Hay en él algo de muchos mundos. Su pelo engominado —que recuerda, a ratos, a una caricatura amable de Drácula—; ese uniforme de profesor noventero de instituto; la corbata, casi siempre roja y anudada con el desdén cuidado de un dandy; los puños de su camisa recogidos en unos gemelos que son el escudo del Capitán América, la dicción del que improvisa de memoria…
El pasado y el futuro. La ironía y la gravedad del que ha vivido. El verso clásico y la línea clara. Luis Alberto de Cuenca es la criatura de Frankenstein el día que, vamos a imaginarlo, el moderno Prometeo se coló en la biblioteca de su creador y dio con las baldas que recogían los hexámetros de la Ilíada.
El perfil de este poeta madrileño, dueño de algunos de los poemas que más les repiten los chicos a sus novias (cuántos no habremos querido ser el desayuno de ellas), es insondable: construyen su cara un montón de máscaras que se acumulan una sobre otra, y una más encima, así hasta el infinito. Máscaras que las manos delicadas del escritor elaboran para silenciar la presencia de otras más antiguas que ya están sobre el rostro, “las máscaras originarias del dolor, del paso del tiempo, etcétera”.
Como un tren que corre y corre y jamás descarrila
Con una fuerza novísima irrumpe Luis Alberto de Cuenca en el mapa de la poesía española en 1971. Titula su primer libro Los retratos, y es la primera de sus transgresiones. El escritor se agarra al timón del navío que trata de romper con la estética y la vocación de la ‘poesía interior’ de los creadores del 50 y, como explica Luis Miguel Suárez en el prólogo de la edición publicada en Reino de Cordelia en 2015, “el nuevo credo estético quedaba definido por un haz de ismos diversos —esteticismo, culturalismo, surrealismo, elitismo, decadentismo…— que derivaban en su ismo más definitorio: el hermetismo”.
En ese magma surgen estos primeros poemas, poseídos por una torrencial tormenta de imágenes surrealistas, el caos de las referencias, la pura vida intelectual, la sed de saber, de ser, de estar en el momento justo en el que se construye la Historia. De ese tiempo es este Himno de muerte y distancia:
hoy
mientras el néctar de las rosas sucumbía ante el beso de las fuentes
he vislumbrado un colibrí traslúcido
como un espejo neoclásicomientras el néctar de las rosas envenenaba a las abejas
he discurrido por su piel marchita
y un colibrí de sueño he dispuesto en sus ojos
como un espejo opacote he buscado entre juncos
—ala y dos frutos tibios cabalgando tu cuerpo—
ambos hemos hincado nuestros mutuos olvidos
en su rostro de coralina y nácar
y se ha encrespado el mar de sus cabellos
rígidos como espadas
ambos hemos buscado su garganta desnuda
su corazón helado
en el crepúsculo
mientras el néctar de las rosas iba corrompiendo los pétalos del aire
charol envejecido las pupilas de Dios
luna vals sirte antigua del último extravío
el sombrío faraute de lo yerto
nos traía un mensaje de corolas sangrantes
conocía el silencio de las palomas muertasvimos sus manos amplias estrechando Oceánides
arrecifes e islotes su boca era de cera
sí su bajel vacío era azul en la sombra
ademanes inertes
surcos en las mejillas
íbase dulcemente hacia su muerte eurítmica
en el día de hoy
mientras el néctar de las rosas últimas empapaba los senos de la noche
y una alfombra de lágrimas varaba nuestros ojos
en las playas remotas de la muerte
¿Dónde está el poeta de línea clara en estos primeros y altos versos de la casi última adolescencia? Apenas es posible intuir al voraz monstruo con dedos de cuchilla en que se convertirá —el tiempo hará lo suyo— con el paso de los años: ese poeta de verso rotundo, capaz de danzar en el salón principal de Heorot sin temor a la ira de Grendel y, a la vez, sentarse junto a un roquero canalla en un jardín botánico de Berlín en el otoño de 1938.
