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En vez de infancia, tengo la guerra

En vez de infancia, tengo la guerra

Hay una célebre sentencia según la cual el mejor vestido no es el más bonito, sino el que hace que la mujer se vea hermosa. Este (aparentemente) humilde comentario resalta el hecho grandioso de que el buen artista se aparta y deja que la obra se manifieste. Y nada mejor para esto que pasar desapercibido en el encantamiento del que disfruta la forma de la prenda sobre el cuerpo. Algo semejante ocurre con los buenos libros, como este Últimos testigos de la premio Nobel de 2015, Svetlana Alexiévich (1948), conocida por Voces de Chernóbil y La guerra no tiene rostro de mujer.

La autora, buena documentalista, ha encendido el micrófono y ha desaparecido. (O eso creemos).

Uno tras otro, desfilan por el libro un centenar largo de testimonios de aquellos niños bielorrusos que padecieron los estragos de la invasión nazi. El registro de sus historias se hizo varias décadas después, pero sus palabras siguen resonando con el tono infantil del que no ha conocido la muerte, ni el odio, ni la tristeza: con el asombro del que descubre el mundo en todo su implacable esplendor. Este efecto recorre el libro de principio a fin, y no todo el crédito es del que cuenta —la que registra tiene mucho que ver en ello.

"La autora se ha limitado a construir, con la materia que da la verdad, el más terrorífico cuento de hadas."

«La guerra es mi propio manual de Historia», dice Vásia Jarevski, que entonces tenía cuatro años, «mi soledad… Me he saltado la época de la infancia, ha desaparecido de mi vida. Soy un hombre sin infancia»; pero en realidad lo que ha ocurrido es que fue la guerra la que llenó esos años en que la fantasía se estrena y la imaginación se despereza; y, como la vida es más dispersa y variada, más telúrica y tenaz, estos niños inmersos en el conflicto bélico no gozaron de un padre prestidigitador que los protegiera, como el suyo cuidó de Josué, el muy amado niño de La vida es bella, cuyo paso por el horror de la guerra se transformó en un concurso del que salió victorioso y con un tanque —pero sin padre.

A este centenar de niños bielorrusos, en cambio, la guerra les cinceló el presente y les moldeó el futuro; incluso antes de tener lugar: «Antes de la guerra… Recuerdo que nos entrenábamos para la guerra», rememora Piotr Kalinovski, entonces de doce años: «Aprendíamos a disparar, a lanzar granadas. Incluso las niñas. Todos estábamos deseando superar las pruebas y obtener la chapa de tirador de Voroshílov. Nos desvivíamos por estar a la altura. Cantábamos una canción titulada Granada. Narraba un maravilloso pasaje sobre un héroe que iba a la guerra para poder devolver la tierra de Granada a los campesinos». No hace falta ser muy perspicaz para captar las heroicas reminiscencias de la Guerra Civil española.

El que lea este libro se sorprenderá al encontrar, en el lugar del prefacio, solamente dos citas, una de ellas de Dostoievski. ¿Epígrafes donde debe ir la voz de la autora explicando el porqué del libro? Pero atención: No se trata de una grosera displicencia de Svetlana Alexiévich. Al contrario; con una fina sutileza, como diestra diseñadora, no de vestidos, sino de palabras, se ha escondido detrás de los relatos de estos niños-viejos («hablaré del olor»; «nuestra gente está colgando del cielo»; «¿qué es eso de la guerra?, ¿cómo que me van a matar?») que son más conscientes que sus mayores de lo que pasa, porque ni siquiera lloran: observan. La autora se ha limitado a construir, con la materia que da la verdad, el más terrorífico cuento de hadas, lleno de sangre y muerte, hambre y ahorcados; y algunos trozos de humanos calcinados. Con ello ha «inventado» una historia con final feliz, pero tremebundo: los testimonios de aquellos que sobrevivieron al horror de las bombas y las balas. Y pueden contarlo todavía.

Autor: Svetlana Alexiévich. Título: Últimos testigos. Editorial: Debate. Edición: Papel y Kindle

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