Imagen de portada: Daniel Mordzinski
Cuando Mario Vargas Llosa obtuvo en 1963 el premio Biblioteca Breve de la editorial más prestigiosa del momento, Seix Barral, era un joven peruano casi desconocido. Solo había publicado un libro de relatos en 1959, Los jefes, que mereció un galardón prestigioso pero minoritario, el Leopoldo Alas. En aquella fecha empezó una carrera literaria de reconocimientos y éxitos continuados. José María Valverde, miembro del jurado barcelonés, fue el primero en sentenciar de forma rotunda el original premiado, La ciudad y los perros: “Es la mejor novela en lengua española desde Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes, publicada en 1926”. El premio de la Crítica avaló el mérito de la obra. Un juicio tan entusiasta como el de Valverde no fue el único que se pronunció acerca del Vargas de los años sesenta del pasado siglo. El iconoclasta Terenci Moix aún iba más lejos respecto de Conversación en La Catedral. Había que reconocerla, escribió el jovencísimo Moix, “como la novela más importante que en lengua española (sudamericana o de aquí) se haya publicado en los últimos cincuenta años”.
Tales elogios entraron en liza con los que recibieron otros títulos de los mosqueteros (cuatro, como en la obra de Dumas) del llamado boom en la primera etapa de aquella nueva invasión de “bárbaros” hispanoamericanos: Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Julio Cortázar, además del peruano. Se estableció, así, una dura competición entre modos de escribir de unos narradores que revolucionaron la novela en castellano. El gran competidor de Vargas, hablando en términos de popularidad, fue el García Márquez de Cien años de soledad. Ninguna de las novelas del peruano ha logado el impacto y la difusión universal del famosísimo libro del colombiano, obra que recibió muy calurosos aplausos de alguien tan elitista como Juan Benet. Pero también es verdad que los escritores posteriores al boom, los que se han llamado del boomerang, y otros más recientes, no han renegado de Vargas en la medida en que lo han hecho respecto del “realismo mágico” de García Márquez, y con voluntad de matar al padre. La personal incorporación de elementos imaginativos en el límite de lo fantástico a una realidad inmediata en la obra de Vargas Llosa ha evitado que las generaciones posteriores se distanciaran de una literatura que, al entender de los jóvenes de los años noventa, como la de García Márquez, da una visión sesgada, tópica y caricatural de la América hispana.
La competencia entre el núcleo duro del boom fue muy fuerte, y la de Vargas con Fuentes y Cortázar se guio por otros criterios. Y con oscilaciones. Juan García Hortelano lo explicó con un divertido símil bursátil: “Las acciones de Mario para mí son las más caras que hay, quiero decir que han subido mucho”, mientras que las de Fuentes “han ido bajando”. En el terreno de las comparaciones, Juan Marsé valoraba a Vargas como el “más interesante” de los hispanoamericanos.
La apreciación de Cortázar tuvo perfiles singulares. El argentino proporcionó la imagen que repetía un sector de la juventud a finales del franquismo. Aquella promoción intelectualizada y pedantesca se preguntaba con desasosiego si “encontraría a la Maga”, la chica misteriosa de Rayuela. Y mereció rendidos reconocimientos. Era el “maestro absoluto”, según lo califica José María Guelbenzu, uno de los pujantes nuevos narradores de la época, en El Mercurio. Y un crítico muy influyente y respetado, Francisco Fernández-Santos, le había dado una calurosa bienvenida en la revista Índice de Artes y Letras. Le atribuía al “cronopio universal” la estatura de “Aconcagua de la actual literatura latinoamericana”.
Pero el autor de 62 Modelo para armar no pasó las fronteras del gran público y siempre ha quedado como referencia de grupos de lectores y escritores minoritarios. También Carlos Fuentes se fue viendo recluido en el territorio estrecho de una literatura especulativa. Desde aquella aportación suya fundamental al nuevo movimiento de las letras de la América hispana, La muerte de Artemio Cruz, sus libros posteriores habían ido perdiendo fuerza comunicativa y sinceridad. En un proceso ya patente en Cambio de piel o Terra nostra, habían ido cayendo cada vez más y sin remedio en el artificio y la retórica.
El siempre razonable y razonador Miguel Delibes daba una clave básica de estas distintas valoraciones. Al vallisoletano, Cortázar le produce escaso entusiasmo y, en cuanto a Fuentes, le “interesa menos, lo veo más retórico”. Para colocarlo en su apreciación al frente del boom ofrecía Delibes un argumento de mucho peso: Vargas “ha renovado el lenguaje y la técnica y además nos dice cosas. Vargas ha remozado los elementos de la novela pero no los ha destruido”.
En la explicación de Delibes se encuentra la clave de que la seducción producida por la obra de Vargas en sus comienzos haya permanecido inalterable hasta el momento. Tras la escritura sencilla de Los jefes, el peruano tiene mucho de escritor complejo, casi experimental y, desde luego, innovador en casi todas sus obras. Esta vertiente la compagina con algunas de sus grandes fidelidades, al relato cinematográfico y solidariamente a la novela de caballerías y a Gustave Flaubert. Su lenguaje bebe en la tradición culta, pero su fraseo envolvente tiene una gran frescura coloquial. Y además, el “nos dice cosas” de Delibes podemos traducirlo como que cuenta historias siempre interesantes cargadas de sentido. Vargas es un narrador nato, un creador de mundos, un competidor de Dios en la fundación de otra realidad, un relator de peripecias colectivas e individuales. Compite con García Márquez en esta condición de inventor de fábulas, pero tiene un interés especial en fundir lo imaginativo y lo real. Esta capacidad de alcanzar una novela total es lo que, sin desmerecer a ninguno otro de “aquellos escritores que admiran al mundo”, según los calificó una revista de entonces, a la postre le sitúa en cabecera de la generación del boom.
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El “nos dice cosas” de Delibes podemos traducirlo como que Vargas Llosa nos habla de la vida y de las personas.