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Via Gemito, de Domenico Starnone

Via Gemito, de Domenico Starnone

Finalista del Premio Booker Internacional 2024 y ganadora del Premio Strega 2021, Via Gemito es sin duda la mejor novela de Domenico Starnone. Ambientada en el Nápoles de los 70, cuenta la historia de un empleado ferroviario convencido de poseer un talento artístico sin igual, pero también dotado de una peligrosa capacidad para mezclar realidad y fantasía. Por cierto, Alfaguara publica en paralelo otra novela del mismo autor: El viejo en el mar.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de Via Gemito (Altamarea), de Domenico Starnone.

***

1

El pavo real

Cuando mi padre me dijo que solo le había pegado a mi madre una vez durante los veintitrés años que estuvieron casados ni siquiera le respondí. Hacía tiempo que no objetaba nada a sus historias llenas de acontecimientos, fechas y detalles completamente inventados. De joven, lo consideraba un mentiroso, y me avergonzaba como si sus mentiras me pertenecieran. Ahora, ya mayor, no me parecía que mintiese en absoluto; creía que sus palabras eran capaces de rehacer lo sucedido de acuerdo con los deseos y los remordimientos.

Algunos días después, sin embargo, recordé aquella aclaración tan puntillosa. En un principio me desagradó, luego sentí un fastidio creciente; por último, el deseo de coger el teléfono y gritarle: «¿Sí, una vez solo? Y las hostias, que me acuerdo yo hasta poco antes de que muriera, ¿qué eran, caricias?».

Por supuesto, no lo llamé por teléfono. A pesar de haber interpretado durante décadas el papel del buen hijo, había encontrado ya la manera de darle suficientes disgustos. Además, no servía de nada agredirlo frontalmente. Habría abierto la boca perplejo, como hacía cuando le sucedía algo imprevisto, para rebatirme después con el tono calmado que nos reservaba a los hijos y pasar a enumerar sufridamente (llamada de larga distancia) las pruebas impugnables del daño que había hecho no él a mi madre, sino mi madre a él. Por eso pensé: «Que se invente lo que quiera, nada cambia».

En realidad, reparé en que cambiaba mucho. Cambiaba yo, para empezar, y de un modo que no me gustaba. Noté, por ejemplo, que estaba perdiendo la capacidad de medir las palabras, arte que desde la adolescencia me atribuía con orgullo. La frase que hubiera querido gritarle («Y las hostias, que me acuerdo yo hasta poco antes de que muriera, ¿qué eran, caricias?») no era nada equilibrada. Cuando intenté escribirla, me sorprendió el tono crudo e imprudente. Parecía que me acercaba a exageraciones no muy diferentes a las de mi padre. Parecía que quisiera echarle en cara, a gritos, que la había emprendido a bofetadas y a puñetazos con mi madre incluso en el lecho de muerte, hostias dadas con la pericia del boxeador aficionado que decía haber sido con apenas quince años, en el gimnasio Belfiore sito en corso Garibaldi.

Era la señal de que bastaba con el recuerdo de viejas rabias y miedos para hacerme perder el entendimiento y para empujarme a reducir las distancias que me había impuesto a medida que crecía. De hecho, con aquella frase impulsiva, aceptaba mezclar mis pesadillas con sus mentiras. Volvía a darle crédito, aceptaba verlo como se quiso mostrar: alguien con quien no se bromea, como había aprendido a ser cuando era casi un crío, cuando el campeón de Europa Bruno Frattini le enseñaba la panza en el ring y le decía con una sonrisa en los labios: «¡Pega, Federí! ¡Pega, con los puños, con los pies, pega!». ¡Ah, el campeón! Le enseñó que el miedo se vence atacando el primero y dando fuerte, verdad que no olvidó. Desde entonces, a la primera ocasión, sin más preámbulos, estaba dispuesto a partirle la cara a quien fuera que quisiera tocarle las narices.

