Valentina Şcerbani, uno de los talentos emergentes del Este de Europa, publica La ciudad prometida (Impedimenta), una historia sobre la pérdida de la madre que está ambientada en Moldavia y que nos permite intuir las cicatrices que dejó el comunismo y la historia reciente en ese país.
La escritora, que considera una bendición o una suerte, que «la vida venga acompañada con la capacidad de crear ficciones», se ha desmarcado con un texto de márgenes intimistas, pero calafateado por la cruda realidad de un país que ha transitado por el comunismo, que ha quedado atrás, pero no así su sombra, que todavía pervive. La ciudad prometida (Impedimenta) es una narración con un fuerte acento femenino que cuenta con una protagonista, Ileana, que vive con sus tías, pero aspira volver a ver una vez más a su madre con vida. Una esperanza que no pierde y que da pie a una larga reflexión sobre las vivencias y los rincones donde aguardan, agazapados, los recuerdos. «A medida que nos alejamos de un suceso, parece que pierden entidad y llegamos a preguntarnos si en realidad han existido. Esto ocurre con lo persona. Pero esto también pasa con la historia».
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—Los arrecifes de Toltra, donde discurre la historia, existen.
—Nací en el norte de la República de Moldavia. Una ciudad muy pequeñita. Esta historia está inspirada por el pueblo de mis abuelos. Para mí es un espacio mítico, repleto de leyendas y de historias aterradoras, pero que significa mucho para mí. Es interesante recordar que la República de Moldavia ha tenido muchas fronteras con muchos otros espacios y que ha vivido situaciones bastante diferentes. De hecho, mi abuela, que vivió en la aldea que nombro en el libro, nació en el imperio ruso, pasó la infancia en lo que se conocía entonces como la Gran Rumanía y de adulta se desenvolvió en la Unión Soviética. Y, al final, murió en la República de Moldavia, cuando ya fue un Estado independiente. Y sin moverse nunca del mismo pueblito. En este libro existe la geografía que describo. De hecho, evoco la figura de un elefante en piedra que existe. En la realidad es exactamente como lo describo en el texto. Lo que sucede es que ahora no quiero volver allí. Siento algo de miedo, porque, a lo mejor, al verlo de nuevo, me provoque una decepción y ya no me resulte lleno de encanto y de misterio como todavía lo recuerdo.
—Esos recuerdos están en el libro.
—Sobre todo en la atmósfera que detallo, en el ambiente que creo. Está descrito el lugar, es cierto, la casa de mis abuelos y los alrededores. Y también la roca donde pasaba la mayor parte del tiempo cuando era más joven. Allí jugaba y se contaban a la vez muchas leyendas. Esto lo he detallado con la mayor precisión que he podido.
—Tiene algo que ver con la protagonista, ¿o no?
—Siempre es una pregunta difícil. Muchas veces los lectores confunden al narrador de una obra con el escritor. Incluso les sucede a los escritores, también. La novela, esto es cierto, parte de una experiencia personal, pero al mismo tiempo es una novela de ficción y no se ha desprendido de ese carácter esencial. La protagonista vive la pérdida de la madre y la obra nace, también, de que perdí a mi madre cuando era pequeña. Mi intención era representar este dolor, cómo un niño debe afrontar una pérdida tan dolorosa y de esta envergadura. Este libro realiza la autopsia de esa situación, del dolor que desencadena y los sentimientos que abren en las personas que lo sufren. Es una respuesta personal ante la pérdida de la madre. Podemos decir que, de alguna manera, es una larga carta de despedida. Un adiós.
—Mezclas lo no real y lo onírico. ¿Por qué?
—Jorge Luis Borges decía que tendríamos que aceptar los sueños tal y como son. Aceptarlos. Yo lo hago. Para mí son la otra cara de la moneda. Los sueños perviven con nosotros. Están vinculados al pasado. Cuando pienso en el pasado, me sucede que pienso en muchos sueños que he tenido. Estos sueños son reales, porque los he vivido. Desde este punto de vista, los sueños son también autobiográficos y forman parte de los recuerdos de uno.
—Los sueños son verdaderos, como dice en la novela.
