Pocos se acuerdan hoy de Giovanni Diodati, un teólogo protestante que fue el primero en traducir la Biblia al italiano. Seguramente se acordarían muchos menos si uno de sus descendientes no hubiese levantado una soberbia mansión en la comuna suiza de Coligny, a orillas del lago Léman, y desde luego su apellido engrosaría ya los panteones del olvido de no ser por lo que sucedió en los aposentos de aquella casa durante el estío de 1816. Fue una época rara. La erupción del volcán Tambora provocó en el hemisferio norte unas temperaturas invernales que expandieron sus efectos por todo el calendario, por lo que 1816 pasó a la Historia como el año en el que no hubo verano. En medio de aquella glaciación sobrevenida, Lord Byron no puso sus ojos en Villa Diodati por azar. En ese edificio habían pernoctado Rousseau, Milton o Voltaire, y había quien la consideraba un lugar sagrado en el plano más estrictamente cultural. Estaba a punto de claudicar la primavera y el poeta inglés llegó a Suiza acompañado por el joven John William Polidori, que era su médico y su secretario personal. El 25 de mayo ambos se encontraron en Ginebra con Claire Clairmont, amante de Byron, que había llegado hasta allí junto a otro escritor y filósofo, Percy Bysshe Shelley. Éste, a su vez, acudió al encuentro con una mujer llamada Mary Wollstonecraft Godwin, con la que llevaba varios años manteniendo serios escarceos amorosos y que en aquel viaje empezó a llamarse a sí misma «señora Shelley».
Tuvieron que aburrirse mucho a lo largo de aquel verano. Al año siguiente, Mary recordaría que «la estación fue fría y lluviosa y nosotros nos reuníamos noche tras noche en torno al hogar donde ardía un gran fuego de leños». Pasaban el tiempo hablando y leyendo. Una noche —se dice que pudo ser la del 16 o el 17 de junio, sí se sabe que fue en el transcurso de una gran tormenta que se prolongó durante varios días— se enfrascaron en un libro titulado Phantasmagoriana que Polidori había llevado con él y que contenía leyendas alemanas sobre espectros. Era aquella una atmósfera tan propicia para las fabulaciones esotéricas —el fuego crepitando en la chimenea, las conversaciones en salas en penumbra hasta altas horas de la madrugada, la lluvia y el viento azotando el paisaje tras los ventanales, la apariencia espectral del lago por el que salían a navegar a veces— que una noche Lord Byron propuso que cada uno escribiera su propio cuento sobrenatural. No todos pudieron resolver el desafío. Byron sólo esbozó un relato que dejó inconcluso y al que puso por título El entierro, aunque en el camino aprovechó para ampliar el tercer canto de Las peregrinaciones de Childe Harold. No hay constancia de que Percy Shelley llegara a culminar ninguna historia. Polidori, sin embargo, alumbró su relato El vampiro, una narración pionera por cuanto introducía esa figura en la literatura y terminó sirviendo de modelo a otras obras que con el paso del tiempo llegaron a adquirir mucha más fama, como el Drácula de Bram Stoker. Tampoco completó su narración Mary Godwin, a la que en lo sucesivo es justo referirse como Mary Shelley, aunque sí llegó a esbozar el argumento de una narración que iría tomando forma en los meses posteriores y cuya primera versión vería la luz a principios de 1818.
«Vi, con los ojos cerrados pero con una nítida imagen mental, al pálido estudiante de artes impías, de rodillas junto al objeto que había armado. Vi al horrible fantasma de un hombre extendido y que luego, tras la obra de algún motor poderoso, éste cobraba vida, y se ponía en pie con un movimiento tenso y poco natural. Debía ser terrible, dado que sería inmensamente espantoso el efecto de cualquier esfuerzo humano para simular el extraordinario mecanismo del Creador del mundo». Son las palabras que Shelley escribió en 1831 para el pórtico a la reescritura definitiva de aquel libro engendrado en Villa Diodati.
Frankenstein o el moderno Prometeo no era únicamente una historia de terror. Se adentraba deliberadamente en los dominios de la ciencia ficción y aprovechaba el maridaje entre ambos géneros para plantear una serie de cuestiones que acuciaban en una época en la que se fusionaban los ecos de la Ilustración con las efusiones del Romanticismo, con las locomotoras marcando el paso de la flamante Revolución Industrial. El subtítulo de la novela es, en ese aspecto, revelador.
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