Aviso a navegantes (editores). Me resulta desconsolador reivindicar a un autor del que no es sencillo acceder a su única obra publicada, más allá de su restringida primera edición de 1906 y la posterior publicación, por parte de la editorial madrileña La biblioteca del laberinto, en 2018, ambas tiradas ciertamente difíciles de conseguir. No obstante, si Juan Goytisolo reivindicó al enrabietado conde Don Julián, yo vengo a hacer lo propio —marqués por conde— con otro de la nobleza, Rafael Zamora y Pérez de Urría, marqués de Valero de Urría. Está claro que mi intención no es otra que airear, como sin duda se merece, sus méritos literarios especialmente, y en añadidura su persona rebosante de erudición y cosmopolitismo, con un toque de excéntrico dandismo (se diría que rescatado de las páginas proustianas del Tiempo perdido), bohemia y puesta al día en la literatura más avanzada de su tiempo, a la vez que experto en letras clásicas y músico. Un fino diletante. Vamos, un parnasiano en el seno de una de las ciudades españolas más propicias para las fantasías literarias: Oviedo.
Pues bien, no pude evitar la automática recuperación de esta anécdota en cuanto me llegaron las primeras noticias —de la mano de mi fraternal amigo, y colega en letras, Jorge Ordaz, otro gran escritor y erudito avecindado en Oviedo— del marqués de Valero de Urría, escritor, cuya figura y obra, sin duda, habrían despertado el interés de Vila Matas. Cuánto siento no haber tenido noticias de este gran polígrafo aquel día en Oviedo en que ni Vila Matas ni yo escribimos una sola palabra pero, eso sí, nos pasamos la jornada hablando de exquisita literatura, traspasándola, visitando librerías, tomando cafés, rememorando escritores «raros» en cuya lista encajaría a la perfección Valero de Urría. Estoy seguro de que tanto la obra como la biografía de este miembro de la nobleza habrían avivado el interés del autor de Bartleby y compañía. En fin, nunca es tarde.
Rafael Zamora, marqués de Valero de Urría, nació en París en 1861 y murió en Oviedo en 1908. Llegó con su mujer a la capital asturiana con el fin de atender propiedades que su familia política conservaba en el Principado, y además lo hizo acompañando a su tía Leocadia Zamora, quien llevaba el propósito de hacerse monja, luego de una vida mundana y de alto postín (fue amiga de Eugenia de Montijo en París), a la vez que fundaría en la ciudad un convento de Carmelitas Descalzas.
El caso es que el parnasiano marqués se instaló en la incipiente Vetusta hasta el final de sus días, que le llegó a la temprana edad de 46 años. Había cursado estudios en la Sorbona, y en la capital francesa vivió sus primeros años, hasta alcanzada la juventud. Allí alternó con grandes figuras de la emergente literatura universal. Posteriormente, en Salamanca, se doctoró en Derecho Civil y Canónico. Contrajo matrimonio en París con María del Carmen Sierra Unquera, hija de José Sierra, a quien, según se dice, Leopoldo Alas Clarín tuvo presente a la hora de perfilar su personaje, en La Regenta, don Álvaro Mejía.
Ya en la capital asturiana, el matrimonio se instaló en un piso de la distinguida calle Uría, y el marqués no tardó en frecuentar los cafés de la zona vieja. Amén de su erudición indiscutible (tradujo La Ilíada y dejó incompleta una traducción de La Odisea), fue muy conocido en la ciudad dada su extravagancia en el vestir, sus artículos en la prensa local, su afición a las tertulias —en especial la conocida como La Sorbona, en el antiguo Café París—, su exquisita erudición y su hábito de abrevar una botella de coñac al día. Participó en no pocas empresas culturales (fue miembro fundador y primer presidente de la ovetense Sociedad Filarmónica, director de la Escuela de Artes y Oficios, presidente del Casino…). Además de experto en literatura clásica (primordialmente la griega), fue un gran musicólogo y autor de perdidas partituras: romanzas, un réquiem y una versión de Sans-Säens. Asimismo pronunció memorables conferencias —a menudo en colaboración con la Extensión Universitaria— acerca de la poesía entonces moderna, siendo relevante su charla titulada Baudelaire y la métrica francesa, a la que asistió un joven Ramón Pérez de Ayala que quedó maravillado y puso todo su empeño en entablar amistad con el conferenciante, reto que no tardó en hacerse realidad. Pérez de Ayala pronto se convertiría en un acicate para la divulgación de la obra del marqués del que, por mediación del autor de Tigre Juan, divulgaron elogiosos comentarios, acerca de su libro, Azorín, Pérez Galdós o Pardo Bazán, mientras que en la ciudad el mismísimo Clarín acudió al polígrafo para encargarle, entre otros favores, la traducción de un cuento de Emilio Zola.
