1.- Cuando uno visita París en la compañía apropiada, ha de desayunar tres veces. Es la tradición. Aquello que los amantes decidan hacer con el tiempo entre desayunos queda para las fotos que el desamor borrará y, tal vez, para la literatura. El primer desayuno será muy temprano en Le Deux Magots, elegante y mítico café de uno de los barrios más deliciosos de la ciudad: Saint-Germain-des-Prés. Un par de espumosos cafés au lait serán suficiente para entrar en calor. A media mañana, se vuelve a desayunar muy cerca de allí, casi enfrente, en el Café des Fleurs: un croissant para uno, una tortilla a las finas hierbas para dos, una baguette con mantequilla y un pain au chocolat mientras se traza un plan para robar la maravillosa vajilla del café. Es recomendable, sin embargo, abandonar ese “esprit du Fantomas” y llevar de recuerdo el mantel de papel que cubre la mesita circular de la terraza si el camarero, claro está, en un arranque de conciencia acerca de lo poco que dura el amor, accede a regalarlo. “Los camareros de los cafés de París te miran con la altanería aristocrática de quien ha leído a Proust”. Qué gran verdad. Por último, hay que repetir el desayuno, ya casi almuerzo, de nuevo en Les Deux Magots: esta vez, dos copas de Champagne y un plato de quesos franceses, preferiblemente mirándose en los ojos del otro, sin que importe lo que ocurre afuera: la fila interminable de turistas chinos esperando su turno en Gucci, el campanario de Saint-Germain marcando las horas con su sombra, o el recuerdo de la reina Ultragoda, que reposa desde hace catorce siglos en su cripta.
2.- Visitar el jardín de Delacroix, que es como entrar de puntillas en uno de sus cuadros. Y si no es posible porque los horarios son caprichosos, acudir cargados de paciencia al masificado Museo du Louvre y bajar con Delacroix, con Dante y Virgilio a los infiernos, sin olvidar visitar Scio y sus muertos y los aposentos de Sardanápalo, renunciando a la hermosa Libertad, que puede ser que siga guiando al pueblo en las salas de restauración, pero no así a la Victoria de Samotracia, triunfante sobre todos los mármoles; la mujer sin rostro más bella de la Historia.
3.- Husmear libros antiguos en la librería Shakespeare & Co. y nuevos libros en la subterránea librería del Louvre. Husmear en la librería junto al Café des Fleurs, en la librería de la Rue de L’Odeon, en la librería junto al Hotel Le Louvre y comprar cuadernos sin pautar y libros de pintura, de moda, de historia, de poesía, cometiendo el error muy propio de los amantes y los imbéciles, valga la redundancia, de no repartir luego aquel magnífico botín, pues nunca jamás convivirían juntos, en una sola biblioteca, ninguno de aquellos libros.
4.- Pedir una botella de Chablis, un bloc de foie y un filete para dos al punto sentados en la terraza del Café Atlas, en la Rue de Buci, en la noche helada de diciembre al calor de los abrigos y las bufandas intercambiadas que huelen a los dos; y al calor de los besos y de la felicidad y de muchos más libros comprados aquel día, que afortunadamente resultaron ignífugos, pues no ardieron bajo las llamas de la hoguera de las vanidades. Ni las del desamor.
5.- Comer en el Café Procope recordando a Diderot y D’Alembert (por supuesto, el café fue fundado por un siciliano: Francesco Procopio Dei Coltelli, en ¡¡1686!!) y si es posible, también cenar allí entre fantasmas y hacerse amigos de Pierre Pistacho, el simpático camarero que, si hablas mal francés pero estás tan enamorado como para intentarlo delante de tu acompañante sin miedo a hacer el ridículo, puede que se apiade de ti y te desvele el misterio del color verde oscuro del helado, que es el secreto mejor guardado de la repostería siciliana en París, y que no es otro que usar sólo el pistacho que crece junto a los campos donde Pierre nació.
