Imagen de portada: Fragmento de ‘The Parca Lachesis’, de Pietro Bellotti.
En ciertas ocasiones pienso en uno de los diálogos entre Jesús Quintero y Antonio Gala para el programa Trece noches de Canal Sur. Sobre todo uno acerca del silencio y la palabra, elementos que, de por sí, constituyen una sinfonía. Un concierto enriquecedor tanto para el emisor como para los receptores. Y si esas palabras se aglutinan bajo la retórica, la balada está más que servida. Ese magnético poder, el de las palabras, lo he apreciado en momentos propios y ajenos, cómo el garabatear las palabras insufla esperanza, fortaleza y armonía al susodicho.
Pasaron las horas, transcurrieron los días y retornaban las noches. Esas que envuelven con su manto aterciopelado las viviendas, los vehículos y a cualquier alma que habite este mundo. Las estrellas titilaban mientras la Luna mostraba su cornamenta. Recorriendo los pasillos, atendiendo a personas (marqueses de recuerdos, pudientes en problemas), volvió a sonar el timbre de la habitación señalada. Aquella mujer, con su lámpara de luz cálida y su cabecero elevado, volvió a requerir de mi atención. “Me muero, alhaja”, fue su respuesta. Tras valorar nuevamente sus aspectos cruciales, le insté a que me expusiera el porqué de esa sentencia. “No valgo nada, no importo nada”. Como si un pequeño resorte hubiese salido disparado en ese preciso momento, un destello emanó de sus ojos incitándome a abrir el cajón de la mesa de su escritorio situado frente a la cama. Hice lo que me dijo y me encontré un par de folios. En ellos había unas estrofas, unos versos, unas palabras…
Me quedé intrigado por el hallazgo. Se los acerqué y pude apreciar cómo el destello de sus ojos se intensificaba. Finalmente, me informó de que esos poemas eran suyos, que los escribió cuando le venía la inspiración y que tenían un gran valor para ella porque le daban sentido a su ser.
“He conseguido que mi nieto me los pase a ordenador, para que los pueda leer y conservar mejor”, me comentó. “Lee, por favor, uno de ellos”.
Asentí con la cabeza, me aproximé un poco a la lámpara de la mesita y me puse a declamar los versos allí presentes. Hablaban de la belleza de la naturaleza, del poder del viento y la riqueza del mar. Del calor cándido del amor, del valor de los años pasados. Fue un breve tiempo de recitado, pero fue suficiente para ver que había causado un cierto impacto en la otra persona. Vi una fuerza intensa en esos ojos que me miraban envueltos en un halo grisáceo, encorsetados en unos párpados arrugados. No estábamos recitando a Eliot, Dickinson o Kipling. No, eran suyos, enteramente suyos. Una propiedad que nadie le podía arrebatar. Las rimas creadas sobre las páginas eran de aquella vetusta mujer, y habían sido entonadas en una noche de bruma. Qué fácil y sencillo era hacer feliz a las personas porque, créanme, esa noche aquella señora fue feliz. Y yo también. He visto a lo largo del tiempo ese mismo efecto. En sesiones de hemodiálisis hallé a una anciana latinoamericana que rondaba casi los noventa años. Sufría bastante, especialmente por recurrentes episodios de hipotensión durante las sesiones. Durante una de ellas, me comentó que era poeta y que escribía de manera recurrente. Otro día me trajo uno de sus poemarios para que yo lo leyese y le diese mi opinión. En la sesión en la que le devolví su obra, pese a que ya sabía que lo iba a pasar mal por la tensión, vi arder sus ojos, un ardor demandando por poder hablar de la sublimación de la palabra. He visto a pacientes de Alzheimer recordar gustosamente poemas de Cortázar, pese a no saber qué hacían allí ni quiénes éramos nosotros, los enfermeros; de hecho, creían que éramos los encargados de un hotel en que un día se alojaron.
Qué gran saber albergan esos versos, qué gran poder custodia la letra escrita. Como manifestó Bukowski: “Un escritor solo es escritor si puede escribir ahora, esta noche, en este minuto”.
Esta crónica aún sigue, y su final no es el más alentador, pese a ser el eterno curso de los hechos. En otra noche, cuando la luna se ocultaba de forma vil y diablesca y las estrellas no conocían el despunte del destino, la vetusta mujer que me conmovió con sus versos se hallaba en un habitáculo de hospital. Como si los hados hilvanasen, de forma inesperada, los sucesos aquí descritos, recibí una llamada del exterior en el mismo pasillo en donde residía normalmente la mujer protagonista de esta historia. Era su hija, que me telefoneaba para decirme que su madre acababa de fallecer. Fueron nada más que palabras, pero palabras con gran significado. Uno profundo, contundente. De pie, de noche, en ese pasillo, mientras realizaba mi jornada cotidiana, sentí un pesar profundo. No sabía exactamente qué decir, qué responder, cuál era la mejor forma de responder a un mensaje semejante. Solo pude actuar como un profesional: mostrando mi pesar y mis condolencias, exponiendo que ahí estábamos para lo que necesitase la familia. Oí un tenue llanto al otro lado de la línea telefónica. Me informó de que su hermano y su hijo pasarían más tarde a recoger algunas pertenencias de su madre de cara a los preparativos del funeral.
A lo largo de la noche, se presentaron. Se les acompañó con aprecio, respeto y cariño. Allí estaba el nieto que se había encargado de pasar a ordenador los versos de la mujer, y ahora estaba abriendo los cajones para guardar los objetos de su abuela. Y vi cómo se le llenaban de lágrimas los ojos al ver aquellas páginas, aquellas estrofas, aquellos versos. Fue un acto silencioso, una sinfonía de pesar. No hubo palabras.
Que sirva este escrito como un homenaje a todos aquellos paladines que esgrimen las palabras como un acto de expresión de su ser, ya sean marginados, ilustrados o tozudos, jóvenes o ancianos, locos o cuerdos. Una forma de vivir y expresar la vida, la de cada uno: la tuya, la mía y la nuestra.
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Excelente texto! Escrito con el corazón!
Pienso lo mismo