Más allá del interés que su persona puede despertar, lo que primordialmente vengo a airear aquí es su escondidísimo y regocijante libro (formalmente novela de vanguardia por la libertad que sustentan sus hechuras) titulado Crímenes literarios y meras tentativas escriturales y delictuosas.
Esta hermosa rareza trata de la ficticia recuperación de los trabajos y maquinaciones del insigne erudito D. Iscariotes Val de Ur, catedrático de paleografía, criptología y zoophonía en la Universidad de Polanes. La peculiar obra —compendio testamentario de ideas extravagantes y documentos que las contienen— nos llega a través de su discípulo y albacea Rafael Urdeval, telarañista, por disposición del testador.
El albacea abre el trabajo con una biografía de su admirado Maestro. De inicio, y subrepticiamente, nos topamos con la primera «broma» ya que, como vamos viendo, los nombres principales de la historia forman entre sí un anagrama (Val de Ur y Urdeval) susceptible de ampliación si añadimos el renombre del verdadero autor del libro: Valero de Urría. Mas no acaban ahí las coincidencias nominales. El libro lo imprimió en 1906 la imprenta Tipografía Uría hermanos, de Oviedo. Más aún: el marqués, como ya sabemos, vivía con su familia en la señera calle Uría. Y finalmente señalaremos que existe un retrato suyo, actualmente custodiado en el Museo de Bellas Artes de Asturias, realizado por su buen amigo el pintor local José Uría y Uría. Todo un mundo urisíaco, valdría decir.
Del artífice de la obra, el marqués, quien además firma el Prólogo-Carta en su imaginaria condición de gran amigo y colega del ficticio urdidor (Urdeval), obtenemos una rápida noticia en la dedicatoria efectuada por el telarañista, la cual ayuda a distanciar oportunamente al verdadero autor al conferirle un estatus igualmente novelesco, pues ¿dónde se ha visto que un personaje dedique el libro a su creador? Dice el cumplido: «A mi docto y respetable amigo el Marqués de Valero de Urría, bachiller en letras por la Sorbona, licenciado en ambos derechos por la Salmanticense, traductor eximio de la divina Ilíada y despreciador indulgente de la especie humana».
Pero ¿qué demonios es un telarañista?… Se nos dice que es algo parecido a un propagandista y adepto de una ciencia enmarañada y superfetativa (sic).
En las primeras páginas del libro, al que ya va siendo hora de que llamemos novela —¿por qué no llamarlo novela si novela es todo aquello que, sin salirnos de la ficción, no es verso ni drama?—, o trabajos del Profesor legados a su buen discípulo Valdeur in articulo mortis, se exponen el testamento y una acendrada biografía del mencionado D. Iscariotes. Dicha información previa, aportada por Valdeur, viene acompañada de largos pies de página, o notas del albacea, que no sólo aclaran conceptos sino que añaden ideas en abundancia.
Lo más llamativo de la primera parte es la aparición y defensa de los zoarios, para el caso los miembros del reino animal que con denuedo defendía D. Iscariotes, hasta el punto extremo de situarlos muy por encima de la especie humana tanto en bondad como en inteligencia, alcanzando la osadía de justificar los homicidios, tal y como lo llevan a efecto los «superiores zoarios».
Por lo tanto, enseguida admitimos con sumo gusto que en nuestras manos tenemos una delirante, y en ocasiones tronchante, historia; efectos favorecidos por el uso de un lenguaje arcaizante —decimonónico como poco—, cultista y sobrado de neologismos (¿Modernismo?) pero, sobre todo, exquisitamente apto para la ironía, siendo ésta uno de los principales soportes de la historia. Ahí evocamos a Jonathan Swift.
El albacea despacha con vocacional ardor el encargo y ahora nos muestra, como ya se dijo, la biografía de su Maestro, de quien se nos informa que nació en Nápoles el 18 de Junio de 1840. Desciende, por vía paterna, del ingente Minotauro y por la parte materna de la Cerda que reveló a Eneas el emplazamiento de Alba Longa. Si bien, pese a tan linajuda ascendencia, su padre no pasó de ejercer el noble oficio de zapatero remendón y su madre vendía pastas caseras a la vez que el cuerpo.
