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Verano Azul somos todos

Si has pasado de los 40, hablar de Verano Azul significa rememorar tu infancia con cara de gilipollas. Comerte una docena de “magdalenas proustianas” de un bocado. Porque tú, sí tú, viviste en directo, sin spoilers de ningún tipo, la serie que más ha influido a una generación de españolitos. Ni Perdidos, ni Los Soprano, ni siquiera Juego de Tronos. Ninguna ficción ha dejado un poso similar. HBO todavía no ha parido al showrunner que le llegue a la suela de los zapatos al gran Antonio Mercero.

Al recordar sus capítulos, un flashback nostálgico en forma de hostia te trae a la cabeza al macarra de Pancho, al desdentado de Tito, a la buenorra de Bea y te recuerda, otra vez más, que Chanquete murió y que a ti eso te jodió más que si toda tu familia hubiese caído fulminada por un rayo aquel maldito domingo. Me río yo de los sufrimientos que nos hemos traído con el destino de mi querido Jon Snow.

Mercedes Cebrián acaba de publicar un ensayo imprescindible para comprender el fenómeno Verano Azul. Una serie, que como la mayoría de nuestra infancia (Los cinco, Pippi Calzaslargas), nos hablaba de grupos amigos, de niños al margen de las normas de las mayores, de los convencionalismos de los padres. Donde había una palabra sagrada: la pandilla.

Para formar una pandilla como la de Verano azul el patio de recreo no era suficiente. Ya llevases uniforme escolar o no, ya fueses a un colegio de curas, de monjas o a uno público con el nombre de alguna gloria de la ciencia o del arte patrios (Juan de la Cierva, Pintor Rosales…), el timbre de la vuelta a clase siempre interrumpía. Y la pandilla necesitaba expansión, amplitud y, sobre todo, ausencia de timbres. Lo más cercano a esto se daba en el verano. Un sinónimo de liberación se producía en la casa enjalbegada del pueblo de los abuelos, en el chalet de la sierra —al menos para algunos madrileños, que podían presumir de que allí no se quitaban la colcha para dormir— o, para muchos otros, en la costa soleada.

En cualquiera de estas variantes encontramos un denominador común: los niños y las niñas podían salir solos, se les permitía explorar su entorno con ropa cómoda y chanclas.

En el barrio, nos encantaba jugar a Verano Azul cada domingo después de haber disfrutado con el nuevo capítulo. Asignar los papeles de cada uno era sencillo. Yo, aunque porfiaba por ser Javi —mi preferido—, acababa siendo «piraña». Mi edad y mi oronda figura —seguro que ya andaba por los 40 kilitos a mis tiernos 10 años— me adjudicaban sin discusión ese papel. Nacho, mi mejor amigo, era Tito. No es que fuese gracioso como el personaje televisivo, pero también era del 72 como yo, le faltaban las dos paletas y siempre andábamos juntos con nuestras bicis. Alicia, la mejor amiga de la hermana de Nacho, Carolina, a quien le tocaba muy a su pesar el rol de Desi, hacia de Bea. Las dos —a punto de la adolescencia— tenían tetas. No había nada más que hablar. El vecino del quinto, del que siempre estaban hablando y cuchicheando las chicas era nuestro Javi. De Quique pasábamos, era un triste, y de Pancho ya no te digo. El nuestro era un barrio bien y no nos gustaban los quinquis.

Bea: Estos se han enterado de que planeamos una excursión y quieren pegarse. Pero yo les he dicho que no quiero que vengan con nosotros. Ya estoy harta de llevar siempre colgada a esta miniatura que luego siempre cuenta todo lo que pasa.

Tito: Pues si no me lleváis me chivaré de todo lo que habéis

dicho.

(…)

Javi: Lo siento, Tito, tu hermana forma parte de la expedición

y no quiere que vengas.

(…)

Bea: Es un monstruo, ¿no os dais cuenta? Se sabe toda mi vida.

Pancho: A mí no me importa que venga con nosotros, yo me encargo de él si es necesario.

(…)

Javi: Vamos a ver, ¿por qué no decidimos esto democráticamente? A votos, quiero decir. Y lo que salga, pues se acepta por todos y en paz.

(Episodio «La cueva del gato verde»)

Verano Azul somos todos, como dice Mercedes Cebrián. Los que estamos, los que se fueron. Los que nos vimos reflejados en esa pandilla veraniega donde la amistad era lo único sagrado, que ya es mucho

Sinopsis de Verano azul. Unas vacaciones en el corazón de la Transición

Para la generación de los nacidos en los setenta, la serie Verano azul –emitida por primera vez en 1981, y repuesta en numerosas ocasiones desde entonces por Televisión Española– es un referente cultural de primer orden. Su irrepetible galería de personajes –el pescador Chanquete, la pintora Julia y la pandilla de niños y preadolescentes formada por Pancho, Javi, Bea, Desi, Quique, Tito y el Piraña– ha dejado huella en el imaginario colectivo y todavía hoy se recuerdan algunos de los momentos más destacados de la serie y el vocabulario que ésta popularizó. Pero Verano azul va más allá del entretenimiento y de un puñado de escenas memorables. Si ha calado hondo en la sociedad española ha sido porque sus episodios ocultaban mucho más de lo que podría parecer. Verano azul no sólo fue el recuento de las aventuras de un grupo de jóvenes durante unas vacaciones en Nerja (Málaga), sino el reflejo de una España que, en ese momento, justo después del 23-F y antes de la victoria socialista en las elecciones de 1982, todavía se debatía entre el pasado –la oscuridad– y el futuro –la modernidad–.

En cierto modo, la serie Verano azul simboliza la Transición: el conflicto latente dentro de aquella fractura generacional de los 80, en la que un país puritano, autoritario y poco receptivo a nuevas ideas coexistía con otro ávido de cambio, libertad y empatía. En todas estas cuestiones ahonda Verano azul. Unas vacaciones en el corazón de la Transición: a partir de la mitomanía, la memorabilia y las citas de diálogos míticos –y de una ruta turística por Nerja acompañada por Miguel Joven, el actor que encarnó a Tito–, Mercedes Cebrián reflexiona acerca del impacto que ha tenido la serie creada por Antonio Mercero no sólo como producto de entretenimiento y narración juvenil, sino también como altavoz de la necesidad de aire fresco y del espinoso proceso de transformación de un país entero. Una idea que se resume en unas pocas palabras: Verano azul somos todos, y hoy somos lo que somos, en parte, gracias a aquellos diecinueve episodios que han traspasado generaciones y siguen muy vivos en el recuerdo.

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TítuloVerano azul. Unas vacaciones en el corazón de la Transición. Autor: Mercedes Cebrián. Editorial: Alpha Decay.

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