La peste, las enfermedades y las bacterias siempre han estado acompañando la existencia humana
Por estos días se ha vuelto viral —perdón la redundancia— un video de Bill Gates en el que sugiere, en una conferencia del año 2015, que en el futuro próximo la humanidad va a sufrir más a causa de las bacterias que a causa de las guerras; más por los microbios que por las bombas nucleares. Con su sonrisa de niño genio, con su micrófono pegado a la cara y sus gafas de lente grande, Bill Gates parece un profeta.
Un profeta del pasado, sin embargo, porque la historia le da la razón. La historia humana, además, aunque ya Johan Huizinga se preguntaba si es que hay otra. Y no, no la hay: la historia es el relato y la consciencia y el testimonio del paso del hombre por la Tierra. En eso consiste. Y esa historia, aunque tanto se nos olvide, es apenas un pequeño fragmento, aunque hermoso, un milagro, dentro de la aún más larga de nuestro planeta.
Por eso escribía el historiador William McNeill, en su libro Plagas y pueblos, que desde que la humanidad lo es ha tenido que vérselas con tres fenómenos que la definen: la peste, el hambre y la guerra. Eso en un contexto biológico en el que los demás seres también luchan por sobrevivir. Decía McNeill: “Vista desde la perspectiva de otros organismos, la humanidad parece una aguda enfermedad epidémica…”.
Nuestra especie se enfrenta así a dos planos simultáneos e imbricados de la vida: uno «macroparasitario», digamos, en el que el hombre es parásito de sus congéneres, de los demás hombres, de la sociedad —de ahí los conflictos, las estructuras de explotación y dominación, etcétera—; y el otro plano es el «microparasitario»: el de las bacterias y los virus y los demás organismos que se sirven del hombre para alimentarse y sobrevivir.
Y cuanto más sabemos de esa vida humana (esta vida) en su remoto pasado, más descubrimos o confirmamos lo vapuleada que fue, desde el principio, por enfermedades que debieron de ser atroces epidemias. Claro: no hay, para este caso, más fuente que los huesos, el material genético. Pero aun desde allí, desde ese misterio fragmentario aunque cada vez más explorado, es posible llegar a esa conclusión.
Lo otro interesante es que los microorganismos que causan las enfermedades evolucionan a la par con la especie humana y su capacidad para resistirlos. Es ese un equilibrio siempre en ciernes, un diálogo brutal, que recorre casi la línea evolutiva de la civilización. Por eso, cuanto más vieja es la relación de una sociedad con una enfermedad contagiosa, mejores son también sus armas para combatirla.
Esa es una de las razones, por ejemplo, por las que la llegada de los europeos a lo que hoy es América produjo el cataclismo que produjo tras el primer viaje de Colón. No solo por las armas de fuego y el caballo, sino también, y sobre todo, por las enfermedades que arrasaron con las poblaciones nativas, que no las habían padecido ni las conocían. La viruela, el sarampión y las paperas resultaron más devastadoras que la pólvora.
Todas esas enfermedades, y muchas más, tenían en cambio una relación viejísima con el mundo eurasiático, una relación estable y duradera. A veces, eso sí, ese equilibrio de siglos se rompía y entonces llegaba la peste, volvía. Eso explica su presencia tenebrosa en las tradiciones literarias y religiosas más antiguas, desde el poema de Gilgamesh hasta la Biblia, catálogo inmejorable de cuanta plaga le haya tocado al hombre.
Es famoso el relato que el historiador Tucídides hizo de la peste de Atenas en el siglo V antes de Cristo, nomás iniciada la guerra del Peloponeso en el año 431: un brote de tifo o de viruela o de sarampión, todavía se discute, que mató a casi cien mil personas, el 25% de la población de la ciudad. La gente moría en las calles luego de sufrir fiebre y dolor de cabeza, llagas en todo el cuerpo, vómitos de sangre… El horror.
Según McNeill, la siguiente peste en el Mediterráneo fue la sucesión de un brote de viruela y sarampión: primero la llamada «peste antonina», que mató incluso al emperador Lucio Vero, en el año 169 después de Cristo, y luego la «peste cipriana», entre los años 249 y 266, llamada así porque fue San Cipriano, obispo de Cartago, uno de sus principales testigos y acaso su mejor narrador.
