Tratar de entender España y su perpetuo estado de lucha interna puede ser una tarea ardua y desalentadora. Pero para algunas personas, a las que tomo como referentes, desentrañar las claves de lo que nos define como país se convierte en algo apasionante, porque conservan la perspectiva de aquellos que han vivido y visto mucho, y han podido medir el paisaje a vuelo de águila. La distancia necesaria, sin que ello suponga un abandono del compromiso, para hacer de la familia hispana un retrato oportuno, sereno y, en cierto modo, alentador.
Leer La Hispanibundia de don Mauricio Wiesenthal ayuda a comprender muchas cosas, muchos defectos y no pocas virtudes hispanas. Este escritor barcelonés nos explica cómo se forja ese aire que él define como hispanibundio, una amalgama de pasión, confusión, orgullo, romanticismo, inseguridad, ira y alegría. Fue esa mixtura de sentimientos con la que reaccionaron los teólogos de la Contrarreforma frente a Lutero, con la que se luchó en Flandes o se navegó en busca de peligrosas aventuras de final incierto. La misma mezcla con la que también, para nuestra desgracia y falta de escarmiento, somos proclives a encomendarnos a los Mesías de turno.
Una de las constantes de la hispanibundia es que cuando un hombre providencial es localizado —más o menos igual que se identifica al Dalai Lama en el Tíbet— se le entrega el poder y le llueven las aclamaciones, aún cuando el partido que le sostiene no ofrezca confianza. La consecuencia natural de todo este proceso es la frustración y el desencanto.
En los peores momentos de nuestra historia aparecen caudillos que en vez de alzarse contra la ruina y la decadencia convocan al pueblo a la dejadez y al abandono, como si la pobreza pudiese resolverse en el propio hervor de la indignación y no en la justicia social y en el trabajo tenaz y responsable. Surge entonces la España goyesca y desgarrada que elige a Viriato frente a Roma y el casticismo frente el afrancesamiento.
Tal vez pueda parecer que este erudito de la Historia, que se nota que ama a España por los cuatro costados, nos explique con nostalgia la agonía de esta tierra. Wiesenthal desmenuza a su país natal cual experto disector con escalpelo en mano y nos analiza el terreno con la agudeza perceptiva de un veterano zahorí, manteniendo el espíritu de quien cree que es posible corregir trayectorias y descarriles.
Wiesenthal se pregunta qué queda de aquella nación que se solía llamar España, ahora sustituida por estado español. Qué fue del buen gusto que tomaban como referente en el resto de Europa, o de la austeridad y estoicismo a la ostentación onerosa que nos legaron nuestros antepasados y caracterizó durante siglos nuestro pasar por la Historia. Stendhal decía que le gustaba el tipo español porque no era copia de nadie y que sería el último tipo que exista en Europa, una apreciación, no obstante, que ya no parece posible en el contexto de la globalización. Pero, sobre todo, Wiesenthal se pregunta por qué este empeño suicida en dividirnos, cuando hemos construido tantas cosas juntos. Existe un peligro en la llamada a regresar al ancestro previo a la civilización, su estado primitivo de tribu y horda, antes de alcanzar el pacto social que permite ordenar la vida y armonizarla.
España fue una patria (o una matria) para muchos pueblos que compartían un sentimiento de naturaleza y orígenes antes de convertirse —bajo la influencia francesa— en un Estado o en un gallinero de nacionalidades en disputa. No pueden establecerse fronteras entre los pueblos de España sin cometer un disparate y no puede ignorarse la mezcla cultural de la hispanidad sin caer en un sinsentido. Solo judíos y moriscos tendrían hoy derecho a reivindicar una porción moral de los antiguos reinos de España. Solo ellos podrían rendir cuentas de lo que hicimos en un negocio común que ha durado varios siglos.
Recordar quiénes fuimos, abrir los libros y leer lo que nuestros antepasados dejaron escrito, pintado, esculpido, musicalizado o hallado puede ser una excelente manera de respetarnos más entre nosotros. Porque todo, bueno y malo, nos ha llevado exactamente al punto donde estamos ahora. Uno no existe si no tiene padres, abuelos, bisabuelos. Como si en el fondo de todas esas capas de estratos estuviera el secreto de lo que somos en este preciso momento.
Desconfío mucho de estos nuevos iberos, que se creen tan diferentes de sus abuelos, y ya no se preocupan ni siquiera de aprender su pasado. De la misma forma que desconfío de ciertos catalanes, gallegos, andaluces o vascos que quieren ahora escribirse una historia nueva olvidando que buena parte de lo que se llama Historia de España fue también escrita por ellos.
Wiesenthal huye de nacionalismos y populismos, y cree en el orden y el pacto social que representa el socialismo, en una regeneración que no reniegue del pasado. Le gusta hablar de lo que compartimos pues somos tan barajados como nos retrató Mérimée en Carmen, y ahí reside la fuerza del legado heredado. Esa vehemencia del corazón, vehementia cordis, con la que nos definió Plinio. Este gran humanista catalán tiene en su haber un inmenso friso de vivencias, aquellas propias de una mente abierta y libre que ha sabido ascender para otear finamente el horizonte. La perspectiva con la que se evitarían tantos conflictos y, precisamente, también la misma que permite analizarlos en un libro tan apasionante como éste.
Alguien escribirá un día la historia de todo cuanto la infortunada Europa de las utopías filosóficas y políticas de los siglos XIX y XX habría evitado si hubiese apreciado las obras de la cultura que hicimos juntos españoles e hispanoamericanos. Pese a quien pese, creamos y compartimos civilizaciones muy sabias sin las que no pueden entenderse las historias de Europa y América.
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