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Ventriloquía

«Hacen cosas terribles, no entiendo por qué hacen esas cosas, son muy desagradables», se queja la mujer que ha venido al club de lectura. Es dura, no transige ni un poco. Se ha leído mi libro porque lo tenía su hija por casa. Y ha querido venir al club de lectura a quejarse. Así me lo confiesa, y yo me la tomo muy en serio, aunque en el fondo me da un poquito de risa este venirme a rellenar la hoja de reclamaciones por los actos de unos personajes que no existen. Club de lectura como mostrador en el que el indignado puede dar golpes con el puño. ¿Qué puedo hacer yo? ¿Disculparme? ¿Hacer un regalo de cortesía, un cuento floreado, dulce, en el que al final ganan los buenos?

"Le digo que lo siento, que lo siento de veras. Pero la mujer ya lo tiene todo superado, no está para hostias, es guerrera"

«No soy yo», le respondo. «Son los personajes del libro los que hacen esas cosas». Me mira poco convencida, apretando la boca, un poco pícara, como un niño diciendo «anda, no me cuentes cuentos, yo sé que los Reyes son los padres». Tuerce el gesto hacia la bronca amable. «¿Pero por qué eres así, mujer?», insiste con cariño, como si su buena disposición pudiese arreglarme. Me hace recordar a otra mujer, hace muchos años, poco después de la salida de mi primer libro. Se me acercó después de una presentación, me agarró la mano y me dijo: «No escribes mal. Pero tienes una inmensa falta de amor».

Y ahora, años después, esta otra mujer sigue insistiendo: «No me gusta cómo piensas». Me pongo un poco seria. La miro fijamente. «Mira, mis personajes no piensan lo que yo pienso ni hacen lo que yo haría. Es como jugar a las muñecas, ¿te acuerdas? Una era una diosa que mandaba sobre sus vidas y decía: Tú harás esto, tú harás esto, tú te joderás la vida así». La señora niega con la cabeza. «Yo es que nunca jugué con muñecas. Había que hacer otras cosas. Soy la hermana mayor. Mi madre murió cuando éramos pequeños». Le digo que lo siento, que lo siento de veras. Pero la mujer ya lo tiene todo superado, no está para hostias, es guerrera. Y está enfadada. Quiere que me disculpe, que me reforme, que sea buena persona para que, según su lógica, mis personajes también lo sean.

Inmediatamente brota en mi mente la imagen nítida, pasada por el tubo catódico y la nostalgia leve: Doña Rogelia, marioneta de tres palmos de altura, insultando a Maricarmen, su artífice, su voz (que no su alma). Doña Rogelia sentada en el regazo de lentejuelas rojas de Maricarmen gritándole: «Oye, ya vale, cojona». La indignación risueña de Maricarmen ante las afrentas de la vieja descarada, puro trapo negro, papel maché y mal genio curvándose en una nariz ganchuda.

"Hace un par de años, al morir Maricarmen la ventrílocua, apunté una escena vista en el bar de mi calle"

Hace un par de años, al morir Maricarmen la ventrílocua, apunté una escena vista en el bar de mi calle: en una mesita, un viejo frente a una vieja más vieja que él. Quizás esposos, quizás hermanos o amigos. Ella comía sopas de pan humeantes, costra y miga en leche. Las manos temblando. Se la percibía terca, animal de costumbres. Él la miró y le dijo: «¿Tú te acuerdas de Maricarmen?». Ella respondió que no con una rotundidad malhumorada. «Ni idea». El hombre resopló un poco. La impaciencia de tirar del hilo. «Que sí, mujer, Maricarmen, que tenía unos muñecos. Los ponía a hablar. Era como si los muñecos hablaran, pero la que hablaba era ella». La señora negó con una terquedad casi orgullosa. «Te digo que no». Cuánta dignidad hay a veces en el olvido. Con lo difícil que es a veces olvidar. El señor insistió. «Que sí, que tenía una muñeca que se llamaba Doña Rogelia. Era una monigota así, vestida de negro, con la nariz grande». Brotó un punto de luz al fondo de las cataratas de la vieja. Tragó pan blando. Hablaba desde la caverna del recuerdo. Le salía la voz finita y lejana: «De Doña Rogelia sí que me acuerdo». El señor se exaltó: «¡Pues entonces te tienes que acordar de Maricarmen!». Pero la vieja estaba cerrada en banda, el ceño apretado: «No, esa no sé quién es».

"Dar vida a un muñeco para que te insulte, para que sea malvado. Eso es, eso es"

Qué delicia, esa señora olvidando la mano humana que mece el muñeco, que le hace cobrar vida, que pone en su boca afrentas de las que su propia artífice debe defenderse. Dar vida a un muñeco para que te insulte, para que sea malvado. Eso es, eso es. 

Es como si quien escribe fuese ventrílocuo. «¿Te acuerdas de Maricarmen y sus muñecos? Pues los personajes que invento y escribo son un poco como esos muñecos. Yo les doy voz y vida, pero no son yo».

Aparece al fondo de las pupilas de la mujer un punto de luz. Parece más calmada. Me da unas palmaditas maternales en la mano.

Termina el club de lectura. Se beben vinos y se comen pipas que ha traído alguien. Me despido. Vuelvo a casa construyendo una escena imaginada, aunque apoyada en hechos reales: hace años, el ventrílocuo José Luis Moreno fue asaltado en su propia casa. Estuvo maniatado en el suelo durante horas. Imagino a los ladrones reventando cajones, vaciando armarios con la violencia que da la prisa. Y a José Luis Moreno amordazado tirado en el piso. Los ojos llenos de miedo, de súplica. Alrededor de él, observándolo desde sus estantes, el cuervo Rockefeller, Macario. La sonrisa petrificada, los ojos entornados. El cuerpo de trapillo abandonado que no puede ayudar al que les ha dado voz.

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Jaime González
Jaime González
8 ddís hace

Muy buen artículo Siempre las ficciones tienen esto cuando arraigan en la conciencia colectiva, destruyen y traspasan los límites de la realidad material. Me acuerdo del pobre Larry Hagman sufriendo en su persona ataques dirigidos al malvado personaje J. R. La ficción también revuelve nuestro lado oscuro