La descripción, una vez más, es el tétrico relato del fin de los tiempos: toses y esputos sanguinolentos, fiebres imparables, pústulas y erupciones en el cuerpo… Muertos por doquier, dicen que más de cinco millones, justo cuando el cristianismo, parado ahora también en los zancos de la enfermedad, se expandía por el imperio romano. Allí, en la peste, estaba su promesa y su advertencia de un mundo mejor en el más allá.
Pero fue solo en el siglo VI de nuestra era, en tiempos del emperador Justiniano, cuando se difundió como una pandemia, desde la China hasta España, una enfermedad que a partir de entonces sería llamada por todos así, «la peste», cómo sería de horrible. Una enfermedad que sin duda debía de llevar mucho tiempo circulando por el Asia central y la India, y que en ese siglo pasó de Alejandría a Constantinopla y de allí a toda Europa.
¿Cuál era la causa de esa enfermedad, la terrible «peste bubónica»? Hoy (desde finales del siglo XIX) ya lo sabemos, aunque se trata de una teoría no exenta de discusiones: un bacilo presente en las ratas negras transmitido luego a las pulgas que las habitaban, que a su vez mordían a un humano y así lo contagiaban. Suena espantoso, sí, pero la realidad era muchísimo peor, sobre todo por los síntomas de la enfermedad.
¿Cuáles? La fiebre, la diarrea, la necrosis, las pústulas, la inflamación como bubas (de ahí el nombre) de los ganglios linfáticos. Y el peor de todos los síntomas, la muerte. La peste podía ser bubónica, neumónica o septicémica; de cualquier manera era letal.
Procopio, el historiador oficial de la corte de Justiniano, habla del único remedio que intentó el emperador: la cuarentena. Pero la hizo con criterio religioso y por eso fracasó.
De hecho, desde ese siglo VI en adelante, y hasta el XI, la peste bubónica fue un fenómeno recurrente en todo el mundo conocido; una maldición. El historiador Pablo el Diácono (de cuyo himno a San Juan sale el nombre de las notas musicales; cosas inútiles de las que uno se acuerda en la cuarentena) dice en el siglo VIII de la Liguria, en Italia: “Maxima pestilentia exorta est…”. O sea, «y se levantó la horrible peste».
Es la misma peste que explotó como un volcán en el siglo XIV, desde 1347, y a la que el astrónomo Simón de Covino llamó «la Muerte Negra»: otra vez la enfermedad de las bubas y las toses y la necrosis, llevada ahora por los mongoles a Crimea y de allí a toda Europa. La mitad de la población murió a causa de su implacable guadaña, no solo en la cristiandad, sino también en China, en Persia, en Egipto, en Arabia, en India.
Desde entonces esa es la idea de la peste en el mundo: la certeza espeluznante y apocalíptica del fin de los tiempos. Repetida en distintos momentos, ya sea bajo la especie del cólera, el SIDA, el tifo, la malaria, la influenza y ahora el coronavirus. Siempre como un desafío a las conquistas de la humanidad, a sus progresos y orgullos, a su ilusión de haber llegado al fin de la historia.
Una de las grandes consecuencias de la «Muerte Negra» fue la evolución y el desarrollo del Estado moderno: el Estado fuerte, central y capaz de imponer la cuarentena. Es una idea de Michel Foucault, en parte, que estamos viendo en estos días, aunque dentro de una deriva inesperada, y es que tras décadas del desmonte insolidario del Estado, ante un cataclismo así la gente lo reclama y confía en su acción virtuosa para salvarse.
Y esta ya no es una idea de Foucault sino de Emmanuel Macron, que no es un socialista. Aunque la esperanza está más en la sociedad que en el Estado: en la solidaridad renovada que produce el terror ancestral ante la peste; en la aceptación, por fin, de todo lo que está mal.
Y el mundo gira como desde hace más de cuatro mil millones de años. Y queda el milagro de la vida, siempre. El amor, la poesía, la historia: cosas inútiles de las que uno se acuerda.
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