Este año se cumplen los veinticinco de mi primera publicación. En 1994 salía a la luz, en una penosa edición, Biografía del explorador, gracias al premio Ciudad de Irún, en cuyo jurado se encontraban José Hierro, Paca Aguirre, Antonio Colinas, Félix Grande… Yo tenía treinta y seis años, no se podía decir de mí ni siquiera entonces que fuese una joven promesa.
A la gran alegría de haber recibido un premio avalado por ese jurado excepcional, a mí, un absoluto desconocido, que vivía en el extranjero y no tenía el menor contacto con el mundo literario, se sumaba entonces el hecho de que, por primera vez, mi trabajo parecía gustar a alguien. Por fin se me abría la posibilidad de que fuesen publicados todos esos libros que guardaba en un cajón y que también lo fuesen los venideros. La verdad es que luego fui yo quien decidió no publicar ninguno de aquellos libros durmientes —sólo rescaté algún cuento— y la otra verdad es que a la alegría de la publicación le siguió muy pronto el desencanto: no sólo porque la edición era horrorosa —en aquel momento eso no me importaba mucho—, sino sobre todo porque me di cuenta de que era una falsa edición; el libro no se encontraría en librerías, sino que sería un objeto de regalo por parte del banco organizador del premio, y la mayoría de los ejemplares acabarían descomponiéndose en algún almacén. Ya he contado en este mismo blog que no salió ni una sola reseña del libro y para mí comenzó una nueva travesía del desierto. No, el mundo literario no me había abierto las puertas, o, si lo hizo, fue para dejarme entrever a quienes alegremente bailaban en el salón para cerrarme otra vez las puertas en las narices.
Veinticinco años. Desde entonces he publicado más de veinte libros y leído más de dos mil. He aprendido. He olvidado. La escritura no es lo más importante de mi vida (lo más importante es E.), pero sí es la única ocupación de la que no sabría prescindir. Años atrás Rosa Montero preguntó a muchos escritores si, en el caso de tener que elegir, preferirían poder leer o poder escribir. Hace poco me reveló que sólo dos habíamos preferido lo segundo. Esa elección puede parecer arrogante o narcisista, pero no podría responder otra cosa. No es que la escritura me sirva para entender el mundo (para eso me resulta más útil la lectura), pero sí para darle una forma que permita, aunque mínimamente, reducir la tensión de estar vivo, con todas sus contradicciones y todas sus amenazas. La locura que cada uno de nosotros encerramos en mayor o menor medida sólo se apacigua en mí escribiendo (y cuando E. me acaricia); no es que use la escritura para escaparme de un mundo que me desagrada, como he leído que sucede a otros escritores, sino que es una herramienta para tener las fuerzas de enfrentarme a él.
Y también, mea culpa, soy uno de esos escritores que piensan que la literatura sirve para algo, es decir, que ayuda a cambiar la realidad. No, escribir o leer no nos hace necesariamente mejores, mi visión no es tan simplista. Pero la transformación del espacio ético en el que nos movemos se realiza también desde la imaginación, desde la imaginación colectiva. Y escribir es para mí la forma en la que soy más capaz de contribuir a la transformación de ese llamado imaginario colectivo, paso necesario para transformar también las relaciones sociales y de poder. Una contribución minúscula, ya lo sé, pero todo lo que hacemos son contribuciones minúsculas.
Veinticinco años. En el mundo y en el mercado literarios. He conocido mezquindades, cobardías, mentiras y rencores irreconciliables. He conocido la generosidad y la valentía, la franqueza y la ayuda desinteresada. No me parece que seamos peores ni mejores que otros colectivos. Durante muchos años no tuve amigos entre los escritores —tampoco después de empezar a publicar— y hoy la mayoría de mis amigos lo son.
El año pasado se me ocurrió la idea de organizar una gran fiesta para celebrar mis veinticinco años de publicaciones, a la que invitaría a muchos de los que me han acompañado en algún momento de este recorrido (lectores, editores, libreros, escritores, agentes…), pero enseguida me di cuenta de que podía parecer una autocelebración megalómana, y en esta profesión hay pocas cosas más embarazosas que el gran desequilibrio que a veces existe entre cómo se presenta un escritor y cómo lo perciben los demás. Casi todos consideramos nuestra obra mucho más importante de lo que piensan los demás, pero tenemos el tino de no proclamarlo.
Yo no quería celebrarme a mí mismo, ni resaltar la importancia de mi trabajo en el panorama literario. En realidad, lo que quería era festejar que he podido dedicar parte de mi vida a una actividad que me ha dado mucho, y que, a pesar de frustraciones y enfados, me ha hecho feliz. Me parece un privilegio ser escritor, y pretendía compartir la alegría de haberlo sido durante veinticinco años (es cierto que lo había sido ya antes, pero en la clandestinidad). Abandoné la idea. No quería que mi alegría quedara empañada por la sospecha. Aunque procuro no dejarme influir por el qué dirán aquellos que de todas maneras buscan algo dañino que decir, no me iba a sentir cómodo dando una impresión que no pretendía dar.
Mi celebración, entonces, salvo en estas líneas, es privada. Veinticinco años. Joder, veinticinco años haciendo lo que me gusta, con una libertad que no había imaginado que fuese posible.
Con muchísima suerte, y si el deseo se mantiene, me quedan aún por delante más de veinte libros por escribir y más de dos mil por leer. ¿Seré capaz de seguir evolucionando y creciendo, o me anquilosaré, se irá calcificando mi capacidad de imaginar y expresar? ¿Y seguiré leyendo lo que producen autores cuarenta años menores que yo, reconoceré y apreciaré su aportación, o me encerraré en los clásicos y en la literatura de mis mayores, ese signo inequívoco de impotencia y de falta de curiosidad tan frecuente en la vejez?
Pero no quiero anticiparme. Me quedo un momento aquí, en este 2019 que para mí tiene un significado simbólico. Y, por casualidad, no porque lo hubiese planeado así, este año se reeditará mi Biografía del explorador. En eso noto que las cosas han cambiado para mí: la edición de Navona será sin duda muchísimo mejor que aquella con la que me asomé oficialmente al mundo literario. Brindo por eso.
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