—Sí, y, de hecho, algunos se han repetido. Los he tenido muchas veces. Y me ha sucedido que a veces los he tenido con las mismas personas y que estas personas, de un sueño al otro, habían envejecido. Es una cosa que me ha sorprendido mucho. Y esto aparece en la novela. El libro arranca con ese primer sueño y desde el principio entendí que tenía que acabar con ese sueño que ya no era sueño, sino que era ya una realidad cumplida. Para mí fue un reto conseguir que la novela resultara circular, llegar desde un sueño al otro. Esto lo he hecho porque muchas veces los sueños añaden contenido a la realidad. La completan.
—A la literatura, para que sea verdadera, a veces hay que añadirle ficción.
—Es cierto. La literatura tiene un papel fundamental en esto, porque añade detalles importantes. Esa parte de la literatura es la que te invita a adentrarte en una casa, a simpatizar y conocer mejor a los personajes, a entrar en la cabeza de ellos y llegar hasta los pensamientos más profundos, aunque en ocasiones resulten mezquinos, vulgares, ocultos, escondidos. Y es la literatura, su parte de ficción, la que permite esto.
—¿Y cómo ayuda la literatura a pasar al luto?
—Para mí, a modo personal, ha sido fundamental. Debo decir que este libro ha cerrado un capítulo de mi vida. Después de escribir este libro, las cosas no vuelven a ser las mismas para mí. Yo sentí que había cerrado una puerta de forma definitiva. Y después de acabar de redactarlo, sentí que la presencia de mi madre se había atenuado, que había disminuido. Creo que este libro es un libro sobre mí, sobre el duelo que pasé. Es un libro de luto.
—Pero en su novela también pesa la historia. ¿El contexto social deja una huella? ¿Influye en los personajes?
—Cuando se desmembró la Unión Soviética y Moldavia, la situación era verdaderamente difícil. Hubo grandes oleadas de emigración hacia Rusia y Europa. A principios de 2000, Moldavia era una nación pequeña. Pero entonces, en mi país, había más de 100.000 niños que tenían un padre que había emigrado. Esto sucedía prácticamente en todas las familias. En una de cada dos familias había un hijo con un progenitor ausente. Esto lo he trasladado a mi personaje, Ileana, que aparece como una niña huérfana. Ella revive esta situación procedentes de la realidad. Ella vive esa sensación de orfandad que han compartido muchos jóvenes de mi generación y que teniendo incluso ambos padres, se han identificado con la orfandad de ella y con la soledad que acompaña a la protagonista. Yo he vivido con mi madre y con mi padre. No he sido una huérfana. Pero me he sentido igualmente sola.
—En su libro tienen importancia los objetos. Los describe. ¿Son recipientes de la memoria?
—Sin duda. La memoria esta vinculada con los objetos y, de manera, especial con las fotografías. Tengo una pañuelo de color naranja donde guardo las fotos que conservo todavía de mi madre. Gracias a estas imágenes he podido revisitar su vida, como si fueran escenas procedentes de una película. En la mitad de esas fotos, aparece con gente desconocida, pero gracias a este testimonio, me he dado cuenta de que ella era muy social y que se desenvolvió en la sociedad muy bien. Es importante conocer eso.
—Porque la construcción de narraciones personales son fundamentales donde el Estado ha pesado tanto. ¿O no?
—Por supuesto. Es esencial recuperar la memoria de las personas. Sobre todo, por ellas mismas, porque si no sabes de dónde provienes, cuál ha sido tu pasado, tampoco puedes orientarte respecto al futuro. Hay un ejemplo muy claro. Si no recuerdo mal sucedió que en un caserón abandonado, un periodista encontró unas imágenes olvidadas en las que nadie había reparado. Eran unas instantáneas de la época soviética. Pero lo que resulta interesante de este caso es la vibración que provocó en la sociedad cuando salieron a la luz. Mucha gente hablaba de ellas como si pertenecieran a una vida personal próxima. Incluso yo misma me sentí emocionada con esas fotografías, porque, en realidad, había poco material que haya sobrevivido de esa época en concreto. Todavía, cuando se hacen exposiciones con ese material fotográfico, la gente las aprecia como si formara parte de su vida.
