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Vargas Llosa y el París de entreguerras

Foto de portada: Daniel Mordzinski

Ante el fallecimiento del Premio Nobel de literatura, Mario Vargas Llosa, el colaborador de Zenda Miguel Munárriz lo recuerda en varios de los momentos que tuvo la fortuna de vivir con él.

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Cuando los escritores mueren se convierten en libros.

(Jorge Luis Borges)

Juan Cruz había ido a recoger a Mario Vargas Llosa y a Patricia al aeropuerto. Estábamos en 2000, año en el que Alfaguara publicaría su novela La Fiesta del Chivo. Desde el taxi de vuelta a Madrid Juan me llamó al móvil para que saludara a Mario y habláramos nada más pusieran pie en tierra porque él era «la persona más encantadora». Y así fue, Mario me saludó con el dinamismo y la simpatía que mantuvo siempre con todos. Me vinieron a la mente los fogonazos de dos lecturas poderosas como La ciudad y los perros y Conversación en la catedral, dos libros leídos en años de formación que tuvieron en mi vida un espacio igual a Cien años de soledad de Gabriel García Márquez.

Los años finales de los sesenta y principios de los setenta fueron para mí los de los grandes descubrimientos literarios: Cortázar, Onetti, Carpentier, Donoso, Fuentes, Cabrera Infante, Roa Bastos, Monterroso, Rulfo, Manuel Puig, Lezama Lima. Poco después disfruté la lectura de Los nuestros, del visionario Luis Harss, un libro de entrevistas a muchos de estos autores con el que marcó la línea de salida de una nueva manera de concebir el hecho literario.

"Mario publicó, con treinta y cinco años, Historia de un deicidio, un ensayo magistral sobre el proceso de creación de Cien años de soledad"

Mario Vargas Llosa ha seguido siendo el escritor que fue en su juventud, es decir, alguien que no solo escribe y se preocupa de sus novelas, sino que nos enseña a leer escribiendo sobre los autores que admira, y con ese espíritu de generosidad vuelca en La verdad de las mentiras todo cuanto puede trasladarnos de los autores que le han ayudado a vivir, porque en las novelas, y es importante el matiz del género, «el novelista nos traslada. El traslado es una metamorfosis: el reducto asfixiante que es nuestra vida real se abre y salimos a ser otros, a vivir vicariamente experiencias que la ficción vuelve nuestras». Y así va recorriendo los mundos de Joyce, Faulkner, Nabokov y Lampedusa, de Camus, Greene y John Dos Passos, y de los personajes con los que ha convivido durante tantos años: Ana Ozores, Humbert Humbert, Madame Bovary, tras cuya lectura pensó que «la literatura era la mejor vocación del mundo y que se podía cambiar la sociedad escribiendo novela. Hacía años que ninguna novela vampirizaba tan rápidamente mi atención».

Mario Vargas Llosas y Miguel Munárriz

Mario publicó, con treinta y cinco años, Historia de un deicidio, un ensayo magistral sobre el proceso de creación de Cien años de soledad. Una monumental obra de más de seiscientas páginas que indaga en la transformación de los materiales reales en ficción, su evolución y sus semejanzas, tema muy querido por Mario. Este libro fue inencontrable hasta 2021, cuando Alfaguara lo reeditó, es decir, cincuenta años después desde que en 1971 lo publicara en Barral Editores. Esta primera edición la disfruté como uno de los mayores hallazgos de los últimos tiempos; regalo de Palmira Márquez, pariente lejana de un tal Gabriel Eligio García, telegrafista de Aracataca, y de Luisa Santiaga Márquez, hija a su vez del coronel Nicolás Márquez, vencedor en la guerra civil a principios del siglo XX, gracias al cual «había convertido Aracataca en una ciudadela liberal».

"Con el libro hecho y los Llosa en París, pusimos rumbo a la capital francesa para llevarles los primeros ejemplares"

La publicación de La Fiesta del Chivo fue para la editorial una verdadera fiesta. Su editora, Amaya Elezcano, y Juan Cruz, director del Grupo Santillana, consiguieron el mejor ambiente de celebración ante la próxima llegada de aquella novela del mejor Vargas Llosa. Mario y Patricia estaban en París y con las últimas correcciones entregadas solo quedaba decidir cuál sería la portada de la que Mario y Amaya conversaban a distancia; el escritor mandó la que consideraba la mejor: un fragmento de la pintura gótica del siglo XIV, “Alegoría del Buen y del Mal gobierno”, de Ambrogio Lorenzetti, porque la novela se sitúa en los últimos días del dominicano Leónidas Trujillo, dictador absoluto y depredador sexual (de ahí el chivo). Con el libro hecho y los Llosa en París, pusimos rumbo a la capital francesa para llevarles los primeros ejemplares. Quedamos a comer en La Coupole, la brasería situada en el boulevard de Montparnasse, uno de los lugares de encuentro de intelectuales y artistas de todo el mundo en el periodo de entreguerras: Cocteau, Chagall, Picasso, Sartre y Simone de Beauvoir, Malraux y Giacometti, del que Mario señaló en qué mesa se sentaba. Con La Fiesta del Chivo París siguió siendo una fiesta, como escribió Ernest Hemingway, que en ese libro había contado desde el final de su vida los mejores tiempos vividos en ese periodo histórico de los años veinte y treinta que La Coupole nos recordaba. No se equivocaba Hemingway cuando tituló el último capítulo de ese libro memorable, «París no se acaba nunca».

"Él fue siempre el mismo autor del que me hablaba Juan Cruz, una persona amable, un gran conversador que también sabía escuchar"

Los encuentros con Mario fueron haciéndose más constantes, él fue siempre el mismo autor del que me hablaba Juan Cruz, una persona amable, un gran conversador que también sabía escuchar. Cuando le organizamos en Alicante un homenaje por su obra pasamos con los Llosa unos días muy divertidos. Mario cumplía a rajatabla su método de trabajo escribiendo durante la mañana; luego íbamos a comer y tras el descanso preceptivo de la tarde nos embarcábamos con él y los demás escritores que participaban en el encuentro en las sesiones de charlas públicas en el salón de actos de la CAM, lleno a rebosar cada día. Un día me dijo que le gustaba mucho la fabada. Le pregunté si él o Patricia la sabían hacer y me dijo: «¡La fabada Litoral es muy buena!», así que le propuse cocinar yo una cuando llegáramos a Madrid. «Perfecto», contestó, «¿te parece bien en nuestra casa?, podríamos invitar a algunos amigos», así que uno de los primeros días de junio, en plena Feria del Libro, cociné una fabada en su casa de la calle Flora, en Madrid. Mientras yo preparaba en una gran olla los ingredientes para lucirme ante tantos gourmets (Aute, Edwards, Caballero Bonald, Juan Cruz, Ángel González…), Mario escribía en el piso de arriba, pero a la una del mediodía bajó antes de tiempo exclamando por las escaleras: «Pero ¡qué olor tan rico, por favor!», y me pidió que destapara la olla para ver cómo crepitaba suavemente aquel manjar de hombres rudos que con el tiempo se ha convertido en uno de nuestros platos más reconocidos. A las dos de la tarde la casa se llenó de vino y risas mientras los comensales se servían y se sentaban en el sofá del salón, en sillas y sillones y en los peldaños de la escalera que conducía al despacho de Mario y a la terraza.

Por la tarde, como buen cumplidor de sus obligaciones, Mario salió hacia el Retiro dispuesto a firmar en la Feria del libro.

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Este artículo forma parte del libro de Miguel Munárriz, Empeñados en ser felices (Aguilar).

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