Es como cuando el niño, y también el adulto, se enfrenta a un cuento sin dibujos: la imaginación toma presencia, asume el papel del retratista y pone forma a los personajes que construyen la historia. “Este será grande, rubio y con una cicatriz a la altura del cuello”, parece decir nuestra cabeza; “Aquella, escuálida y morena, con ojos de misterio”.
La imaginación construye el cuerpo. Ocurre también con las voces. Es posible “encarnar” un tono, generar al hombre que te habla, a ti y a otras miles de personas, a través del dial correcto de la radio. A la hora concreta, allí está la voz: suave susurro de oración, dicción perfecta, acento neutro.
Para mí, Javier Lostalé era un gigante. Cada semana lo esperaba al otro lado del altavoz para ovillarme en su voz redonda, que recomienda libros, y poemas, y poetas, domingo a domingo, como en una especie de Eucaristía: Palabra de Dios.
Luego, como ocurre con los niños, y con los adultos que dejan que su imaginación modele a los personajes de sus libros, conoces el cuerpo que acompaña a la expresión, perfecta y sin prisa, y la imagen se desmonta: Lostalé tiene el tono, la sabiduría y la humanidad de un gigante bonachón, pero lo guarda todo en el pequeño frasco de su cuerpo, casi una débil y pálida rama, un atisbo. Y el misterio crece al enfrentar tus ojos a los suyos, azules y sabios. Y la admiración se ensancha al advertir su tímida sonrisa.
Periodista, poeta, crítico, hombre entregado al verso, Javier Lostalé se ha convertido, para muchos, en una especie de Mesías, el carbonero que enciende los motores más secretos del tren de la Estación Azul, el programa que creó junto a Ignacio Elguero hace casi 20 años, y una cita dominical a la que el escritor no falla nunca, pues los libros se apilan en la mesita de noche y es una obligación casi sagrada compartir con otros lo bueno que hay en ellos.
“La poesía es lo que nos une a lo esencial”, asegura, cuando se le pregunta para qué sirve llenar páginas y páginas de versos más o menos certeros: “La poesía está muy relacionada también con lo invisible, porque un poema verdadero da visibilidad a lo invisible”.
El peso de la palabra
no lo mide exenta balanza de plata
ni son sus letras jaula mágica de sonidos.
La palabra alimenta su raíz
en el hueco de soledad entre dos miradas,
o se despeña por el talud alegre de un pecho
y rompe así su claustro de locura enamorada.
La palabra no es lo puro que ignora
y destella sin relámpago de venas,
la palabra hunde su arco de aire
en el limo de una voz en ruinas
que por su geometría transparente
asciende grave callar de oscuro despojo
y se salva en el alto misterio
del cálido nido de otra voz.
La palabra de pronto escuchada
no es arco iris de humo,
sino que embaraza la sangre
con un descompensado pulso de paloma
y retrasa el reloj de la vida
con los latidos invisibles de lo que su sonido anuncia.
La palabra es techo para el desierto corazón nevado
donde tiene su tumba el ala azul de la infancia.
Mina es la palabra del amante,
insondable maravilla en la que otro ser palpita.
Panal de silencio es cada palabra
hasta que los encendidos labios del pensamiento
empujan su aurora de miel, o su aguijón de hiel.
Pobre o rica, venga siempre la palabra
aunque nadie la espere.
Que la sombra de su luz
proyecte su estrella radiante
en nuestra eterna sombra.
En el nombre del amor
Existe una Confesión de Javier Lostalé a modo de poética. Son las líneas de un devoto, la febril entrega de un enamorado. El escritor ofrece su propia vida a la poesía. Y lo hace porque en ella encuentra la liberación: “Escribo porque me salva”, expresa, convirtiendo en verdad el tópico que tantas y tantos han pronunciado hasta convertirlo en palabras huecas. Es el poema el que viene en su búsqueda en forma de recuerdos, de experiencias vividas o por vivir, de aquella imagen, la noche ya culminando, cuando “el techo rayado por las franjas movibles de cada / amanecer / era el raíl misterioso por el que los ojos / entresoñaban las nacientes formas del día”.
Es él quien ejecuta el milagro y convierte el sentimiento en poesía, palabra transformada en herramienta total para el auxilio, su absoluta verdad: “Escribo porque están conmigo los que ya nunca estarán, porque bajo al mar desde la mesa donde apoyo la cuartilla y me quedo quieto en la memoria de un cuerpo”.
Allí está Javier: ese perfil de hombre sagrado en la orilla de un mar azul que convoca con el embrujo de sus letras. Y en ese lugar, con sus pies blanquísimos sobre la fresca arena, le canta al amor.
—¿Qué sería del hombre sin amor?