—El régimen comunista se hace sentir en su libro.
—Yo no he vivido la época comunista. Nací en 1988, pero he podido ver y sentir la nostalgia que muchos sienten por el periodo comunista. Y muchas veces esa nostalgia es más terrible que cualquier otra cosa. La nostalgia te impide avanzar hacia el futuro. Lo vemos en estos momentos con lo que está sucediendo en Ucrania. Es lo que ocurre cuando intentas resucitar lo que ya no puede regresar. A veces sucede porque no se ha hablado suficiente del pasado. En Moldavia hablamos muy poco de lo que ocurrió y no hablamos de los crímenes de la época soviética. De los horrores que sucedieron en ese tiempo. No tenemos museos que nos recuerden lo que pasó. En Europa, por ejemplo, se habla del Holocausto. Me parece bien, porque es algo que hay que hacer. Hay que hablar del pasado y estoy contenta hoy porque la literatura joven de mi país habla de lo que sucedió en el pasado. He observado al leer autores de distintos países de qué manera distinta se enfoca esto. La literatura francesa está muy anclada en el presente; la griega está preocupada por recuperar los mitos y la de Moldavia, en el pasado. Ahora los escritores de mi país están explorando ese pasado y los traumas que lo habitan. Pertenezco a una familia que no habla del pasado ni del pasado de la familia. He llegado a pensar que el pasado de mi familia empezaba conmigo (risas). En un determinado momento esto agobia y provoca conflictos mentales, pero luego llegué a una etapa de mi vida en que mi interés por el pasado de mi familia y de mi país creció.
—¿A qué se debe el auge de escritores de Europa del Este?
—Creo que hoy hay más atención hacia Europa del Este debido a la guerra de Rusia contra Ucrania. Europa occidental se ha familiarizado más con la historia y la geografía de Ucrania, por ejemplo. Hoy en día, todos nosotros no sólo conocemos las grandes ciudades como Kiev y Odesa, sino que también reconocemos las medianas, como Mykolayiv, Kharkiv o Kherson. Este tipo de noticias —sobre masacres y violencia— provocan un escalofrío de atención, curiosidad y horror ante lo que está sucediendo allí en este momento. A todos nos fascina la resistencia y el coraje de Ucrania. Esta curiosidad se expande a otros países del Este, como Rumanía o Moldavia.
—Pero hay un público al que también le interesan las experiencias que cuenta.
—De hecho, la historia y la experiencia de Europa del Este son tan fascinantes y sólidas como lo es la historia y la experiencia en Occidente. La larga y complicada historia de los países de Europa del Este no siempre ha sido feliz, pero sería un error pensar que se trata de algo separado. Europa oriental y occidental son dos partes del mismo organismo, y lo que sucede en cada una de estas partes es nuestro problema común. La literatura es el espejo de cualquier nación y creo que es importante mirarse en ella para comprender mejor estas cosas. Nuestra región siempre tuvo grandes escritores pero a veces es una cuestión de interés y de «espacio». No creo que un hombre o un escritor de Oriente sea diferente de uno de Occidente, todos estamos en el mismo barco. La diferencia consiste en nuestra experiencia humana y en nuestro interés por escucharnos o ignorarnos unos a otros.
—¿Es una literatura marcada por el pasado?
—Cada período está marcado por distintos estilos y temas literarios que reflejan los contextos históricos y culturales de la época. Por ejemplo, Carlos Fuentes dijo sobre Kafka que no se puede entender el siglo XX sin leer a Kafka. En Oriente, y si nos referimos específicamente a Moldavia o a la literatura rumana, el «fantasma» del pasado aún no ha sido derrotado. El pasado todavía ocupa un lugar muy importante en nuestra mente. Para avanzar, necesitamos aclarar estas cosas. Y aquí entra la literatura, con su papel de hacer la higiene del alma. Hablando de historia reciente, Moldavia estuvo bajo ocupación soviética durante casi 60 años —si no contamos la anexión al Imperio Ruso durante cien años— y a lo largo de este periodo se nos impuso el alfabeto cirílico, que significaba escribir palabras en rumano, pero con letras cirílicas. Fue un largo periodo de escribir y publicar libros en una lengua inventada y mutilada, y puedes imaginar lo que esto impactó en nuestra memoria y forma de ser.
