La llanura era vasta y solitaria, un paraje baldío que se extendía de norte a sur y de este a oeste, más allá de la vista de cualquier hombre o bestia. Su extensión, obsesivamente simétrica y deshabitada, era asfixiante. Repartidos por un azar divino apenas se contemplaban una docena de árboles, todos lo bastante lejanos para que las aves que en ellos moraban vieran cómo sus cánticos eran engullidos por el silencio de la distancia.
No había pueblos ni asentamientos próximos, tan sólo caminos socavados por ruedas de carros, en su mayoría desdibujados al capricho de los vientos.
Aquel páramo desolado no había conocido la guerra ni la muerte, tampoco la sombra de una espada se había alzado nunca cubriendo su vegetación.
El guerrero lo sabía, sabía que él era el primero en pisar armado la planicie, y era conocedor de que la hazaña que estaba dispuesto a emprender bien podía costarle la vida, pero tenía fe. Y no era la fe en su destreza lo que le envolvía en coraje sino la fe en su código, en su honor y en su dios. Pues bien era sabido que las criaturas que allí aguardaban no eran sino abominaciones surgidas del mismo abismo y era misión para alguien como él librar aquellas tierras del mal que propagaban. Y ese era su credo, que la suerte y la victoria es alzada por las manos de los justos y de quienes han de acallar los peligros y las infamias que aquéllos más oprimidos no pueden.
Había tenido suerte, pensaba, pues encontró a sus enemigos desprevenidos, acampados sobre una colina, ajenos al aguijón de su lanza.
El miedo estaba ahí, pues para quien tiene la batalla como oficio siempre lo ha estado y siempre lo estará, puesto que sin él un guerrero no sobrevive. El miedo ha de recordar por qué luchamos y lo que se perdería si fracasáramos. Quien dice no tener miedo no es valiente sino inconsciente. El valiente tiene al miedo como aliado, lo conoce y no lo ignora, lo sienta a la grupa de su corcel y permite que le acompañe en sus aventuras, pero lo hace guardar silencio, sin inmiscuirse, sin apartarle de su objetivo. El miedo estará ahí recordándole por qué no puede fallar.
El guerrero no dejó hablar al miedo cuando divisó la colina y vio el número de sus enemigos. Más de treinta titanes cuyas cabezas tocaban las nubes y cuyos brazos se estiraban desperezándose con los rayos de la mañana. Sus rostros horrendos, blancos como la cal, parecían carecer de vida. Autómatas mortales creados por un ser sin piedad para atemorizar a toda aquella comarca.
Si hubiera permitido al miedo tomar el control no hubiera agarrado más fuerte su lanza ni tampoco hubiera azuzado a su corcel para acortar la distancia que lo separaba de aquellos pérfidos descendientes de Briareo. Sabía que la batalla sería desigual pero eso no haría sino aumentar la gloria de su triunfo.
A unos pasos tras su rocín, una voz sensata y mucho más práctica que la de su propia conciencia quiso disuadir al héroe de su empeño, pero aquel fiel compañero de andanzas no podía comprender su determinación pues su código era el del labriego y no el de quien empuña la pica por la gloria y el honor.
El enjuto guerrero se acomodó lo mejor que pudo entre el peto desvencijado y aquél espaldar ya oxidado, bajó su yelmo ignorando las voces y colocó la lanza en ristre. Su cuerpo estaba entumecido, el sol de los veranos y una barba ceniza daban sabiduría a su mirada pero restaban firmeza en sus brazos que no conservaban ya juventud sino experiencia. Experiencia que para según qué aventuras era una cualidad más frágil que capaz. Muchos años para un tiempo antiguo en el que medio siglo se acercaba peligrosamente al ocaso.
Espoleó con vehemencia al rocín y cabalgó con el sol a sus espaldas, se encomendó a su dios una vez más y recordó a su amada, pues si debía tener un último pensamiento en aquella vida, no se le ocurrió otro más hermoso que aquél.
Y de este modo el hidalgo arremetió en mortal desafío contra sus enemigos quienes alertados por su grito de carga alzaron sus brazos furibundos.
Encaró al primero de ellos, grande, corpulento e iracundo. Lo miró a los ojos, dos oquedades inexpresivas sobre el pálido rostro, oscuras como la noche.
El caballero arremetió con la lanza y esbozó una sonrisa bajo su yelmo. Durante una fracción de segundo se sintió victorioso al sentir el filo del acero atravesar la tela de aquellos harapos que la descomunal criatura vestía, pero su triunfo le duró poco.
Un rugido cubrió la llanura. Muchos han dicho años después que aquél rugido no fue más que el viento, pero el caballero supo reconocer en él la voz del gigante que al sentir la pica penetrar en su carne apresó el arma con su brazo arrastrando tanto al jinete como a la montura, arrancándolos del suelo y lanzándolos por los aires en salvaje respuesta a su herida.
El caballero no pudo sino girar sin control campo a través hasta que la inercia del golpe se dio por concluida. Se quedó inmóvil en el suelo, con la rejilla de la visera desdibujando las nubes, sintiendo el sudor salado en sus ojos y un sabor a hierro líquido en su boca. Respirando pesadamente se llevó la mano al flanco condolido para incorporar su cabeza y miró afligido la lanza fragmentada.
—¡Válame Dios! —dijo una voz a sus espaldas. Era su escudero que acudía a socorrerle— ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?
El caballero volvió la vista a los gigantes y contempló sus rostros de cal, ahora convertidos en fachadas irrompibles. Sus brazos habían sido inmovilizados en astas y condenados a girar a voluntad de los vientos. Y con aquel paisaje de más de treinta molinos de viento girando sobre la colina no pudo evitar volver a sonreír, pues reconoció en aquella cobarde transformación la mano de su enemigo, el sabio Frestón, quien sabiendo de la valentía del caballero había convertido a sus gigantes en impertérritos molinos con los que humillar su carga antes que reconocer la derrota que hubiera sufrido en batalla singular.
El caballero se dio por satisfecho, pues no habría ajusticiado a los gigantes como había planeado pero había ganado la batalla al quedar éstos inmovilizados para la eternidad, y sobre todo porque su honor y su determinación, otros dicen que su mente trastornada, habían vuelto a triunfar sobre el temor a la derrota.
Pues de haber dejado hablar al miedo de seguro se hubiera ahorrado aquellas magulladuras pero quizás esta hazaña y muchas otras que estaban por venir, no hubieran quedado nunca inmortalizadas por una pluma. Un legado de valor y locura que no hubiera permanecido hoy en la historia junto a aquellas tierras donde aún hoy algunos de esos gigantes que yacen cubiertos de polvo y maleza, recuerdan al caballero de la triste figura que tuvo la demencial idea de desafiarlos hace ya cuatrocientos años.
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