En esta primera poesía es imposible intuir esta obra directa al corazón de las palabras que ha estado cosechando el autor desde su sexto libro. Distinto ocurre cuando el lector se asoma al balcón del claro amanecer de su obra posterior: en ella están todavía esas referencias clásicas, culturalistas, brillantes. Algo que demuestra que, tal vez, había poca impostura en esos primeros libros (Elsinore, Scholia, Necrofília, Breviora) y que ese sabor a ismo debía ser tal. Y era inevitable. Porque se escribe como se vive y en los poemas el poeta, hasta sin querer, elabora verso a verso su retrato.
En pocas palabras: “En esa evolución se han encontrado y han acabado fundiéndose en uno solo el poeta lúdico que exalta cuanto de juego y evasión de la realidad hay en el arte y el poeta moral que afirma el valor radical y absoluto de la vida”, como dice Victoria León en el profundo estudio previo de la antología Abre todas las puertas (Renacimiento, 2016), y las estéticas del primer momento se abrazan con el compromiso ético y estético que, desde la sencillez aparente, embruja palabra a palabra.
Dejemos ahora hablar a de Cuenca: “Mi obra puede llegar a todos los lectores del amplio espectro que tiene la poesía, pero el disfrute que se obtiene acercándose a ella creo que es mayor si se tiene también una cultura más amplia. Esto es así porque mi poesía, aunque se entiende y llega a todo el mundo, se disfruta más si encima tienes las claves culturales que yo empleo en cada poema. En este sentido, considero que puede llegar a un público muy sencillo y simple que únicamente quiere recibir una emoción, la comunicación de un sentimiento, y también a otras personas embarcadas en la vida de la Literatura desde muy jovencitas, que pueden ver ahí cómo toda la tradición está reunida”. No es necesario saber más.
Perdido, solo y débil: historia de un chico que es muchos chicos
Esto no es un cuento.
Hubo un chico perdido y solo. Tanteó la tierra del patio de entrada al instituto, donde había ‘tipos con barba’ que, si repararan en él, seguramente le darían una paliza.
Imaginemos que el chico es débil —que apenas tuviera fuerza física es lo de menos— y tiembla. Imaginemos que de entre aquellos hombretones que le inspiraban temor, uno solo (el pelo por toda la cara, los ojos nobles, la camiseta negra de un grupo de rock) se le acercara.
Pensemos que el chico perdido, solo y débil está ahora igual de perdido y débil, pero menos solo. Tiene en su mano algunos discos que le ha dado su nuevo amigo. Uno es uno de rock en el que un cantante interpreta canciones basadas en los textos de un poeta vivo. El título del trabajo es Su nombre era el de todas las mujeres. Canta Loquillo. Los poemas son de un tal Luis Alberto de Cuenca.
Pongamos ahora que el chico se obsesiona con las diez canciones de ese disco. Digamos que las repite en su cabeza una y otra y otra vez al cabo del día. Resolvamos que ahora está menos solo. Del disco, a un primer libro ajado en la biblioteca del pueblo. Una antología, tal vez. Los primeros poemas más allá de los clásicos que se leían en las aulas. Imaginemos que el chico se nutre en cada página, crece, incluye referencias, busca otros libros y otros más, conoce a más autores, comprende quién es Ovidio y atisba, por primera vez, a la Diosa Blanca.
Ahora ya no es débil.
Esta es solo una historia, una de tantas. Tan similar y tan distinta a muchas otras que comienzan con un nombre: Luis Alberto de Cuenca. Y es que los versos de este autor se han convertido en la puerta de entrada a la vida para muchas, muchísimas personas que han encontrado en ellos el mejor puente para penetrar en el mundo de la lírica, para abrazarse a esa hermosa piel de sabia que ayuda a soportar mejor la existencia.
Recuerdo aquellos primeros encuentros con la Poesía. Las tardes encerrado entre los libros, ese día en que me fui de casa y solo tuve miedo a perder mi pobre biblioteca. Todo por él, por Luis Alberto, por versos como estos:
Estoy aquí, mi amor, estoy aquí,
velando tus naufragios en las noches
en que nadie responde, en las heladas
madrugadas vacías, en las tardes
de desesperación y de locura.
