Madurar es empezar a odiar el verano. Certificar que las tardes largas se hacen demasiado largas. Que el máximo anhelo para la noche, para cualquier noche, es dormirla de un tirón. Que ya no queda ni la esperanza de uno de esos amores febriles y efímeros a los que el imaginario popular, valiente embustero, asocia con el verano.
El verano es para los ricos, decían nuestras abuelas. Pero no hay dinero que pueda entoldar tanto sol. ¿Acaso no anda nostálgico y desquiciado todo el verano el gran Gatsby? Esas fiestas en la mansión de Long Island, con su batería de cócteles y su desenfreno tan estival, no hacen sino subrayar la melancolía de un hombre derrotado por el desamor. Porque el verano es la época en que, a fuerza de calor y desocupación, el tiempo se detiene, dejándonos todo el día —¡y qué largo es el día!— a merced de nuestros infortunios. Lo expresa poéticamente Jordan, uno de los personajes de la novela de Scott Fitzgerald, una mujer de inteligencia fina: «La vida vuelve a empezar con el frescor del otoño».
En Fuego en el cuerpo, el thriller ochentero que se desarrolla en plena ola de calor en Florida, los ventiladores a máxima velocidad y empapados los sobacos de las camisas, todo el mundo anda exhausto, atosigado, aburrido. Cuando una chica, compañía pasajera, le recrimina al protagonista que no le hace caso, él responde: «¿No comprendes que mi pasado se quema ahí fuera?».
«No queda nada ahí afuera / No queda nada aquí dentro / Todo ha ardido / Solo hay ceniza». No lo escribió Idea Vilariño, pero bien podría haberlo escrito. Y yo cerraría esta columna con sus versos y me creería Leila Guerriero.
Yo voy más allá sr. Lara. Realmente, nunca existió la playa de nuestros recuerdos. Es ese lugar horrible donde ocurren todas las cosas desagradables. El olor intensísimo y degradante a bronceador (el infierno huele así), las carnes mayormente fofas y sudorosas, colgantes y flácidas en exibiciones antiestéticas las infames sombrillitas, los asquerosos y antihigiénicos chiringuitos con sus tortillas de patata ladrillonas y sus repugnantes paellas…
Y el tabaco y los fumadores. No se sabe si hay más colillas remostadas o granos de arena. La gente pone sus toallas sobre alfombras de colillas. Entre sudores, crema solar, pedos, olor a tabaco y sardina requemada, navega la próxima depresión otoñal. Y no hablemos de la música, otra tortura maquiavélica.
Nos sorprenden siempre a todos las imágenes del metro de Tokio y resulta que las playas españolas son peores, tanto la arena como el mar. El mar. Repleto de artilugios mecánicos, flotadores de las más diversas formas, plataformas y… meados, miles y miles de micciones impertérritas y a traición llenándolo todo. Y defecaciones. Hay especialistas que, adentrándose un poco más en el agua, se bajan su bañador y expelen el resultado de la paella del día anterior. Escatológico.
Si Dante hubiera vivido en esta época hubiera puesto la playa como uno de sus círculos del infierno.
Sr. Lara, la playa que usted describe como idílica en sus recuerdos no existe desde los tiempos de Sorolla. Dejó de ser paradisíaca en el momento en que la hollaron los primeros miles de vacacionantes. Hoy, si se quiere observar una playa de verdad hay que ir al museo Sorolla.
La masificación. Maldición bíblica. Porque otro día podríamos hablar del turismo incultural y del malestar en los museos…
Señor Lara, pruebe a sacarse la Licencia de Navegación (antiguo Titulín), cómprese una lanchita, lleve consigo una novela de Stevenson o un libro de relatos de Jack London, salga a navegar por alguna de las rías del norte, y verá como le vuelve a coger el gusto al verano.