntar:
—¿Qué quieres? —Pasaba por el barrio y me ha apetecido saber de ti, ver cómo te iba.
—Claro… ¡Si simplemente hubieras tenido este tipo de detalles antes! Más bien, lo que quieres comprobar es si sigo deprimida y si te sigue yendo mejor que a mí. Pues te vas a llevar un chasco…
—¿Sigues enfadada?
—He pasado página. Pero no olvido. Repito mi pregunta: ¿qué quieres?
Él se permite reír, después se queda helado al ver la mesa de enamorados. Entonces suelta un silbido tanto de admiración como de ironía.
—Caramba, ¡has puesto toda la carne en el asador! Una cena romántica… No debería extrañarme, siendo tan mona…
—Era igual de «mona» cuando te tirabas todo el día engañándome.
—Todo el mundo comete errores.
—No todos los martes, a la misma hora, durante más de tres años. Y yo, pobre inocente, que te deseaba suerte en tus supuestas cenas de negocios…
En lo más profundo de su ser, asoma la cólera, justo donde había dejado hueco para acoger al placer. Algunas personas son auténticamente contaminantes, capaces de envenenar el paraíso más puro. Comprueba la hora. El hombre al que espera no debería tardar, y el que tanto la ha hecho sufrir no debería, bajo ninguna circunstancia, arruinar ese momento. Ya bastante lo había hecho.
—Como tan hábilmente has señalado —dice ella—, espero a alguien. Gracias por tu visita, pero la próxima vez llama antes de aparecer.
—¿Ya no soy bienvenido?
Ella alarga la mano, cambia de sitio sin necesidad un adorno —un pretexto para evitar su mirada—, y suelta:
—No, ya no pintas nada en mi casa. Y si no entiendes por qué, es tu problema. He terminado contigo.
—Ya no eres la frágil y tierna jovencita que necesitaba que la protegieran…
—Esa ya ha terminado su formación. Formación bastante costosa, todo sea dicho. Búscate a otra en prácticas. —¿Así que has olvidado todo?
—No guardo recuerdos que duelan…
—¿Eso es todo lo que soy para ti, un mal recuerdo?
La luna vuelve a chisporrotear. Esta vez, la mujer no se vuelve. Está entre la espada y la pared. No es cuestión de bajar la mirada y de esquivar el obstáculo. Es el momento de afrontarlo.
Tensa pero decidida, se lanza a un monólogo sin dejar a su compañero la oportunidad de responder. El tono es calmo, pero cada palabra viene recalcada. Esta requisitoria la ha construido durante innumerables noches de insomnio, la ha madurado a lo largo de interminables soledades, la ha perfeccionado a lo largo de muchas penurias. Sus lágrimas se han convertido en la tinta de un acto de justicia que por fin se puede permitir. Implacable, desgrana los momentos vergonzosos de esos años en los que él jugaba a un doble juego, mientras ella le daba todo. Desde hacía mucho, esperaba decirle cuatro verdades.
No es la única en sentirse impaciente por este momento: también el público aspiraba a ello desde hacía una hora, pendiente de sus palabras y transportado por las peripecias de su vida, en la que cada cual se sumergía sin pudor. En la sala, mientras ella se desahoga, los espectadores se vuelven locos de alegría. Ante ellos, no solo se representa un renacer, sino una resurrección. Aquella que tanto ha sufrido se recupera. Después de haber sido escandalosamente manipulada, por fin toma las riendas de su destino.
Él intenta responder, pero ni su ex ni el auditorio toleran ya sus dudosos razonamientos. Ya nadie soporta su mala fe sacada a la luz. Está rodeado, a izquierda y derecha. Cada vez que se permite tomar a los espectadores como testigos, un rumor de indignación recorre la sala. Todo el mundo ve claro a lo que está jugando. Aunque la principal afectada haya sido la última en darse cuenta, como suele ocurrir, ya no teme juzgarlo. Ya no tiene miedo. Expone sus argumentos como un ejército a la carga, con tal convicción que él se ve físicamente obligado a retroceder hasta un rincón del decorado. En el escenario, el combate desleal de los primeros actos se ha olvidado, y nos deleitamos con las escaramuzas que anteceden a la condena a muerte del malhechor. Después del dolor, la revancha. Después del aplastamiento, el despegue. Todo va a volver a la normalidad. Justicia ideal de un mundo perfectamente escrito donde nuestras esperanzas perdidas pueden volver a la vida.