—Yo creo que el amor es fundamental, claro. Lo que pasa es que ¿dónde está el amor? Vicente Aleixandre decía que durante el acto amoroso el cuerpo del ser humano se disgrega y salta como si fueran astillas y, una vez terminado el acto, cada parte del cuerpo vuelve a su ser. Él solía decir, y yo estoy totalmente de acuerdo, que es después cuando se sabe realmente si lo que sucedió la noche anterior es verdaderamente amor o es otra cosa. También es cierto que al alma y al espíritu del ser solo se puede llegar a través del cuerpo, entendido en su sentido más amplio: la mirada, los gestos, los movimientos de la mano… Es el único modo que tenemos de acercarnos.
El amor es uno de los centros sobre los que orbita la poesía de Javier Lostalé. Pero no es, su obra, un ejercicio biográfico e íntimo de un modo explícito. Su poesía, que se desnuda de ornamentos, parte de su interior, lo expone y lo presenta vulnerable, pero no le retrata: el autor ha sabido, desde su primer libro (Jimmy, Jimmy, publicado en 1976), extraerse de lo que escribe, exprimir la esencia de lo experimentado para llegar, en palabras de José Cereijo, a “un despojamiento en el que deja de importar lo meramente biográfico, lo anecdótico, porque estamos en la pura desnudez sin adjetivos”.
Y así, ese pequeño hombre se convierte otra vez en el gigante, porque en él está contenida la pureza macerada, de la que escribe:
“Quédate así. Asumido en tu propia luz.
No quieras tocar las orillas
que en invisible vaivén de transparencias
consuman tus ojos en un halo puro”.
Crónica del verso
Charlar con Javier Lostalé resulta toda una experiencia. A lo largo de su vida ha sido interlocutor de todos los grandes poetas de este país. Desde muy joven frecuentó a maestros como Vicente Aleixandre, del que recuerda: “Fue para mí fundamental, no solo por su poesía”.
De hecho, en el autor de La destrucción o el amor encontró Javier Lostalé el origen de su incendio (poético): “La lectura de su libro Sombra del paraíso fue lo que me decidió a escribir definitivamente”. Cuenta que, cuando lo leyó, le escribió al Nobel una carta con sus seguramente ya muy atinadas impresiones sobre el libro. La respuesta de Aleixandre fue directa al pecho de Lostalé. La rememora así: “Él me contestó diciendo que fuera a verle porque ya era amigo suyo, ya que, cuando hay un buen lector de un libro, aunque el autor no lo conozca es su amigo. Desde ese momento se fraguó una amistad, sobre todo en el momento en el que yo estuve realizando el servicio militar. Iba a visitarle una vez por semana”.
Más allá de la relación con Aleixandre, su cabeza es el paraíso que anhelaba Borges: una biblioteca llena de nombres, antologías, poemas, versos imborrables… Desde clásicos como Rilke, Juan Ramón Jiménez o Antonio Gamoneda hasta las jovencísimas voces de Esther Ramón o Ariadna García componen el imaginario literario de Javier, ese apóstol del verso que “reza” libros para sus fieles cada fin de semana en la Estación Azul.
Cada vez menos, cada vez menos
Desde Jimmy, Jimmy (1976), hasta la publicación de Cielo, su último poemario, han pasado 42 años, más de cuatro décadas en las que la poesía de Lostalé ha ido depurándose. Ese ir a la esencia, ese exprimir todo lo biográfico hasta despojar el verso de todo lo accesorio, es tanto una apuesta personal del autor como una tendencia natural en él. Hacia eso lleva también la existencia: dejar la propia vida en su esqueleto, penetrar en él y llegar hasta la parte mínima del tuétano.
Por eso, en especial sus últimos tres libros, Tormenta transparente (2010), El pulso de las nubes (2014) y Cielo (2018), abundan en esa idea de que “la poesía es, refiriéndose al lenguaje, el nombrar más exacto”, y por eso su vocación de incardinar los poemas en la vida del lector, como diría Brines, y emocionar, y dejar alguna huella para que, cuando este cierre el libro, se convierta en productor de “su propio poema, que no es más que lo que está viviendo, lo que ha vivido y lo que va a vivir”.
CUÁNTO DE NADA
CUÁNTO de nada he recibido
cómo en el contraluz de una hoja
mi pensamiento toca
el soplo carnal
de tu luna creciente.
Cuánta donación sin hora
me traslada a su solo arder,
a un tiempo sin alba
donde canta todo lo que existe
sin necesidad de despertar.
El aroma de una rosa
colma mi pecho de eternidad,
y cualquier despedida es un sueño
que no cesa de alumbrar.
Aunque ninguna palabra salve
tanta íntima orfandad,
temblando queda su música
transpiración de lo que fuiste
en tu otra vida sin mí.
Nieva en dulce silencio
todo lo que ya no está,
mientras mi memoria en tu olvido
es una estrella apagada
que amante aún brilla
más allá de tu cegada luz solar.
Es la hora. La comida del domingo ha sido frugal porque el alimento está por llegar. Se bajan las persianas y se enciende la radio. Suenan los silbatos: el tren está a punto de partir. ¿En qué libros tendrá hoy parada? Llega el hombre pequeño. Abre la boca y ya es gigante.
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