La mujer como madre, hija, esposa, amante… como observadora, narradora o actriz. Vestida casi como un niño, o sumergida en la gris elegancia parisién, cambia fácilmente de papel, de país, de idioma. Experta y exitosa, controla cuanto le importa. Sin embargo, a medida que emerge cada nueva mujer y se cuenta cada nueva historia de este libro, la tranquila superficie de Vértigo se rompe. De él ha escrito en The Guardian Claire Hazelton: “Hermosamente sencillo y sin adornos”. Joanna Walsh es poeta, traductora y narradora británica. Ha colaborado, entre otros medios, en The New Statesman, Granta y The London Review of Books.
MADRES JÓVENES
No es que fuéramos jóvenes, pues algunas de nosotras ya éramos mayores, lo suficiente para tener canas. Más bien era que nuestros hijos nos habían rejuvenecido. Ya en la juventud de nuestra joven maternidad nuestros hijos habían dado a luz a nuestra función. Apenas si fuimos conscientes de que habíamos nacido de ellos, desde luego no antes de que nos llamaran «la mamá de Connor» o «la mamá de Casey», pero nunca Juliet, ni Nell ni Amanda, al menos no lo fuimos durante años y, para entonces, ya nos habíamos saltado cuanto quedaba de nuestra edad adulta y simplemente éramos mayores.
Sin embargo, durante un tiempo fuimos jóvenes. Te podías dar cuenta de ello porque comprábamos cosas nuevas hechas de materiales nuevos. Nuestros objetos eran suaves, de plástico, de esquinas redondeadas, seguros: claramente diseñados para los más pequeños. Era preciso que nosotras, madres jóvenes, no nos hiriéramos, si bien la tentación era enorme. Se nos necesitaba y se necesitaban las cosas de plástico, de modo que nosotras, madres que nos habíamos convertido en nuestros propios hijos, no nos hiriéramos. Mira con qué paciencia nos enseñábamos a nosotras mismas a utilizar las cosas nuevas. Podríamos llamar a aquello educación.
La cosa no había empezado ahí, con nuestro nacimiento: nuestra juventud se remontaba más allá de aquello. Durante el embarazo ya llevábamos vestidos para bebés gigantes de dos años con cuellos de volantes que contrarrestaban nuestros barrigones de tienda de artículos de broma, estriados con lunares. Después de que naciéramos a nuestra nueva y joven maternidad, por puro pragmatismo, de nuestros pantalones brotaron innumerables bolsillos. El color caqui era el apropiado (manchas de grasa, manchas de té). Podías hacer cualquier barrabasada con ellos, estaban a prueba de suciedad. La lana era cálida y se ajustaba bien a aquellos cuerpos nuestros que ensanchaban. Nuestros zapatos eran planos para correr, para jugar. Los colores eran brillantes para que nuestros hijos no nos perdieran, para que no nos perdiéramos entre nosotras o a nosotras mismas por más que lo intentáramos.
Mira cómo cuidábamos de nuestros jóvenes seres, obsequiándonos con pequeños premios —tartas, vasos de zumo o copas de vino—, nunca en exceso. Si nos sorprendíamos llorando en un rincón, íbamos a consolarnos. Algunas veces nos dejábamos a solas para aprender un poquito a ser fuertes, pero siempre con un ojo atento. Sinceramente, estábamos bien cuidadas. Mira con qué prudencia nos adentrábamos en nuevos entornos: en nuestro primer día en la guardería puede que estuviéramos reacias, incluso llorosas, a que nos trataran como a una manada en virtud de nuestra situación y edad aproximada, pero recordamos los modales que nos habíamos enseñado: unas buenas nociones básicas. Al vernos abordándonos tímidamente las unas a las otras, observábamos con satisfacción, exhalando un suspiro de alivio.
Más adelante tuvimos que recordar cómo jugar.
Nosotras, madres jóvenes, cantábamos canciones infantiles. No las habíamos cantado en años. Se nos hacía difícil sentarnos en el suelo con las piernas cruzadas, luciendo camisas de colores llamativos y pantalones prácticos, cantando al unísono canciones que hablaban de cocodrilos con críos desplomados en nuestros regazos. No teníamos más para cantar.
Quizás en algún momento llegaste a pensar que podríamos haber inventado, para esta nueva generación, la novedad que se merecía. Pero estábamos agotadas. Quizás en algún momento pensaras que podríamos haberlo hecho, pero éramos demasiado pobres.
Al final de cada día, cuando nuestros hombres regresaban a casa, nosotras, madres jóvenes, ya estábamos agotadas. Éramos más jóvenes que nuestros críos, esos críos que nos habían dado a luz. Nuestros maridos se preguntaban cómo podían estar casados con semejantes crías. Cuando se acercaba la hora de irse a la cama, los hombres se arrellanaban frente al televisor para ver un programa de adultos. Nosotras, las madres, estábamos aterradas, no queríamos adentrarnos una vez más en aquella oscuridad interrumpida. Distraídas por los ruidos, embrujadas por cosas que centelleaban, nos arrullábamos para dormirnos, exhaustas, llorosas, diciéndonos a nosotras mismas que mañana todo iría bien.
Al día siguiente, en el parque infantil, observábamos a madres de mayor edad llevando tarteras y jerséis de repuesto a niños que quizás no habrían deseado semejantes cuidados maternales. Ellas se aseguraban de que los niños siguieran siendo niños. Y los niños, ignorándolas cortésmente, seguían dejando que las madres fueran madres, quién sabe con qué fines.
—————————————
Autor: Joanna Walsh. Título: Vértigo. Editorial: Periférica. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: