En este texto el autor reflexiona sobre el ser humano; sobre el amor, el miedo, la libertad: sobre el placer del relato como un acto vampírico de transfusión de emociones.
No sé en qué momento decidí que los seres humanos somos vampiros. Supongo que de pronto lo vi claro. La historia es un relato —infausto, pero también jocoso y feliz— de las tropelías perpetradas por los vampiros mayores. Pero hay más. Entre nosotros, en lo próximo, en el día a día, nos nutrimos con las emociones que transmiten los demás. Es una de mis visiones del mundo, sospecho, más sofisticadas. Nos emocionamos y queremos emocionar. La emoción es el centro de todo. Y suele convenirse que la literatura es eso, por cierto: emociones —muchas veces entre personajes— en toda su complejidad. Posiblemente no lo habría adivinado sin tener en brazos a mi bebé, cuando lo fue: en aquel cuerpecito todo el peligro de contagio y todas las emociones transfundidas y las ganas de comérmelo, que es lo que sucede cuando uno ama a un ser sin medida. Y con el amor sin medida, la posibilidad de odio sin medida. He pasado demasiados años tratando de emocionar a través de la escritura para ahora no darme cuenta. Qué sencillo era, pero qué difícil de ver. Estamos siempre “como” pendientes de otras cosas, pero lo que nos importa más que nada es emocionar y ser emocionados. Nos nutrimos de lo emocional y simbólico. Por eso era (es) tan importante el papel de los grandes artistas. Por eso resulta tan triste que cualquiera se crea con el derecho de suplantarlos.
Ya he dicho que ninguna de las casas en las que vivo últimamente es mi lugar. Tras pasar los últimos dos meses en La Palma, al llegar al aeropuerto de Barajas me he dado cuenta de que no había decidido a cuál de los tres pisos iría, ni tan siquiera a cuál de los tres pisos iría primero, o en cuál de ellos dormiría esa noche. Y me gustó no haberlo pensado, volver a Madrid así. Ninguno es mi lugar, pero en absoluto siento la menor tristeza por ello, a pesar de los inconvenientes. Había estado por la mañana en el antiguo chalet de mis padres, la casa familiar que ya no lo es en absoluto, en el que ya no vive ni mi madre, que murió, ni mi padre, que formó otra familia en otro sitio. Finalmente, en el aeropuerto, antes de tomar un taxi, decidí que iría a dejar las maletas al piso en el que vivo con más gente, después iría a ver a mi hija, y, más tarde, a la noche, tomaría el autobús Castellana abajo hasta Embajadores, para acabar donde mi novia y dormir allí. Supongo que, entre las dos posibilidades tradicionales —tener un hogar o no tener un hogar (con la variante de hacer un hogar a duras penas en donde se pueda)—, esta tercera, no tener hogar ni tratar de hacerlo donde se pueda, sino transitar entre un número de lugares, es, para mí en este momento, la menos mala. Se trata posiblemente del deambular de un vampiro (en este caso, yo, para emocionar y emocionarse), en vez de establecerse en un lugar, solo. Eso también lo tuve, hace años, pero después de haber formado una familia —después de haber sido emocionado por una mujer y una hija— sería triste, deprimente, insoportable: hincaría el diente en mi hígado, tal vez (para emocionarme insatisfactoriamente), me devoraría. Y uno no debe renunciar a sentirse lo mejor posible.
El vampirismo nos anima, y es, como todo —cuando se trata del vampirismo de lo bello—, positivo y negativo al mismo tiempo. Pero cuando se trata del vampirismo romo y desgañitado de los narcisos autocomplacientes que tantos somos, resulta complicado encontrar su gracia. Hace frío cuando observo que no es la belleza la que prepondera en el mundo, sino las emociones estultas de los inmaduros. Y aun así, es de ese modo que todo se menea entre nosotros. Lo propio de otras personas nos nutre. Ofrecemos lo propio a otras personas, nos exhibimos para ser sustento de las ansias de los otros. Y permanecemos al acecho de aquellos que quedan a la intemperie. A veces, claro está, hay que forzar un poco las cosas y terminamos haciendo daño. El daño es un banquete para alguien. Si no participamos en el banquete es que el banquete somos nosotros, nos están devorando. Generalmente se piensa que es el dinero el que mueve el mundo, pero no, son las emociones. El dinero sólo las condiciona, como otras muchas cosas. Algunos otros, optimistas o ñoños, dicen que el mundo lo mueve el amor. Pero tampoco, son las emociones, no el amor. Se aprende emocionado. Enseñar se hace emocionando. Lo que nos hace ir de A a B es la emoción previa, la emoción durante y la emoción que encontramos finalmente. Ni siquiera perseguimos sólo la satisfacción —saciarnos, euforizarnos, excitarnos—, hay una ambivalencia de las emociones que hace que podamos valorar su positividad o su negatividad de un modo muy subjetivo.
Entre las emociones, las de un suicidio son de las más suculentas, y por eso se trata de un tipo de información que no permitimos que circule mucho. Ya el banquete de emociones es lo suficientemente continuo. Es el daño que hacemos a otros lo que los convierte en vampiros. Y es precisamente el daño que otros nos hacen lo que nos convierte en vampiros a nosotros, porque tarde o temprano atacamos con ese daño a los siguientes. El productor de emociones no sólo entretiene y estimula el intelecto, sus cualidades son las de la avidez, la succión, la nutrición. Quizás por eso ya solo hay un lugar en el que me importa, realmente, que el otro sea generoso: la culpa. La culpa es un néctar básico en nuestro intercambio de emociones. Quien se abstiene de culpar, ama. Ser generoso consiste en cuidar que el otro no se sienta culpable. Quizás por eso me da un poco de rabia la gente que se suicida —además de pena, tristeza y cierta piedad—. Lo que me atrae del otro es que no me haga sentir mal conmigo, porque así es como me confiere libertad. La libertad está íntimamente relacionada con la ausencia de culpa. La culpa es una cárcel moral. Quien me culpabiliza no me quiere. Pero siempre hay alguien que nos acecha: no espera que le vendamos nada —en un mundo mercantil— sino suculentas emociones que succionar. Y quien expone sus emociones quiere, indudablemente, que estas alimenten a quienes les acechan. La estrella de rock, el escritor estrella, la estrella de Hollywood, y ahora —en el siglo XXI— todos los mortales sin excepción, o casi, convertidos en vulgares estrellas. El narciso se muestra satisfecho de ofrecerse en el acto de ofrecer nada. Genera animadversión, su nada. El vampiro mayor le daría un zarpazo y lo arrojaría a una esquina, al narciso: por inútil, por estéril, por ofrecer pero ofrecer nada. Sometemos y nos someten mediante la succión de emociones. Hay placer en ello, aunque a menudo sea doloroso. Es el placer de clavar nuestros colmillos o que nos claven los colmillos a nosotros, esa sensualidad, como cuando una galaxia se entrelaza con otra y, poco a poco, la engulle y desaparece. Hay placer en ello. Tiene que haber placer en ello. Contarnos es relatar la transfusión, el contagio de esas emociones de unos a otros. Observar al personaje que las produce, lo haga por acción o inacción, y al personaje que las encaja y se modifica. Las reglas son las de los clásicos, y, siendo así, se trata de intentar captar cómo su código invisible transmuta (ahí es donde debo estar yo, pienso, el que escribe) y se convierte en variante novedosa.
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