Leí La ciudad de cristal como quien va desvelando poco a poco el misterio del universo que en el siglo XIX construyeron unos jovencísimos Emily, Anne, Charlotte y Branwell Brontë mientras permanecían recluidos en una casa parroquial situada cerca de un páramo, intentando en vano darle esquinazo a la temible tuberculosis que había acabado ya con la vida de dos de sus hermanas mayores. Andando el tiempo todos ellos sucumbirían también a la enfermedad, aunque nos queda el consuelo de que para cuando la rama familiar se extinguió, las tres chicas Brontë habían dejado ya un valioso legado literario que aún sigue intrigándonos. Primero, por la precocidad con la que se entregaron a la escritura, convirtiéndola en su juego favorito, Después, por la forma en que el divertimento que las salvaba de ese mundo real tan desabrido llegó a transformarse en una vocación real, en el propósito que regía sus vidas.
La novela de Greenberg se ciñe a veces con fidelidad a los datos que se conservan sobre esta saga de mujeres irrepetibles. Otras, en cambio, prefiere renunciar a lo real e imagina libremente el camino que las llevó a iniciarse en los secretos de la creación de una manera intuitiva y natural cuando apenas eran unas niñas que crecían a solas con sus libros y la única compañía de los seres que eran capaces de imaginar. La muerte andaba cerca del caserón del que apenas salían y en ese entorno en apariencia hostil los Brontë se entregaron a la lectura con el entusiasmo interminable de quien encuentra enseguida una pasión verdadera que durará para siempre. Pero la luz de las velas se apagaba pronto y sus mentes infantiles seguían procesando las historias de sus personajes favoritos, que llegaban a confundir con seres reales. Esa prodigiosa capacidad que les permitió difuminar las fronteras entre lo real y lo imaginario, la bendita confusión que les impedía distinguir entre lo que alguien había imaginado antes que ellos y lo que sucedía de verdad ante sus ojos, obró el milagro o al menos fue el desencadenante de algo realmente mágico. El día en que su padre, un pastor severo pero siempre generoso con su prole, le regaló a Branwell una caja llena de soldados de madera quizás ni siquiera sospechaba que estaba procurándoles a sus hijos los rudimentos de un universo propio, los personajes que necesitaban y que echaron a andar a lo largo de un territorio exótico que no tardarían en idear entre todos. Los jóvenes demiurgos dotaron de un nombre, de una procedencia y de un carácter propio a cada soldado de juguete. En ese mismo momento se inauguraba ya un mundo fascinante, el de sus propias criaturas, cuyo gobierno llegó a ocasionar el cisma entre los cuatro hermanos, dado que Charlotte y Branwell trataban de imponer con frecuencia sus decisiones creativas a Emily y Anne.
La lucha de egos concluyó en la escisión de estas últimas del scriptorium común que habían formado hasta entonces. Se desconoce qué ocurrió con las historias que muy probablemente crearon entre las dos exiliadas del clan, porque no han llegado hasta nosotros. Por fortuna, algunos de los libritos en miniatura que compusieron los miembros de la otra facción literaria sí se conservan. Son tomos en miniatura, escritos a mano y primorosamente encuadernados, que parecen haber sido fabricados a escala, para que los guerreros de madera que protagonizan sus aventuras pudieran leerlos.