6.- Visitar la casa de Víctor Hugo (por aquello de ver la diferencia entre Francia y España reflexionando sobre el respeto de cada país por sus grandes escritores) Y también visitar, en la maravillosa Rue du Bac, la casa del naturalista Deyrolle para comprarle a un muchacho de 17, futuro entomólogo, uno de esos insectos disecados que tanto ama.
7.- Ahora que Notre Dame ha ardido y su reconstrucción es fría y ajena, es el momento de releer la novela de Víctor Hugo editada por Zenda-Edhasa que uno siempre debe llevar en la maleta cuando viaja a París. También es momento de visitar la desconocida e intacta Saint Chapelle, cofre de cristal gótico de la isla de la Cité. Y si es posible, visitar también la magnífica Iglesia de Saint-Germain-l’Auxerrois y la misteriosa Saint-Sulpice con su legendario gnomon: esa delgada línea rosa.
8.- Desde uno de los bateaux mouches del Sena, mirar la noche de París como en la película Charada hacen los amantes mirando el Travelling Mate. Y ya de madrugada, no mirar la noche en absoluto, caminando enhebrados por la estrecha Rue Verneuil, frente a la casa donde vivieron Jane Birkin y Serge Gainsbourg, que eran el Sartre y la Beauvoir del erotismo de los sesenta: “Je t’aime – Moi non plus”.
9.- Tomar un Dry Martini en el Hemingway Bar del Ritz para confirmar que el Martini e incluso el Bloody Mary del Milford de Madrid son mucho mejores.
10.- Admirar el edificio de la Ópera desde la elegante terraza del Café de la Paix. Y admirarlo también por dentro: Los espejos del antefoyeur y los dorados suntuosos del foyeur, los cuadros de la biblioteca y la misteriosa presencia del Fantasma en cada una de las lágrimas de cristal de la lámpara gigantesca.
11.- Subir a Le Sacre Coeur contando los escalones. Las vistas son absolutamente fin de siècle. Pero lo mejor es bajarlos, a ser posible besando a tu acompañante bajo la lluvia, cubiertos los dos con chubasqueros de plástico amarillo comprados por veinte euros a un pakistaní, que ha hecho en diciembre su agosto. Y después, buscar el refugio de un vino caliente frente a la casa que Adolf Loos construyó para el poeta Tristan Tzara junto al Moulin de la Galette. Sin salir del quartier y mientras los chubasqueros se secan, tomar una sopa de cebolla en Le Consulat y un café irlandés en Les Deux Moulins bajo el retrato de Amélie.
12.- Saludar a los amigos muertos del cementerio de Père Lachaise, que es como visitar el Parnaso sin subir a Montparnasse: Molière, Marcel Proust, Oscar Wilde, Apollinaire, Honoré de Balzac, Rossini, Chopin, Géricault, Modigliani (y su amada Jeanne Hébuterne, que se suicidó tras el entierro del pintor), Camille Pissarro, Delacroix y Jacques-Louis David. Algún que otro español (no ilustre, desde luego), como Manuel Godoy anda también por allí. Uno de los sepulcros más famosos (y bellos) es el de Abelardo y Eloísa, conocidos por su trágica historia de amor. Lo recomiendo absolutamente. Por último, pero no menos importante, saludar a los amigos vivos desde una Vespa llevando en el maletero (este detalle es imprescindible) un vestido de novia muy escotado para usarlo, un año después, en alguna fiesta elegante junto a otro hombre. Pero esa última noche, conviene agarrarse muy fuerte a la cintura de tu acompañante parisino mientras conduce a toda velocidad dejando atrás las ramas iluminadas de los Champs–Élysées en dirección al final de ellos mismos, que comenzará justo en el otro extremo; bajo el vientre extraterrestre de la Tour Eiffel.
Vivo en París desde hace más de veinte años, y aparte de opinar que algunas de las visitas propuestas en la lista no son más que la habitual sarta de tópicos (y que le pueden costar una pasta al incauto que se decida llevarlas a cabo), considero que hoy en día la mítica Shakespeare and Co. se ha convertido en una atracción para turistas: sin salir del Barrio Latino, a un paso del Jardín de Luxemburgo, está la San-Francisco Book Co., esa sí una de las mejores librerías norteamericanas de París.