A Venecia ha ido todo el mundo. Hasta los Hombres G han ido a nada menos que comprarse un jersey de rayas. Aún hoy, los turistas que buscan aquel jersey se cruzan con los que siguen el rastro de Dirk Bogarde asediado por el adagietto de la Quinta sinfonía de Mahler, que es una cosa que ponía mucho a don Alfonso Guerra.
Puro postureo.
Lo de las góndolas da mucho juego en Venecia. Charles Aznavour cantó “una góndola va cobijando un amor” y vendió cantidades industriales de discos. Y en la película Todos dicen I love you, el personaje de la actriz Natasha Lyonne se enamoraba de un piloto de góndolas, un gondolero. Woody Allen, que hacía el padre de ella, había llegado a Venecia en pos del personaje de Julia Roberts, entonces Novia de América y hoy rostro de una institución que vende cosmética y promete esperanza a la humanidad entera. La cosa no iba a ninguna parte porque al lado de Julia Roberts sólo caben tiarrones como Richard Gere, Tim Robbins o George Clooney, nunca un cuerpo-escombro como Allen que, encima, es más feo que una pesadilla: la Roberts a su lado parecía Diana a punto de convertir a Acteón en chimpancé. Una bella Diana que había caído en Venecia porque quería ver la obra del Tintoretto, un cartelista de cine anterior a la invención del cine.
Tintoretto, con permiso de Marco Polo, encabeza la nómina de venecianos ilustres. De niño era muy trasto y sus padres, unos conocidos tintoreros de la ciudad, lo llevaron a la celebrada Escuela Veneciana que regentaba Tiziano Vecelio. El chiquillo daba mucha lata en casa enredando con los tintes y el viejo Vecelio, que tenía una paciencia franciscana, le enseñó a pintar; con los años triunfó como “El Tintorerito”, “Il Tintoretto” en italiano.
Yo no he ido a Venecia en la vida, aunque tampoco a Disneylandia. Ni siquiera al Parque Warner. Una vez fui a Port Aventura, pero no llegué a entrar porque me enrollé con unas señoritas en la cola. Total, que abandonamos el puesto para irnos a la playa, donde echamos el día, comimos bocatas de mortadela y nos hicimos cucamonadas.
Últimamente viene destacando como veneciano célebre el comisario Brunetti, cuyas aventuras concibe desde el pasado siglo la norteamericana Donna Leon, residente también en la Serenissima Repubblica. A mí me parece que vivir en Venecia como Donna Leon no puede ser bueno para el reuma ni para el equilibrio mental: un lugar demasiado ajetreado en el centro de todo y que se inunda periódicamente.
Yo, en realidad, nunca iría a Venecia, aunque tampoco a ningún otro lado: tengo viajado demasiado y, a estas alturas, con tanto Tok-Tik, tanto palo-selfi y tanta mandanga, me da pereza. Una vez, hace muchos años, dormí bajo el arco romano de Medinaceli, en el corazón de la España profunda, y otra, bajo los puentes de París, en el corazón de la Europa chic; estas excentricidades tenían sentido entonces, pero en un mundo en el que no queda nada que no pueda uno encontrar entre Las Rozas y Las Matas, lo mejor es permanecer en casa en zapatillas y con bata: a comienzos del siglo XXI, viajar está sobrevalorado.
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