—Pero ahí hubo más.
—Sí, al mismo tiempo, fue un período de silencio y censura. Después de 1989, Moldavia volvió al alfabeto latino y hoy existe un mayor interés y más espacio para que los jóvenes escritores lo cuestionen. La nueva literatura está documentando los traumas del pasado, cómo los —siempre— nuevos cambios de poder y política están impactando en nuestras pequeñas vidas, cómo estas cosas, al final, penetran en los rincones íntimos de nuestra mente.
—¿Es el hombre prisionero de la historia?
—El hombre es prisionero de sus propias heridas y de su propio pasado. A veces, las proyecciones del pasado traen consigo una oferta más atractiva que las proyecciones del presente y del futuro. El futuro, por ejemplo, no existe en la práctica, y es más fácil imaginar y confiar en cosas que ya sucedieron. Por eso muchas personas están decepcionadas de su propia realidad y viven con acontecimientos del pasado. Yo misma había pasado por este proceso. Me quedé atrapada en un período de mi infancia, como el divorcio de mis padres seguido de la muerte de mi madre, y, en un momento, estos acontecimientos del pasado ocuparon un territorio demasiado grande en mi presente y me sentí asfixiada. También vi a mi padre bloqueado en un período de tiempo. A veces pienso que incluso yo, a través de mi literatura, intenté «estetizar» algunas cosas que no deberían ser «estetizadas», como la nostalgia, el dolor, la soledad o el miedo. Los estamos poniendo en una atmósfera horrible pero hermosa que nos seduce a soñar. Incluso en Occidente, revelar una experiencia poscomunista se percibe como algo surrealista o incluso puede explicarse como un «ejercicio metafórico», pero no lo es.
—¿Cómo influye el pasado comunista en la democracia en los países del Este?
—El comunismo no «cayó» al mismo tiempo que la caída de la Unión Soviética, y todavía estamos atravesando el proceso de transición. Y este es un proceso muy desafiante y difícil. En primer lugar, creo que estamos ante un enorme vacío espiritual. Esto es inevitable cuando cambias algo grande por algo más grande. Además, creo que hoy estamos más dispuestos a aceptar algo concreto que algo «abstracto». Para Moldavia, por ejemplo, cuando se dice democracia sigue siendo un concepto genérico, pero cuando se dice Europa, ya es algo concreto: geografía concreta, territorio concreto, normas concretas, oportunidades concretas, nivel de vida concreto. Para las personas que alguna vez vivieron bajo la ideología es más fácil aceptar algo que se puede visualizar, algo que se puede tocar. Un concepto es un lugar. Al mismo tiempo, el camino de Moldavia desde el comunismo hacia la democracia me recuerda a estar sentado en un atasco de tráfico, la dirección es clara, pero avanzamos lentamente. Y este es un sentimiento muy desagradable.
—Vives al lado de Ucrania. ¿Cómo ves esta guerra?
—En Ucrania ocurrió algo que todos tememos. Es como si una tragedia pudiera ocurrir en tu casa pero sucediera en la casa de tu vecino. ¡Y esto es aterrador! ¿Qué nos pasó? Esta guerra de Rusia contra Ucrania ha fracturado nuestras familias en dos y nos ha obligado a tomar decisiones difíciles. Padres e hijos, madres e hijas se separaron por visiones diferentes sobre la guerra. Este caso lo tuve también en mi familia, con mi padre y lo vi en las familias de mis amigos. Algunos padres apoyaron a Rusia debido a las noticias propagandísticas y muchos niños dejaron de hablarles. La guerra nos ha puesto a todos en la situación de elegir un bando u otro. Por otro lado, ya aceptamos la guerra como algo normal. Tengo miedo de esta normalización de la violencia. Al final lo aceptamos todo. Si al inicio de la guerra todos vivíamos aterrados por lo sucedido, e incluso yo viví varios meses con el equipaje hecho, ahora estamos absortos en nuestros propios tiempos.
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