Habida cuenta de la criminalización de la masculinidad a la que asistimos, más temprano que tarde quienes la impulsan repararán en los instintos que las rubias despertaban en Alfred Hitchcock. Cuando lo hagan, es muy probable que en las nuevas copias de Encadenados, el título que el Mago del Suspense estrenó en 1946, sea preceptiva una leyenda inicial muy semejante a la que ya precede a los nuevos tirajes de Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939). Así, igual que en el nuevo prefacio de esta última se advierte a los espectadores de que la visión romántica del racismo y la esclavitud de sus secuencias es fruto de la sensibilidad de otra época, en esa leyenda que habrá de preceder a Encadenados se prevendrá a la audiencia sobre los micromachismos varios y el símbolo fálico que incluye este filme.
Encadenados versa sobre el amor de un agente de la inteligencia estadounidense, Devlin (Cary Grant) y Alicia Huberman (Ingrid Berman), la hija de un nazi condenado como espía por los americanos. Alicia, para rehabilitar su apellido, ha decidido trabajar para Washington. La lealtad que ambos deben a Estados Unidos no les impide enamorarse. Y el sincero amor que Alicia siente por Devlin no es óbice para casarse con Alexander Sebastian (Claude Rains), el jefe de una red de antiguos nazis refugiados en Brasil. Ya en las últimas secuencias, ambientadas en una fiesta que se está celebrando en la mansión de Sebastian, Devlin tiene que llevarse a Alicia, pues su vida peligra. Su marido ha descubierto su doble juego. Sin embargo, no puede montar un escándalo en plena fiesta. Alicia, narcotizada, está seminconsciente cuando Devlin, discretamente, se la lleva en brazos hasta su coche. En el último momento, Sebastian intenta abrir la puerta del automóvil para recuperar a su mujer. A Devlin le basta con bajar el seguro.
Como recordará el lector de más edad, el seguro de las puertas de los coches de antes era un pequeño pestillo que se bajaba y se subía —introducía y extraía— para abrir o cerrar. Una operación sencilla en la que una imaginación calenturienta —que se decía entonces— bien podía ver toda una alegoría del acto sexual. Y ese pestillo, concebido como un símbolo fálico, algo en lo que la censura que pudo haberlo prohibido nunca llegó a reparar, suscitaba animados debates en los cineclubs de los años 70.
Los grandes cineastas, lo son —entre otras cosas— porque, lejos de amilanarse ante la adversidad, agudizan su ingenio. Hitchcock y su símbolo fálico de Encadenados son el mejor ejemplo. Unos ante el censor, otros ante la falta de medios, todos saben hacer virtud de la necesidad. Para ellos no hay lamento que valga. Sirven a lo difícil, no hay tiempo para lloriquear su maldición. Lo pueden todo con su necesidad imperante de hacer cine.
Esa pantalla barata, por serlo precisamente, supuso el mejor caldo de cultivo para géneros como el western y el terror. Tres productores ligados a ella dieron lugar a tres ciclos de culto cinéfilo. Cronológicamente, el primero de ellos fue el que, a partir de 1942, Val Lewton concibió para la RKO. Acabó de asentar los pilares sobre los que se alza esa pantalla de terror clásico, que a comienzos de los años 30 había inaugurado el legendario repertorio de la Universal y sus criaturas de la noche. Harry Joe Brown, el gran Harry Joe Brown, hizo otro tanto con los westerns que, a partir de Los cautivos (1957) —sobre un guion de Elmore Leonard, por cierto— produjo a Budd Boetticher. Y si Randolph Scott fue el protagonista del ciclo de Boetticher, Vincent Price lo fue de la serie de adaptaciones del gran Edgar Allan Poe producida y dirigida por Roger Corman. Vamos con Val Lewton.
A diferencia de todos esos productores, firmantes de los guiones que producen —sin haber escrito una línea en ellos— para cobrar derechos de autor, Val (Vladimir) Lewton a menudo prefirió no figurar en los libretos que sacó adelante. Y eso que, en muchos casos, esas películas le deben más a él que al guionista acreditado. Cuando sí los rubricó utilizó el seudónimo de Carlos Keith, el mismo con el que aparecieron sus novelas en 1933. Tal vez fuera debido a que este productor ejecutivo de la RKO, todo un autor en el sentido de la palabra que suele aplicarse a los realizadores, ya tenía a sus espaldas toda una bibliografía, no muy notable, la verdad, como poeta y novelista. Integrada por una colección de versos aparecida en 1923 —Panther Skin Grapes—, tras esos poemas —que a tenor de su título cabe imaginar en la línea de los afanes que impulsarían su producción más destacada— llegaron varias novelas: Improver Road (Edimburgo, 1924), The Cossack Sword (Collins and Sons, Edimburgo 1926); The Fateul Star, escrita en colaboración con Herbert Kerkow (Mohawk Press, 1931); Where the Cobra Sings (Macaulay Publishing Company, 1932), publicada con el nombre de pluma de Cosmo Forbes, y No Bed of Her Own (Vanguard Press, 1932). Ya con el seudónimo de Carlos Keith, Lewton da a la estampa Yearly Lease, Four Wives, A Laughing Woman y This Fool Passion, todas ellas en Vanguard Press en 1933.
Antes de todo eso, remontándonos hasta sus orígenes, la Yalta que vio nacer a Val Lewton en 1904, como el resto de Crimea, formaba parte del imperio ruso. Abandonó el solar natal, junto a su madre y a su hermana, en 1906. Su madre dejó a su padre y se instaló con los niños en Berlín. A Estados Unidos no llegaron hasta 1909 —1911, según otros autores—.