Eugénie se sabe de memoria la obra. Asiste a cada una de las representaciones de Corazón de relojería desde que lleva programándose, en nada hará tres semanas. Como cada noche, toma asiento en la parte alta, en un lateral, en un palco que nunca nadie reserva porque la vista dista mucho de ser buena. No se coloca ahí por casualidad. Desde su mullido nicho, protegida por la penumbra, es posible que vea la escena en diagonal y que los actores queden ocultos en una cuarta parte del escenario, pero en cambio disfruta de una vista directa del patio de butacas que le permite observar a los espectadores. Su campo de visión abraza los dos universos, el de la vida y el de la comedia. Desde ahí, incluso ve a lo lejos a Karim, el bombero que, entre bastidores, asiste también a la representación. Está tan absorto en lo que se está representando, que ni siquiera se enteraría si se declarara un incendio delante de sus narices. Cuando se emociona, se seca discretamente una lágrima asegurándose de que nadie se haya dado cuenta. Cuando se divierte, se troncha de risa con el público. Eugénie lo encuentra conmovedor. A veces, también entrevé a los tramoyistas que se ponen en marcha antes de los cambios de escena. Sin falta, habrá que hacer que los electricistas comprueben el empalme de esa maldita luna que no para de crepitar. Una noche explotará en medio del espectáculo.
Pedazo de puesta en escena. El timbre del apartamento suena de nuevo. El público aguanta la respiración. Sin embargo, nadie duda de la identidad de quien se anuncia, y todo el mundo lo espera con avidez. La puerta se abre con una exclamación de la sala. La llegada es tan impetuosa que hace ondular el fondo del decorado. Como era de esperar, es la felicidad la que entra. Deja un ramo de rosas rojas a los pies de la que, a partir de este momento, resplandece. Cuando el simpático pretendiente advierte al infame ex, no se desmorona. Comienza el homérico combate de machos por los ojos de su amada. Se respetan los códigos; la puesta en escena es sencilla pero impecable; los actores se desplazan conforme a un baile que dominan a la perfección. Las puyas dan ritmo al enfrentamiento, las entradas se intercambian como puñetazos o disparos de un francotirador. El que ama con amor sincero va hilando reflexiones que desencadenan oleadas de carcajadas entre las filas. «Dicen que el amor es ciego, pero cuando escucho su pérfida voz, supongo que también tiene que ser sordo», «¡No se mueva!, ¡ahí está perfecto! Desde esta perspectiva, podría interpretar al traidor en cualquier serie mala…».
Eugénie se sabe cada palabra de los diálogos y no los encuentra divertidos. También conoce la historia que se representa detrás de la máscara de los personajes… Bajo los rasgos de la «mujer desdeñada» y de su «antiguo amor», se libra simultáneamente una pequeña batalla entre dos actores de segunda, Natacha y Maximilien. Los dos, faltos de reconocimiento, intentan mangarse las escenas a golpe de palabrería. Tanto la una como el otro están convencidos de ser el mejor, genio injustamente subestimado que su mediocre pareja impide elevarse hasta el firmamento. Cada uno se considera como el soberano natural cuyo reino sería este modesto teatro. Nunca son tan buenos como cuando tienen que odiarse… Estas patéticas luchas de ego cansan a todo el equipo, pero también ofrecen una sabrosa segunda lectura a la representación. Cada noche el mismo texto, y cada noche un nuevo fuego cruzado para quien sabe entreverlo.
Deslizándose al borde de su asiento, Eugénie se acerca para estudiar la sala. Apoya la barbilla en sus manos cruzadas por encima de las molduras doradas del balcón. Colocada de esta forma, sale parcialmente de la penumbra. Emboscada, con su perfil bañado por el cálido brillo de la escena, parece instigar un complot. Desde su pedestal, al acecho, puede escrutar con total impunidad a la audiencia que mira hacia otra parte.
