El jardín luce con la elegancia y el verdor propios de la primavera. Las flores eclosionan por todas partes, componiendo una sinfonía de colores que revitalizan la vista primero y el olfato después. No soy el único al que se le ha ocurrido dar un paseo vigorizante y me cruzo con varias personas que, al igual que yo, disfrutan del sol y la agradable temperatura que la estación nos ha propiciado.
Las tumbas se suceden en todas direcciones, allá donde mires.
El Hauptfriedhof es el cementerio más grande de Frankfurt. Está concebido como un gigantesco parque repleto de bancos y zonas en las que relajarse. La idea de deambular entre las tumbas me pareció inconcebible en un primer momento, pero los alemanes muestran una actitud mucho menos pudorosa. Me cruzo con parejas, padres que llevan a sus hijos de paseo e incluso algún que otro runner. Los hay que se tumban en el césped a dormir la siesta. He visto a una pareja tender una manta sobre la hierba y hacer un pícnic sin el menor remilgo.
Este cementerio constituye el pulmón de la zona norte de la ciudad. Dispone de fuentes y regaderas, por si te apetece hacer de jardinero un rato. Hay lápidas que impresionan por su tamaño y diseño, mientras otras parecen salidas de una aburrida cadena de montaje. Se pueden encontrar tumbas de mediados del siglo pasado y también algunas de hace tan solo unos meses. Cuesta no sentirse incómodo cuando ves estas últimas, con la tierra todavía removida y húmeda mientras familiares y amigos se dejan caer por allí para visitarlas.
Mientras paseo, observo que algunas de las lápidas más hermosas están engalanadas con feas pegatinas que reclaman el pago de la mensualidad que les corresponde por disfrutar de este lugar de descanso. El capitalismo no respeta ni siquiera a los muertos.
El paseo es vigorizante, pero también me deja un poso de intranquilidad que no puedo pasar por alto. Que los vivos disfrutemos de una bonita caminata en el mismo lugar en el que cientos de cadáveres nutren la tierra no deja de ser paradójico. Nunca me he considerado supersticioso, pero pasar la mañana rodeado de lápidas es un ejercicio capaz de hacer dudar al más incrédulo.
* * *
Esa misma noche, a las cuatro de la madrugada, suena el timbre.
Lo primero en lo que pienso al abrir los ojos es que ha sido un sueño, tan vívido que ha conseguido despertarme. Esta posibilidad se ve pulverizada cuando el timbre suena por segunda vez.
Noto a mi chica revolverse a mi lado. Eso me confirma que ella también lo ha oído, así que descarto que se trate de una alucinación.
—Será algún borracho que se ha equivocado de piso con la cogorza.
Intento aparentar tranquilidad mientras exteriorizo esta simple explicación, a pesar de que nunca antes hemos tenido un problema así. Nuestro barrio es muy tranquilo y tenemos un solo vecino, un chico con el que apenas nos hemos cruzado en alguna ocasión. El timbre vuelve a sonar una vez más, y otra. Quien quiera que esté al otro lado de la puerta no se va a rendir tan fácilmente.
Empiezo a estar hasta los huevos y, cuando estoy a punto de ponerme en pie, recuerdo mi visita al cementerio. ¿Habré molestado a los difuntos? ¿A algún espíritu furioso le habrá mosqueado verme por sus dominios con un cuaderno y un libro en las manos? Por si fuera poco, el libro era Los atormentados, de John Connolly, así que de espíritus furiosos va la cosa. Ni queriendo lo habría hecho peor.
Trato de sacudirme mis temores y salgo de la cama. El contacto con el suelo me devuelve a la realidad. No estamos en una maldita novela de John Connolly. Quien esté al otro lado de la puerta debe de ser alguien de carne y hueso. Me lo repito una y otra vez mientras me acerco a la puerta y rezo porque se canse de insistir. Aniquila mis expectativas pulsando el timbre una vez más.
—¿Quién es?
Lo pregunto en un alemán tan correcto que me sorprendo a mí mismo. Entonces escucho al otro lado de la puerta una voz que se identifica, presumiblemente, y me dice lo que quiere. Por desgracia, nuestro alemán no es tan bueno como para entender qué diablos quiere decir.
—Que quién es. Que qué narices quiere a las cuatro de la madrugada.
Sigo dando explicaciones, pero no nos enteramos de nada. Para colmo la puerta no dispone de mirilla. Nunca me había parecido algo tan imprescindible como hoy.
Mi novia me pregunta en susurros si sería oportuno abrir. Tal vez alguien necesita nuestra ayuda, dice. Le respondo que ni de coña. Estoy a punto de explicarle la posibilidad de que se trate de un espíritu encolerizado, pero la prudencia sale al paso y me hace reservarme ese dato.
Entonces oímos pasos en el rellano. El visitante toma las escaleras hacia la planta baja. Mi chica y yo nos miramos y, sin decir nada, nos dirigimos al salón. Abrimos la ventana y, con las luces aún apagadas para no desvelar nuestra posición, nos asomamos para conocer la identidad del visitante.