Pon en duda, si quieres, que la Tierra
gire en el desolado precipicio
del espacio infinito alrededor
del Sol, o que los astros sean fuego,
o que el amargo río de la vida
desemboque en la muerte. Pero nunca
dudes de que, en la fiebre del fracaso
o en la sed de la angustia, en el abismo
de la ansiedad y del desasosiego,
estoy aquí, amor mío, estoy aquí.Aunque tú no me veas ni me oigas.
Tal vez esta unión, esta conexión entre poeta y lector ocurre, además de por los propios perfiles de la obra, por una especie de semejanza, de ‘vida paralela’ en la que no se puede reparar. Como el lector, el escritor fue un chico más bien solitario, que encontraba en los libros cierto tipo de amparo: “No hay que olvidar que la cultura no es enemiga de la vida, sino colaboradora íntima de la vida”.
Un misterio escondido en una caja de plata
Cualquier lector habitual de Luis Alberto de Cuenca siente cierta fascinación mitológica por La caja de plata, un libro que apareció en 1985 y que supone el gran cambio de la poesía culturalista de Luis Alberto por unos incipientes versos de línea clara, como definió muy certeramente la obra del poeta madrileño el crítico José Luis García Martín. Ese libro, en el que hay poemas tan elevados como Dedicatoria, la famosísima Serie negra o ese Sobre un tema de J.M.M. En esta última composición de Cuenca dialoga con Europa, un poema de Julio Martínez Mesanza, y reflexiona sobre esa insatisfacción injustificada de donde parece nacer casi todo lo que tiene que ver con el Arte.
No quiero ser feliz. Estoy enfermo
de haberlo sido tanto. Me fastidia
que la gente me quiera y que los dioses
me protejan. Renuncio a ser el centro
de las fiestas y a todos los poderes
que el dinero y la sangre proporcionan.
No quiero verte al lado, en la cabina,
de mi coche, dorada y sonriente,
previendo mis deseos más ocultos.
No me divierte ya que mis amigos
celebren la blancura de tus manos.
Detesto las victorias, y los viajes
al más allá, y la daga del ingenio,
y el amor, y el jardín de la alegría.
Quiero la opacidad y la tristeza
que da el dolor, y la desesperanza.
Me está matando tanta dicha junta.
El libro, que se hizo con el Premio de la Crítica, es el primer paso de un camino que ya estaba determinado por el autor: “No fue una rotura estética para seguir la moda. Al revés, La caja de plata lo que hizo fue inaugurar una moda. Fue un tipo novísimo, culturalista, el que rompió con esa estética de la misma manera que, por ejemplo, en la Generación del 27 autores surrealistas como el Aleixandre de Espadas como labios, pasión de la Tierra de repente publica Ciudad del paraíso”, explicaba en un encuentro celebrado hace unos años.
Desde ahí, de esa caja de plata minúscula, salen otros libros como El otro sueño (1987), Por fuerte y fronteras (1996), La vida en Llamas o el reciente Bloc de otoño (2018), entre un incontable número de títulos originales, antologías, traducciones y ensayos que suponen todo el universo creativo de este hombre amable, culto, sosegado y divertido.
Luis Alberto sonríe con cada palabra. Te abraza como si te conociera desde siempre, es un interlocutor perfecto, un aliado. Desde las estéticas pop y el cómic hasta las características del indoeuropeo y el jardín secreto de los epigramas, todo en él está elevado a un objetivo mayor, el de la poesía que se escribe con mayúsculas, que es verdad toda, que es vida encarnada en los 80 gramos de un papel ahuesado.
Advertencia al lector
Oyendo a Dinah Washington —son las diez de la noche
de un veintitrés de octubre—, se me ocurre decirle
al presunto lector de mi “literatura”
que procure evitarla como se evita a un huesped
molesto —un erudito, una rata en el baño—,
y que si, por alguna razón que se me escapa,
quiere seguir leyendo, que entienda lo que lee
como lo que es: un grito (o un susurro) de angustia
y soledad.
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