Sorprendente patio de butacas, fascinante asamblea renovada a merced de los días. Efímera reunión de individuos que no tienen nada en común, pero que, por unas horas, comparten el curso de una misma historia. Todas las generaciones, de todas las clases sociales, hombres, mujeres, familias, solteros, parejas, amigas venidas a despejar la mente. Eugénie se fija en ellos al azar. Identifica a los que se han vestido para estar elegantes o para hacerse notar. Reconoce a los que vienen asiduamente sea cual sea el espectáculo, como Marcelle y Jean, la parejita de jubilados; y los que eligen un espectáculo en concreto. Cada cual reacciona a su manera. Ve los que se hacen un ovillo para no molestar a sus vecinos. Se fija en los que viven literalmente la obra, cuyo cuerpo reacciona a cada giro, mientras otros lo interiorizan. Algunos —sobre todo algunas— dedican también mucho tiempo a comprobar el efecto producido por las entradas en sus vecinos… A todos les brillan los ojos. ¿Por qué esta gente tan diferente está ahí está noche? ¿Qué eco produce en ellos este vodevil? ¿Con qué parte de los personajes o de ellos mismos se han dado cita? ¿Por qué estos seres humanos se encuentran en comunión ante esta pantomima de la existencia?
Esta pregunta interesa a Eugénie mucho más que la obra en sí. De hecho, se la hace a cada nuevo espectáculo. ¿Qué fuerza de atracción se necesita para hacer que todos estos caminos lleguen a cruzarse aquí, bajo los dorados, entre los terciopelos rojos, sentados unos junto a otros frente a estas fábulas?
A fuerza de pensar en ello, puede que Eugénie haya encontrado la respuesta. Es esta respuesta la que hizo que se animara a presentarse al puesto de guardiana en este teatro. Es esta respuesta la que todas las noches la empuja incansablemente a venir a ver y volver a ver.
Al igual que ellos, está ahí para experimentar sentimientos. Está ahí para sentir cómo late su corazón. Para ver la vida tal y como se sueña, y no tal y como se vive.
Este teatro es un auténtico tubo de ensayo. Cada espectáculo es una experiencia única que pone en contacto un principio activo emocional con células vivas. Algunas tiran a rojo, otras palidecen o tiemblan, pero son pocas las que permanecen inmunes.
Reír, estremecerse, creer, alegrarse o indignarse contemplando las accidentadas trayectorias a las que se enfrentan otros. Poder implicarse sin correr el menor riesgo. Vivir otras vidas permaneciendo cómodamente sentado. Hasta olvidar tu propia existencia.
Cada noche, como una espía en su escondite encima de esta gente sedienta de emociones, Eugénie se pregunta dónde han ido a parar las suyas. ¿Dónde están sus arrebatos, sus sueños, sus esperanzas? ¿Qué ha sido de la energía que durante tanto tiempo le permitió tirar adelante sin jamás dudar? ¿Está empezando a toser su motor antes de calarse?
Aun así, considera que no puede quejarse. Su salud es buena, consiguió un puesto que le iba bien y no le falta de nada. ¿Suficiente para ser feliz? La vida es más compleja.
El hecho de que sus padres fallecieran hace poco o que sus hijos se alejen para hacer sus vidas no entra dentro de la lista de lo que comúnmente se consideran como catástrofes. No hace que a nadie se le salten las lágrimas. Así es la vida, y a todo el mundo le ocurre algún día. Pero, aun así, cómo duele… Eugénie ya no tiene a nadie por delante ni tampoco a demasiados por detrás. Eso cambia tu manera de ver las cosas. A pesar de ello, este tipo de fisura íntima o de cuestionamiento casi nunca ha sido elegido para convertirlo en tema de una obra de teatro o de una película. No se les comenta a los que pasarán por ello, y no se escucha a los que ya lo han pasado. Si no vende, no hay glamur. Así que cada uno lo lleva como puede en el momento de enfrentarse a ello, guardándose para sí las heridas que resultan de estos combates en ocasiones violentos, pero siempre silenciosos.