Algo parecido a lo narrado hasta este momento tuvo que ocurrir en la remota casa parroquial de los Brontë, pero Greenberg huye de los límites determinados por la realidad y se zambulle con absoluta libertad en el interior mismo de ese país ficticio que llegó a existir de una manera tan vivida para la Charlotte que ella convierte en eje nuclear del relato. Así, a través no de la mujer que realmente vivió y murió, sino de la criatura literaria que ella misma fabula, la narradora e ilustradora se acerca a los enigmas del proceso creativo, a esa naturaleza envolvente de la propia obra que reconocerá tan bien cualquier autor. Porque escribir, tal y como refleja La ciudad de cristal, es marcharse a vivir a otro lugar, a mil lugares distintos, ser otro, otros, pensar y hablar por ellos, sufrir, amar y morir como los personajes que ideamos. Los dos mundos, el real y el que en teoría no lo es tanto, se comunican gracias a la habilidad de Greenberg para ponerse en el lugar de esa joven inteligente y sensible, rebelde a su manera, que sabía que el destino que aguardaba a una mujer como ella se limitaba, en el mejor de los casos, a una independencia parcial si llegaba a trabajar como institutriz o maestra; a la servidumbre que implicaba la vida doméstica, el cuidado del hogar y de los hijos, si accedía a la propuesta de matrimonio del maduro amigo de su padre que la rondaba, en el peor de los escenarios posibles. Entendemos muy bien a esa escritora que se queda absorta en medio de una clase, dejando a medio terminar una frase ante sus atónitas pupilas, porque de pronto ha encontrado la forma de continuar un capítulo. No es tan raro pensar que la Charlotte real o cualquiera en su situación pudiera enamorarse locamente de un héroe arrogante como el que había salido de sus propias manos, que se hiciera amiga de un narrador comprensivo al que veía surgir de la nada en sus paseos por el páramo. Cuando la vida llegó a ser en sí misma el lugar más alejado de la felicidad, el más azotado por los vientos terribles de las adicciones de Branwell, que desaparece de la trama poco a poco y la deja completamente sola en esa ciudad que habían construido entre los dos, cuando se encontró atravesando el páramo emocional en que la sumieron la enfermedad y la muerte de sus hermanas, Charlotte se refugió voluntariamente en el único lugar acogedor que conocía: sus propias narraciones. Quién podría reprochárselo.
Dos aspectos formales del libro me parecen especialmente afortunados. El primero de ellos, la elección de Charlotte como personaje principal. Al fin y al cabo, fue la hermana más longeva, aunque ni siquiera llegara a cumplir los cuarenta. Es natural que se convierta en foco de atención desde el tiempo en que, ya como única superviviente de su familia, vaga por el escenario yermo que rodea su hogar, acompañada por el fantasma de una de sus criaturas de ficción, rememorando el pasado, la infancia y adolescencia con Emily, Anne y Branwell, el vértigo de la creación, las renuncias impuestas por las convenciones sociales de la época a las que tuvo que someterse. El otro gran acierto es, para mí, la gama de colores que sirve a la autora para evocar una tonalidad expresiva en cada momento. Los tonos azules y violáceos del mundo frío en el que Charlotte sobrevive resultan especialmente adecuados para rememorar un tiempo que a la fuerza tuvo que resultarle hostil, una época de casi total aislamiento y soledad. El sepia que tiende a rosado es, a su vez, el elegido para evocar la infancia y adolescencia de cuatro muchachos imaginativos y sensibles. Solo cuando se lanzan a la aventura de la creación, en el momento en que se sumergen en el mundo exótico de amores imposibles, rivalidades fraternales y finales terriblemente tristes, aparecen los colores cálidos, pero nunca rabiosos, también matizados. Pareciera que esos chiquillos que no conocían más que brumas y vientos aciagos, tormentas y días grises, imaginan un mundo modestamente colorido, ceñido a rojos y amarillos apagados, como si su universo cromático resultara por fuerza muy limitado.
Me ha fascinado esta carta de amor a la literatura antídoto, a la literatura refugio siempre acogedor que Greenberg concibe a modo de génesis del mundo Brontë. Para colocar cada pieza de su entramado se concede el lujo de imaginar sin freno, de jugar al mismo juego que les permitió a las tres valerosas hermanas inglesas no solo sobrevivir, sino también inventarse a sí mismas, construirse una identidad propia en una sociedad que ninguneaba a la mujer relegándola al papel de ángel del hogar. Pero ninguna de ellas interpretó el papel de ama de casa tradicional, de esposa resignada y madre ejemplar que parecía aguardarlas inexorablemente. Las tres decidieron entregarse del todo, por fortuna para sus lectores, a la loca y maravillosa aventura de la creación.
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Autora: Isabel Greenberg. Traductor: Lorenzo Díaz Buendía. Título: La ciudad de cristal. Editorial: Impedimenta. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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