Es peor de lo que pensábamos.
Es un chico de unos veinte años. Está en gayumbos.
Se asoma a la calle y mira a un lado y al otro con desesperación. Por si fuera poco, está lloviendo a mares. ¿Qué diantres hace un veinteañero en calzoncillos llamando a nuestra puerta a las cuatro de la mañana?
Se lo preguntamos. Tarda un momento en localizarnos aquí arriba y empieza a darnos explicaciones. Que se llama Christopher. Que es nuestro vecino. Que se ha dejado las llaves en casa.
Escuchamos la perorata con las cejas alzadas, intentando descifrar el mensaje en alemán y, al mismo tiempo, buscando el truco. La trampa. Nos hacemos muchas preguntas, pero una es más evidente que cualquier otra: ¿qué hace en la calle en calzoncillos a las cuatro de la mañana?
Finalmente, le abrimos la puerta.
Primero nos pide disculpas. Trata de taparse con timidez, pero los calzoncillos no terminan de ocultar todo lo que deberían ocultar. Está abochornado y medio dormido. Nos pregunta si tenemos llaves de su piso. La cuestión es tan estúpida que estoy a punto de responderle a gritos, pero mi chica es mucho más comedida que yo y, viéndome venir, toma la palabra. Después pregunta si nuestra llave abrirá su casa y mi novia, echando manos de una paciencia infinita, le explica que las llaves de nuestra casa solo abren nuestra casa. Que compartamos casero no significa que las llaves sean las mismas en ambos pisos.
En este punto soy incapaz de seguir conteniéndome.
—¿Qué ha pasado?
Me mira directamente por primera vez. En sus ojos, la vergüenza y la culpa lo hacen parecer a punto de echarse a llorar. Debe de haber notado que mi alemán no es muy bueno, ya que me responde en inglés.
—I’m a sleepwalker.
Que es sonámbulo, dice. No necesita dar más explicaciones que esa, pero lo hace de todos modos: se ha despertado hace un rato en medio del rellano a oscuras. No tiene ni idea de cómo ha llegado hasta allí. No sabe a quién recurrir, de ahí que haya decidido llamar a nuestra puerta.
—I’m a fucking sleepwalker —culmina, por si nos quedaban dudas.
Mi chica se va al salón para buscar el teléfono de nuestro casero. Creo que en realidad lo hace porque no puede aguantar la risa y no quiere descojonarse delante de este chaval, que parece más abochornado a cada minuto que pasa. Como si estuviera empezando a espabilar y a ser consciente de lo ridículo que resulta. En un intento por normalizar la situación y quitarle algo de hierro, le paso algo de ropa para que, al menos, no tenga que pasar este trance en bolas.
Tuerce el gesto cuando ve las prendas. El pantalón es de los Pokémon. Formaba parte de un disfraz de carnaval y ahora se ha reconvertido en uno de mis pijamas favoritos. No sé suficiente alemán como para explicárselo, pero confío en que no sea necesario hacerlo. Suelta un suspiro resignado y me parece que va a protestar, pero finalmente murmura un escueto «Danke» y se viste sin decir nada más.
No encontramos el teléfono del casero, así que nos pide que le prestemos el móvil para llamar a un cerrajero. Escuchamos la conversación y cuando termina nos dice que muchas gracias, que el cerrajero está en camino. También nos dice lo que le va a costar la broma, pero no entendemos la cifra en alemán. Puede que haya dicho ochenta euros. O ciento ochenta. U ochocientos.
Tanto da. Considero que mi buena obra del día está más que acometida y me dispongo a cerrar, pero mi chica es más considerada que yo y se resiste a dejarlo ahí. Le saca una silla para que no tenga que sentarse en el suelo a esperar al cerrajero. Le pregunta si quiere un café o un vaso de agua. Creo que el chico está a punto de echarse a llorar al escuchar el ofrecimiento, pero se conforma con declinarlo.
Lo dejamos en el rellano y volvemos a la cama. Nos pasamos un buen rato descojonándonos mientras rememoramos la jugada. Obviamente, es difícil que vayamos a quedarnos dormidos sin más pero, sin saber cómo, lo hacemos.
A la mañana siguiente, abrimos la puerta y nos encontramos la silla y la ropa que le presté al vecino. Casi preferimos que lo haga así. Estoy seguro de que a él tampoco le hace ilusión volver a vernos en persona y rememorar el incidente.
Algo más tarde, cuando vamos a salir, nos encontramos una botella de vino ante nuestra puerta y una sencilla nota en la que dice «Gracias». Se ha enrollado, el chaval. Hasta se lo ha currado para escribir en español, aunque no sea más que esta simple palabreja. Tampoco era necesario, pero no viene mal.
Ponemos el vino a enfriar y vamos a la calle.
Me aseguro de que llevo las llaves en el bolsillo.
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