Eugénie ya no es joven, pero desde luego tampoco es vieja. ¿Qué hace uno cuando se encuentra en ese punto? ¿A quién puede preguntar? ¿A quién puede, simplemente, confiar sus dudas? Flota entre dos clichés, en el corazón de la zona gris de la que nunca nadie habla. Su energía se ha estancado. Perdida a costa de elecciones que no cambian gran cosa. Enterrada bajo los años vividos junto a un marido adorable al que nada puede reprochar, pero que ahora parece tan cansado como ella.
Venir aquí, a este templo del sentimiento, vibrar en medio de sus iguales gracias a eternos artificios le permite abstraerse del día a día. Al menos por unas horas. Poco importa si lo que ocurre en escena no es verdad. Nadie se chupa el dedo, pero a fuerza de saber demasiado uno termina por necesitar inventar.
El ex ya no tiene mucho que hacer. La felicidad va a ganar. Todo saldrá bien, viene incluido en el precio de la entrada. Eso no cambia nada para la guardiana de este lugar. Inmersa en su introspección, Eugénie ya ni siquiera sigue el desarrollo de la obra. Corre delante de la rueda del tiempo que la persigue y que no va a tardar en aplastarla. Se siente impotente frente a un mundo al que apenas pertenece y al que está convencida de que no puede cambiar. En el teatro, los dramas y las redenciones se interpretan todos los días salvo los lunes; pero en la vida real, las angustias existenciales nunca descansan.
En unos minutos, los actores que se han despellejado y odiado con tanta convicción saldrán juntos a saludar, todo sonrisas, de la mano, si la luna no prende fuego antes. Karim los aplaudirá con entusiasmo, al igual que la sala, que terminará por levantarse. Una vez que caiga el telón, cada cual volverá a su casa, a su realidad. ¡Qué palabra tan horrible! Eugénie no abandonará el teatro. Hará su ronda de seguridad con Victor, su marido. Apagarán las luces que se han quedado olvidadas en los camerinos desiertos, comprobarán que la entrada de los artistas esté bien cerrada con candado, y después se irán a acostar. Ella cerrará los ojos, rezando para que la vida sea clemente con su hijo Eliott y su hija Noémie. Suplicará que un dios los proteja, visto que ella ya no tiene ese poder. Como cada noche, despierta mientras Victor ronca, se preguntará qué puede hacer aún, tan frágil, a pesar de haberse peleado frecuentemente por los demás, ahora que ya no es una tierna jovencita. Hoy, consciente de ser minúscula en un mundo apático, ya no ve un horizonte hacia el que correr.
Terminará por llegar la madrugada sin haber superado nada; y Eugénie vivirá otro ciclo, como si cada día fuera una vida, desde que se despierta en este gran teatro vacío hasta que las luces se enciendan una tras otra desde el frontón hasta la sala, para que el público, los actores, el equipo, y con ellos la vida, vuelvan a tomar por último posesión del local.
A fin de cuentas, su única alegría es ser útil para este lugar, este fabuloso amplificador de sentimientos al que venera desde su más tierna infancia. Ya está deseando encontrarse con Céline, que le dirá lo difícil que le resulta educar ella sola a su adolescente. También se nutrirá de la energía desbordante de Juliette que, entre coreografía y coreografía, le hablará del entrenador deportivo que atormenta sus días y, sobre todo, sus noches. Y todo volverá a comenzar, in crescendo, cada vez más rápido, cada vez más fuerte, hasta los fuegos artificiales que marcan el colofón por el que este extraño lugar existe. Entonces, por unos fugaces y preciosos instantes, las paredes temblarán gracias a la gente que está de pie, que gritará aplaudiendo porque se lo ha creído. Después volverán la noche y el silencio.
Eugénie está deprimida porque está convencida de que ya no tiene nada bueno que esperar de la vida. Lo mejor ha pasado. Ya solo le queda recordarlo, arrepentirse y ver cómo esta vida perra le arranca aquello que tanto quiere. Eugénie cree saber de lo que estarán hechos sus días a partir de ahora.
Pero las sorpresas no llegan solo a escena. ¿Y si la luna prendiera fuego durante el espectáculo o en el cielo? Aquellos que han sobrevivido antes que ella lo saben: cuando uno cae desde arriba,
tiene tiempo para aprender a volar.
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Autor: Gilles Legardinier. Título: Una vez en la vida. Editorial: Harper Collins. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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