Para estar a la altura, comenzó a entrenarse los sábados y los domingos en la asociación deportiva Giulio Luzi. «¿Giulio Luzi? Pero ¿no se llamaba Belfiore?», le preguntaba con una pizca de malicia. Y él respondía, brusco: «Giulio Luzi, Belfiore, qué más da». Y continuaba: a aquel gimnasio lo llevó por primera vez el campeón campano de los pesos pluma Raffaele Sacco, que pasaba por allí por casualidad un día que mi padre se daba de puñetazos y patadas y mordiscos con una banda de chavales de Rione Ferrovieri que regularmente le tiraban piedras a él y a su hermano Antonio. Sacco, el púgil de dieciocho años, se entrometió. Le soltó cuatro puñetazos a aquellos hijosdeperra y luego, tras alabarle la valentía, se lo llevó al Giulio Luzi o Belfiore o como se llame.

Allí, mi padre aprendió a boxear no solo con Raffaele Sacco y con Bruno Frattini, sino también con el pupilo de este, Michele Palermo, con el fornido Centobelli, con el pequeño Rojo, campeones todos. Progresó muy rápido. Lo pudo comprobar un tal Tammaro que, un día que mi padre volvía de la escuela con su hermano Antonio, se metió con él: «¿Boxeador tú? ¡No me hagas reír, Federí!». Este no dijo ni mu, sencillamente mandó al otro al suelo con un gancho de izquierda al mentón que lo dejó sin sentido. Luego, se volvió al amigo de Tammaro, que se había quedado quieto, muerto de miedo: «¡Dile a este mierdaseca, cuando se despierte, que la próxima vez no le rompo la cara, que le rompo también el culo!».

El culo; me asustaba oír estas historias. Me humillaba no saber defender a mi hermano de las pedradas de las bandas como supo hacer mi padre con el suyo cuando eran unos chavales. Me preocupaba ir por el mundo sin saber boxear. Me angustiaba, ya adulto, cómo mi padre sabía organizar con arte las voces de la violencia, la pose, los gestos, mientras daba patadas y puñetazos al aire.

Él, en cambio, parecía disfrutar de su voluntad de ferocidad, de cómo sabía utilizarla. Me contaba aquellas historias para provocarme admiración. Lo conseguía algunas veces, pero era más frecuente que me diera fastidio mezclado con miedo, que duraba más. Como aquella vez con los dos limpiabotas de via Milano en Vasto, a las siete de la tarde de un día de verano. Mi padre, que tenía entonces diecisiete años, y su hermano Antonio, que tenía quince, volvían del gimnasio de corso Garibaldi. Empezó a llover de repente y los dos chavales —con uniforme de sábado fascista, detalle que mi padre, incluso pasados muchos años, subrayaba con orgullo, pues creía que el uniforme le daba un aire o lo hacía más terriblemente hombre— fueron a repararse bajo la marquesina del teatro Apolo, donde había ya bastante gente, incluidos los dos limpiabotas. Griterío, agua, el olor del suelo mojado. Los limpiabotas, apenas los vieron, renegaron de malas maneras. Luego, uno le dijo al otro en voz alta: «Estos dos hijosdeperra nos han traído la lluvia». Malas palabras que ofendían a los hermanos, a la madre, al padre, quizá hasta la negrura violácea del uniforme fascista. Así que mi padre, sin pensárselo, a pesar de tener unos treinta años el limpiabotas que había levantado la voz, de ser grande, peligroso, lo cogió por el cuello con la mano izquierda y le soltó un uppercut en la boca fétida de hombre de neandertal —neandertal, decía, para explicar que aquel tipo era un primitivo— y le hizo saltar dos incisivos. Snock. El puño lo lanzó tan decidido que uno de los dientes —y en este punto de la historia me enseñaba el índice de la mano derecha donde debería haber una cicatriz, que en realidad no conseguía ver pero, para calmarlo, le decía igualmente «sí, papá, la veo»— se le clavó en el dedo y allí se quedó. Hizo falta sacudir la mano bien fuerte para que cayera al suelo.