Así llegamos al Primer Crimen, capítulo que se me antoja el unto de la novela, donde se habla de la máquina cerebral o Cefalia, artefacto capaz de discurrir artificialmente diferentes escritos de índole literaria. Con este leitmotiv, conocemos la existencia de The New Universital Radilectrical Company, Limited, poderoso grupo empresarial norteamericano al que D. Iscariotes remitió sus experimentaciones y que, merced al poderío económico de la Compañía, hace posible el desarrollo de esa suerte de Inteligencia Artificial, creando las Cefalias capaces de inventar una literatura mecánicamente elaborada, ya sea en pos de la deliciosa «Ritmoplastia» (si se trata de poesía) ya de la «Psilotipia» (para el caso de la prosa); desde luego, un material muy superior al humanamente limitado de Shakespeare, Cervantes, Víctor Hugo o quien pongamos.
Las Cefalias son enormes remedos de los cerebros humanos, máquinas preparadas para la creación literaria por el aprovechamiento de los «fluidos radiléctricos». Pero se mencionan otros artefactos que particularmente me hacen evocar a Raymond Roussel y su jardín de Locus solus, así una aspiradora literaria paleoneumática, plumas y lápices automáticos, prosaderas y versificadoras portátiles, testamentifactoras para moribundos, sermoneadoras radiléctricas para los clérigos, discursadoras para políticos, tribunos y abogados…
Pasamos al Crimen Segundo. Aquí nos enteramos de que D. Iscariotes aprendió, de la mano de un sabio chimpancé, en Tombuctú, el lenguaje de los zoarios (zoofonía) y hace acto de presencia el caudillo de éstos, un tal Ján-Ghuáuh, poderoso Predicán. En el transcurso del capítulo se hace una encendida execración del ser humano bajo la fórmula irónica de la fábula.
En el Crimen Tercero asistimos a un banquete, celebrado en Filadelfia, de cuyo desternillante menú se nos informa con todo detalle, pero sería ocioso reproducirlo aquí. En cambio sí nos sentimos obligados a señalarlo como rocambolesco y altamente hilarante. A continuación se reproduce el discurso que en dicho banquete pronunció Val de Ur ante los miembros del Club de los Hominívoros de Filadelfia.
Toca el Crimen Cuarto (Áuras Lavas). Este Crimen lo añade por su cuenta Urdeval, toda vez que, según confiesa, ha sido publicado en su día por D. Iscariotes en el diario ovetense El protoplasma de Asturias. En esas líneas se denuncia la corrupción desde el poder.
Despachados los cuatro Crímenes llegamos a las Tentativas escriturales y delictuosas.
La primera lleva por título Los ojos del amor y en ella el albacea desarrolla un hecho sorprendente. Resulta que Urdeval descubre que el mismo día (un 25 de Noviembre de 1905) en que él escribía en Oviedo acerca de una hermosa señorita ovetense llamada Alicia, el Profesor hacía lo mismo en Polanes, también exaltando las virtudes de otra bella señorita igualmente llamada Alicia. Los dos coincidieron en titular sus respectivos apólogos Los ojos del amor. En la disquisición consecuente en torno al extraño —borgiano— fenómeno telepático o frenofónico (sic) se alude a dos cuentos de Edgard Allan Poe, Eleanora y Recuerdos de Mr. Augusto Bedloe, para verificar que el asunto no es del todo novedoso. Finalmente se justifica con una lapidaria frase cosecha de Don Iscariotes: Scribit unus, alter cogitat («Uno escribe y otro piensa»).
La segunda Tentativa se titula El cuadrúpedo-dios. En estas páginas el albacea se extiende —como ya nos tiene acostumbrados— en su discurso, pues es evidente que se le va la pluma en disquisiciones de mayor o menor oportunidad acerca de los trabajos de su Maestro. Superado el excurso, Urdeval transcribe una leyenda judaica redactada con grande imaginación por Val de Ur.
Y llegamos al Epílogo, del que tan sólo cabe reseñar su alusión final a las moscas, ya que el libro se cierra con la opinión que sobre estos insectos guardaba para sí, en contraste con su admiración por los zoarios, Don Iscariotes, para quien las moscas eran «ininteligencias superfluas, trompetadas y dañinas, pero asesinables a placer, que revuelan y zanganean por el ambiente».
Por mi parte, sólo me resta añadir otro importante detalle: el estilo decimonónico con que está escrito el libro contrasta con un argumento rabiosamente moderno por libérrimo y dispar, alejado de la consabida linealidad del preponderante —al menos en España— Realismo. Incluso vale decir que estamos ante un texto visionario, ya que si nos detuviéramos innecesariamente en el análisis de dicha propuesta hallaríamos asuntos que ocupan nuestro presente como si de vehementes novedades se trataran. Me refiero a la solapada presencia de la inteligencia artificial, el animalismo, la corrupción desde el Poder o la comunicación virtual.
Aquí dejo, pues, noticia de este tan extraño como maravilloso libro —Crímenes literarios…— escrito en Oviedo, no lo olvidemos, por Rafael Zamora, marqués de Valero de Urría. Un raro exquisito.
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