Fui a pasar el día a Basilea, era viernes y comenzaba el mes de marzo. Había un congreso sobre la música desde la literatura en la universidad de esa bella ciudad fronteriza donde está enterrado Erasmo de Rotterdam, y me pareció una estupenda excusa para hacer un pequeño viaje. Temprano en la mañana la estación central de Zúrich es bulliciosa y los andenes están divididos en tres grandes tramos de vías distantes. Me saqué un billete intentando coger el tren que salía en pocos minutos, pero lo perdí. También se me escapó el que salía del andén subterráneo del tramo alejado de la zona de cercanías. Cuando llegué ya era tarde y vi cómo se marchaba mientras yo jadeaba con las palpitaciones de las prisas secándome la boca. Al final, tuve que esperar veinte minutos el tren directo. Eso me sirvió para serenarme y observar a los otros viajeros buscar sus propios andenes. El cielo había amanecido encapotado con nubes de lluvia, pero incluso en los días más grises la ciudad de Zúrich es hermosa.
Una vez dentro del vagón, me senté junto a la ventanilla y pude oír las gotas de lluvia acariciar el cristal con golpecitos apresurados que se volvían cada vez más densos. Pensé que tendría que comprar un pequeño paraguas en la estación de Basilea cuando llegara, y luego buscar el tranvía 11 que lleva a la Universidad. La textura grisácea de la lluvia le daba al paisaje un tono misterioso, como si mi viaje fuera parte de un sueño. A lo mejor estaba todavía en mi cama del apartamento de Spyristrasse, y esto era una invención de mi subconsciente dormido y expectante por la excursión. No sería la primera vez que he tenido sueños tan nítidos y realistas que me han hecho creer que estaba viviendo de verdad lo que en realidad era el simple anhelo de mi mente dormida. Aunque también he vivido situaciones tan absurdas que con el paso de los años las he creído soñadas cuando mi memoria las traía de vuelta.
De niña me preocupaba la muerte porque entendía que estabas dentro de un ataúd sólo y despierto. El traqueteo del tren me devuelve a sensaciones de mi infancia cuando creía que tener alma y morirse significaba estar pensando consciente todo el rato. Los muertos dormían en los cementerios, descansaban en paz, o eso escuchaba decir a los adultos. Pero me daba la sensación de que, aunque cerraban los ojos de los cadáveres, en realidad estaban más despiertos que nunca. Si se desprendían del cuerpo y eran almas invisibles, es decir, puro pensamiento, entonces no dormían, no podían soñar, eran insomnes. Y si no podían ver, ni oír, porque el cuerpo se deterioraba en la caja de madera, ¿qué haría esa alma invisible para seguir sintiendo el presente? Con esos pensamientos me entretenía o, mejor dicho, me atemorizaba de niña. Cuanto más aprendía en el colegio sobre el cuerpo humano y los cinco sentidos, más me desconcertaba la inconsistencia entre el pensamiento y las sensaciones que se construyen a través de nuestro cuerpo y sus sentidos. Solo los sueños me ayudaban a perderle el miedo a la idea de dejar de estar en mi cuerpo. Porque con los sueños nos salimos de la realidad y no tenemos que ocuparnos de nuestro cuerpo, o eso creía. Lo mejor era irse a vivir al universo de los sueños placenteros y que la muerte fuera el sueño eterno del descanso vacacional y gozoso. Con esa conclusión apaciguaba entonces mis desvelos existenciales.
Pero aquella mañana simplemente viajaba a Basilea y yo ya era mayor, aunque se me aparecieran los pensamientos de mi niñez. En el camino se dibujaban las colinas y los bosques humedecidos por la lluvia, y como estaba cansada, porque me había acostado tarde la noche anterior, una parte de mí quería cerrar los ojos y adormecerse; mientras que la otra se esforzaba por permanecer despierta y atenta a todo lo que me mostraba la ventanilla del tren: montañas, pueblitos con tejados a dos aguas, bosques, abetos, granjas, algunas zonas de almacén industrial con contenedores de colores, túneles y el reflejo de mi rostro en la oscuridad de esos tramos, mi cara medio dormida y medio despierta, las luces de la pared y el tramo de la otra vía, el destello veloz de otro tren que se cruza dentro del túnel, los vagones de carga detenidos y llenos de pintadas en los aledaños del tramo final antes de llegar a la estación de Basilea.
Junto a la estación todo es construcción moderna, los bloques de hormigón cuadrado dan la sensación de un gigantesco juego infantil de piezas de madera pintadas de gris y blanco. Tomo el tranvía 11 en dirección a San Luis y me dejo llevar por la sorpresa de una ciudad desconocida. Paso por delante de la plaza del mercado, la coloración rojiza de los edificios antiguos contrasta con la escenografía de los bloques de nueva construcción que he dejado atrás. El elegante Ayuntamiento mezcla en sus paredes de ladrillo rojo la textura de los siglos y esconde en su interior una fuente que nos mira con inquietante perplejidad y nos recuerda que estamos de paso. La catedral nos recuerda los debates religiosos del siglo XVI entre católicos y protestantes. Hay potentes galerías de arte contemporáneo que gravitan en torno a la feria de arte que tiene lugar en la ciudad todos los años al final de la primavera. Hay un hotel de cinco estrellas con un lujoso coche pintado con grafitis, y que se usa de reclamo para los coleccionistas que visitan la ciudad. Toda Basilea parece un decorado minucioso en el que se mezclan la historia de Occidente con sus sorprendentes edificios y la realidad más exclusiva del consumo de lujo. El mundo del arte contemporáneo y el coleccionismo más especulador y refinado pasan por Basilea. Nueva York se le queda pequeño al gran inversor que no sabe qué hacer con tanto dinero y encuentra en Suiza el rinconcito que necesita. Conviven la exuberante especulación de los objetos de lujo con la cotidianeidad de los que tratan de disfrutar de la ciudad y se quedan extasiados con el agua de sus fuentes. Allí están los juegos escultóricos de Jean Tinguely, el maestro del arte cinético con su mecánica de movimientos lúdicos y chorros de agua. Pero también las pequeñas fuentes de dragones que sujetan orgullosos el escudo de la ciudad mostrando el báculo de sable.
El aula donde tienen lugar las presentaciones del congreso está en un edificio que da al Rin. Yo, que he convivido en los últimos diez años con el río Mississippi, siento una extraña emoción al contemplar las aguas caudalosas de este río europeo, el tentáculo fluvial de los suizos que sueñan con llegar al mar. En Basilea ha dejado de llover y la ciudad se refleja en las aguas del Rin y entro en el aula expectante por la belleza que me rodea. Entonces una de las charlas del apasionado hispanista Ignacio Rodulfo Hazen me lleva a la Roma de comienzos del siglo XVII cuando España llegó a tener tres compañías de teatro asentadas en la ciudad. Escucho atenta otras charlas sobre Lope de Vega, y la jornada termina con un concierto del barítono Sebastián León acompañado por Nacho Laguna tocando la guitarra barroca y la tiorba. La música del siglo XVII impregna la sala y la ciudad, y se mezcla con el curioso paseo por las callejuelas de Basilea, con la catedral, los puentes y la barcaza que atraviesa el Rin, con la vida sencilla de los que amamos hacer pequeñas excursiones para llenarnos con la sabiduría y el talento de los demás. Cuando llego a Zúrich tarde por la noche, en mi cabeza todavía resuenan las canciones de Juan de Arañés y camino despreocupada por las calles tarareando tonos y villancicos, invocando la energía vital de otra época.
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