El futuro artífice de tanta gloria para el cine de miedo aún cuenta catorce años cuando gusta de recitar los monólogos de Cyrano de Bergerac. A menudo lo hace en los intermedios de los partidos de baloncesto que disputa su instituto. Esto le vale algún problema que otro con sus compañeros, menos aficionados a los versos de Edmond Rostand que él.
Estudiante de periodismo en la Universidad de Columbia, el futuro productor se emplea durante algún tiempo como redactor de la Darien Stamford Review —de donde se dice que fue despedido tras inventarse un artículo— y del Herald de Connecticut. Simultanea su actividad periodística con su trabajo para el King Features Syndicate, una de las grandes editoriales de cómics.
Al cine, por mediación de su madre —lectora de guiones en la MGM—, llega como publicista de este estudio. Ese es el empleo que desempeña cuando publica, bajo el seudónimo de Cosmo Forbes, Where the Cobra Sings. Cuando unos agentes de David O. Selznick se ponen en contacto con él para adquirir los derechos de adaptación a la pantalla de la novela, Lewton les dice quién es y Selznick acaba contratándole para que reescriba algunas secuencias de Historia de dos ciudades (Jack Conway, 1935). Es entonces cuando conoce a Jacques Tourneur, quien unos años después, cuando Lewton ponga en marcha su ciclo, será uno de los mejores realizadores de esa “dramatización de la psicología del miedo” que persigue.
Todo parece indicar que Lewton, ya asistente de Selznick, también escribió la secuencia del incendio de Atlanta de la hoy ideológicamente abominable —y por él ya entonces execrada— Lo que el viento se llevó. De lo que no hay duda es de que Selznick le despide cuando le ve dormido y roncando en una de las proyecciones del clásico de Fleming.
Parece ser también que, cuando Selznick le echa, Lewton supervisaba el guión de Rebeca (Alfred Hitchcock, 1940). Recala entonces en la RKO, recuerda una vieja colección de poemas, que publicó en 1923, en los que hablaba de la piel de una pantera, y decide poner en marcha La mujer pantera (1942). El tema de los felinos le ha interesado desde siempre. De hecho, unos meses antes de empezar el rodaje de la primera obra maestra de Jacques Tourneur, Val Lewton ha publicado un relato, en la prestigiosa revista Weird Tales, que habla de una mujer gata.
Lewton y Tourneur, Tourneur y Lewton, plasman el espanto, que otros crearían mediante gritos de las actrices —hoy con efectos especiales—, con ruidos sugerentes. He ahí uno de los aspectos fundamentales de esa dramatización de la psicología del miedo, de la que el singular productor ejecutivo no deja de hablar a los responsables del estudio. No le dan más que un presupuesto mínimo, lo que lleva a disponer de un tiempo de rodaje más exiguo aún. Con todo, Lewton produce a Tourneur La mujer pantera: “Nuestra fórmula es bien sencilla. Una historia de amor, tres escenas de terror más sugerido que mostrado y solo una de auténtica violencia. Fundido en negro. Todo ello en menos de 70 minutos”, comenta en una entrevista concedida a Los Angeles Times.
La mujer pantera, además de una de las obras maestras del cine fantástico, viene a ser otro tanto de la pantalla romántica. Sienta, asimismo, las bases para todo el cine barato que está por llegar. Pese al miedo, es una película culta donde las haya. Como de hecho lo será el ciclo que inaugura. Así, en Ladrón de cadáveres (1945), una de las primeras realizaciones de Robert Wise, se adapta a Stevenson. En Bedlam (Mark Robson, 1946) se denuncia el tratamiento que recibía la locura en la Inglaterra de la Edad de la Razón. Los temas de todo el ciclo, que se prolonga en títulos como Yo anduve con un zombie (Tourneur, 1943), La séptima víctima (Robson, 1943) o La isla de los muertos (Robson, 1945), tocan asuntos elevados donde los haya.
Para dejar constancia de ese encomiable afán que guiará a Lewton y los realizadores que produce, La mujer pantera se inicia con una cita de la Anatomía del atavismo, un apócrifo del doctor Louis Judd (Tom Conway) —el psiquiatra que intentará curar a Irena (Simone Simon) de lo que todos creen un desequilibrio mental—, donde leemos: “Al igual que la niebla se asienta en los valles, las supersticiones se aferran a lo más recóndito del alma, creando los abatimientos en la conciencia del mundo”.
Que DeWitt Bodeen y Lewton, los responsables del guión, adjudiquen un tratado sobre las costumbres arcaicas a uno de sus personajes es un hecho insólito en el cine de la época. Y es también la demostración de que, cuando el gran productor que fuera Lewton pone en marcha su ciclo, lo hace movido por algo mucho más loable que tener a su público entretenido durante 70 minutos, el tiempo que, como máximo, conceden los estudios a sus cintas de segunda, concebidas para relleno del programa doble, su serie B.
Bien puede decirse que La mujer pantera aspira a esa poesía macabra que tanto gustaba en la Inglaterra culta del siglo XVII. Con aproximadamente medio millón de dólares por película, Lewton pone en marcha uno de los ciclos más homogéneos, logrados y bellos de toda la historia del cine barato. Cuando la fórmula y la coyuntura que la han posibilitado se acaban, la actividad como productor de Val Lewton también toca a su fin. Sus siguientes títulos, invariablemente, constituyen un fracaso.
La Parca se lo llevó en el 51, con cuarenta y seis años. Todos le habían olvidado, esa fue su última maldición. Pero estaba acostumbrado a servir a lo difícil, a hacer virtud de la necesidad. De modo que Val Lewton buscaba nuevos caminos, en sociedad con Stanley Kramer, cuando se lo llevó la camarada postrera. Permaneció en el olvido hasta que los cinéfilos de los años 70 descubrieron su trabajo. Desde entonces no han cejado en su reivindicación.
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