La sacudía siempre que explicaba la historia, como si el diente siguiera clavado. Y yo, de niño, miraba con aterrorizada devoción a aquel hombre delgado, huesudo, con la cara alargada y la frente altísima, con la nariz frágil y delgada con aletas sensibles que jamás habrías dicho que eran las de un boxeador experto. Lo veía volver a casa siempre furibundo como si acabase de mandar a la lona a Tammaro o al limpiabotas, siempre superviviente de situaciones gravísimas, siempre capaz, incluso cuando los enemigos eran muchos y sabía que iban a masacrarlo, de esconder audazmente el miedo. Lo había introducido en el boxeo nada más y nada menos que un campeón de Europa de los pesos pesados. A él nadie le pisaba la oreja, imagínate la mujer. Las patadas las daba él, si acaso, con la puntera —temía yo cada vez que él volvía del trabajo— antes de rematar con el tacón.

Una mañana de septiembre, solo para calmarme a mí mismo, decidí hacer un sencillo resumen con las veces en las que, sin duda, mi padre le pegó a mi madre.

Las notas, al principio, resultaron muchísimas, pero cuando las imágenes del pasado —una bofetada, un plato de macarrones contra la pared, un insulto, un ojo a la virulé— necesitaron ser redactadas en prosa y articuladas en una sucesión ordenada de hechos, la memoria empezó a flaquear y me vi más bien alarmado por culpa de solo dos episodios de certeza indiscutible.

El primero se remontaba a 1955, a una noche que se podía colocar según los gustos entre el 4 y el 15 de junio, cuando mi padre expuso veintiocho de sus obras, óleos, acuarelas y dibujos en la galería de arte San Carlo, en los porches de la galería Umberto i, en el número 7.

Busqué una imagen con la que comenzar. Lo vi en la cama, en la cama de matrimonio. Le había llevado el café hacía poco, se olía a café por toda la casa. Él lo bebía a sorbos y, mientras, leía en voz alta a mi madre, a mí, a mis hermanos, artículos de periódicos en los que hablaban de él. Qué tiempos aquellos. Los recordaba siempre muy a gusto. Despertarse así por las mañanas, mezclar el olor del sueño, del café y del primero de muchos cigarrillos con el olor a tinta del periódico y buscar con ansia entre las hojas y los titulares y las columnas si aparecía su nombre de pintor autodidacta, sin escuela, academia o apoyos familiares, impreso en los periódicos de la capital o de la provincia rodeado de cientos de palabras que se ocupaban de sus cuadros. Eso había conseguido él, que nació en vico dei Barretari y a quien su padre, tornero que no sabía nada de arte, obligó a dejar la escuela para ponerse a trabajar. La juventud perdida. Cuando cumplió los dieciocho años, en 1935, trabajaba de obrero ajustador electricista en Ferrovie dello Stato. Y solo gracias a una gran inteligencia y al deseo de crecer, en 1940 era ya subjefe. Luego, desde hacía poco —en 1951, explicaba—, ascendió a jefe de estación de primera clase y directivo de la central de circulación de trenes en todas las líneas de la región de Nápoles. Una gran satisfacción. Un cargo importante. Todo por méritos propios, naturalmente, no por antigüedad o por tener enchufe. De hecho, fue el jefe de estación de primera clase más joven de Italia, juraba, apreciadísimo por sus superiores, aunque se las ingeniaba para no ir a trabajar y quedarse en casa a hacer su verdadero trabajo, el que había venido al mundo a llevar a cabo: dibujar y pincelar, que era como él llamaba a pintar. Algunos de sus colegas ferroviarios no lo soportaban; artista presuntuoso de mierda, lo llamaban, y lo acusaban de escaquearse, de ser arrogante y provocador. Sí, se escaqueaba; sí, era arrogante; sí, era un provocador. Adjetivos adecuados, él era el primero en admitirlo. Es más, se creía con derecho a evitar el trabajo y a ser arrogante y provocador; a quien quisiera tocarle las pelotas: él era pintor de nacimiento, no ferroviario. Y como no había cosa en la que no se empeñase a fondo, sobre todo para demostrar que sabía hacerla mejor que los demás, creo que era un buen ferroviario. Por lo demás, cuando estaba de servicio —y lo estaba a menudo, un trabajo duro, con turnos de día y de noche, recuerdo que cuando fui mayor pasé alguna vez por su despacho: él dirigía el tráfico de un montón de trenes que controlaba a golpes de regla, cartabón y lápiz en una gran mesa de dibujo, y lo hacía de manera lúcida entre reniegos— y a pesar de los pájaros que tenía en la cabeza, no provocó nunca descarrilamientos con muertos y heridos.

