La forma más frecuente de relato es la que cuenta qué le pasa al narrador. A todo el mundo le encanta hablar de sí mismo. Y a todo el mundo oír intimidades de los demás. “¿Qué le pasa?”, inquiere el médico. Y su paciente: “¡Que me duele el alma!”. O la esposa al marido: “¿Qué pasó anoche, pailán, mal hombre?”. Él fantasea: “Que pensando en ti se me hicieron las mil”. Incluso sin ser médico ni esposa es fácil oír relaciones fantásticas de lo acaecido al narrador. Sólo hay que poner la oreja en el autobús por la mañana. “Entonces fui (yo), me planté y la dije nanay, monada. ¡Bueno soy yo!”. Los relatos épicos con las hazañas del narrador abundan. Y es lógico: como no se haga valer él, no serán los demás los que lo hagan.
Según algunos autores (alemanes, por supuesto, como Claraval, Pamen et altri), la eficaz forma de expiación que es la confesión católica estaría en el origen de la ausencia de literatura memorialista en España (modelo y espejo de país católico, con permiso de Irlanda, Italia o Polonia). Y eso que El libro de Buen Amor, por ejemplo, o La vida de Lázaro de Tormes, sus fortunas y adversidades, clásicos entre los clásicos, no dejan de ser (divertidos, eso sí) memoriales. O sea, que la literatura española también es memorialista, como nos revelan cien ejemplos más. “Yo, señor, no soy malo”, asegura Pascual Duarte en sus memorias apócrifas, redactadas supuestamente en la celda mientras aguarda su ejecución, aunque en realidad se deban a la pluma de Camilo José Cela, que levanta en su novela una auténtica confesión católica pese a que el “señor” al que se dirige Pascual se escriba con minúscula.
Servidor es muy fan del capitán De Andía, cuyas confesiones o memorias, llamadas Las inquietudes de Shanti Andía, habría redactado Baroja, aunque las redactara el propio De Andía. También la Crónica del alba, quizá la obra cumbre de Ramón J. Sender, es un inmenso memorial en forma de varias novelas en las que un Pepe Garcés, muerto en el exilio francés después de la Guerra Civil, idealiza su infancia y su juventud; sus documentos personales, providencialmente salvados por el autor, habrían permitido a éste preservar la memoria del tal Garcés. Ya es casualidad, en todo caso, que el segundo nombre de pila de Sender, exiliado él mismo, sea precisamente José (representado en su apelativo literario por la jota y el punto), y Garcés el primer apellido de su madre…
Pero se me ocurren más casos de grandes memoriales en español. Es muy representativo el de Delibes convertido en Carmen, viuda que confiesa-reprocha a su marido muerto lo que nunca osó decirle en vida… y que sirve al escritor para soltarle al mundo en el que se crio (y en el que vive) cuanto es perfectamente imposible decirle cara a cara. O el del leonés Julio Llamazares, que hace unos años se travistió en un fantasma que, negándose a morir, exponía en La lluvia amarilla sus poderosos y conmovedores motivos (no otros que los del propio Llamazares para poner la muerte de la sociedad rural, limpia y entrañable, en el “debe” de la sociedad urbana, burguesa y corrompida hasta el tuétano). Un relato concebido según el españolísimo patrón del menosprecio de corte, que estableciera el buen obispo Guevara, de la diócesis de Mondoñedo, en los siglos áureos y que en el XX encontraría expresión popular en la película La ciudad no es para mí.
Casualmente, el primero en escribir “desde sí mismo” (más que “sobre sí mismo”) fue otro Julio que entre batalla y batalla se dedicó a matar el aburrimiento contando lo que le pasaba como si en realidad le pasara a otro. Es tentador considerar al gran Julio César (el Big Julius anglosajón) inventor de la subjetividad literaria, esa materia esponjosa en la que los británicos somos maestros, y perdonen la inmodestia: desde Robinson y Gulliver, que nunca hicieron nada distinto de hablar de lo que les había pasado, hasta Watson, que lo que hizo fue hablar sólo de lo que le había pasado con Sherlock, los británicos no hemos parado de relatar en primera persona. Como Robert Louis Stevenson jugando a ser Jim Hawkins o como Sir Winston, ese premio Nobel de literatura que mencionábamos en nuestra última circunvolución. Mirándose en Julio Cesar, Sir Winston creó el personaje que siempre había querido ser y no paró hasta imponérselo a la galdosiana señora Clío que, muy estricta al principio, se hacía la estrecha, pero que al final se comió el paquete con embalaje y todo: Churchill era muy pesado y podía con la mismísima Historia.
La subjetividad literaria, o literatura del yo, se caracteriza porque el autor es a la vez personaje, y aún personaje principal y motor de un relato cuyos vericuetos expone como nadie (y manipula como nadie) porque los conoce mejor que nadie… si no se los inventa directamente, que es lo que yo sospecho: el yo-autor, en realidad, no cuenta lo que le pasa ni lo que pasa delante de él, como pretende hacer creer, sino lo que pasa en ese patatal que es su cabeza.
Digan lo que digan Balzac, Flaubert y demás canaille, la “realidad” la crea el narrador. Así que desengáñense: el único francés que en el XIX contó lo que pasaba fue Verne.
Todo lo demás, fantasía.
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