Se aprovechaba, por supuesto. En cuanto jefe de estación de primera clase tenía autorización —él lo subrayaba con gozo cuando hablaba de semejante facultad— para llevar a cabo inspecciones sin previo aviso, cuatro veces al mes, en las estaciones bajo su jurisdicción. Así, entre 1954 y 1955 inspeccionó Cassino, Cancello, Napoli Smistamento, pero no por el gusto de hacer de inspector: hablador como era y, obsesionado por brillar, el último objetivo era, por regla general, la inspección, a no ser que se encontrase, me explicaba, con algún ferroviario que daba a entender con palabras equivocadas que le importaban un huevo sus opiniones, sus actividades artísticas; entonces, lo mandaba a tomar por el culo y era un inspector exigente. Por lo demás, nada; inspeccionó aquellas estaciones solo para aprovechar la ocasión y sacar bocetos, en pastel o al temple, de colores al natural.

Y es que, aunque trabajara de ferroviario, no pensaba más que en la exposición que debía preparar. De hecho, cuando creyó estar preparado, se encerró en casa y declaró en la empresa que sufría fiebres reumáticas, gastritis, males varios, y dibujó semáforos, vías, vagones de mercancías, muelles, cruces de vías y zonas de distribución. Son cuadros que recuerdo bien: la abuela, mis hermanos y yo dormíamos en la habitación en la que él pintaba, el comedor en el que estuvo siempre el monumental caballete, las pinturas, las telas. Me dormía con aquellos paisajes ante los ojos, me parecían bellísimos, me gustaría volverlos a ver.

A estos cuadros añadió, entre vueltas al trabajo y nuevas enfermedades, lo que veía por la ventana: el campo, pero no aquel que olía a menta en el que jugué con mis hermanos y con mis amigos de niño, sino el que, arrancados árboles y viejas raíces, arrasado y nivelado, se transformaba en 1954 en zona en construcción. Pintó esbozos con tierra amontonada, picones, hormigoneras, excavadoras, grúas, silos de cemento, una documentación minuciosa de la devastación de la colina, además de un cuadro llenísimo de detalles de gente trabajando y que tituló Cantiere ’54.

Más tarde, pasó a las naturalezas muertas: pintó copas que teníamos en casa, bien con un mazo de arenques secos, bien con un montón de manzanas, con un destral de mano, con alcachofas, con mejillones, con flores, con lo que tenía a mano. Incluyó dos desnudos que hizo cuando años atrás asistió a la Scuola Libera del Nudo: uno en sanguina y el otro a condé. Expuso hasta un retrato de mi hermano enfermo, con nefritis, que era mejor que los de Battistello Caracciolo, según él. Y nada más.

Necesitó ocho meses para acabar los cuadros. La casa de via Vincenzo Gemito olía a pintura y aguarrás. Los muebles de la habitación llamada, por convención, comedor quedaron arrinconados de malas maneras (con lo que le habían costado a mi madre aquellos muebles, y él los trataba así) y por las noches colgaba a secar algunas telas encima de nuestras camas. Su mujer se lamentaba, la abuela renegaba, ¿cómo se le podía permitir envenenar a los niños —a mí y a mis tres hermanos— así, día y noche?, ¿se había olvidado de que dormíamos allí? Dios del cielo, respondía él, qué mal he hecho para tener que soportar toda la vida que dos mujeres ignorantes me toquen los cojones. Se acabó: se cumplió la empresa. No sé de dónde sacó el dinero para hacer la exposición. Cierto fue que, con la ayuda de don Luigino Campanile, que hacía y vendía zapatos en Vomero, pero que tenía una sensibilidad especial para el arte y se ofreció a transportarle las telas en la furgoneta, fue a colgar los cuadros en la galería San Carlo.

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Autor: Domenico Starnone. Título: Via Gemito. Traducción: Salvador Expósito. Editorial: Altamarea. Venta: Todostuslibros.

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