Hay quienes deciden, en un momento determinado de su vida, formar parte de un club. Las razones pueden ser insondables como el alma humana, yendo desde la estrategia al esnobismo, pasando por la tradición, la solidaridad o el capricho, pero lo que está claro es que ser miembro de un club dice mucho de la biografía, los gustos, las costumbres o las aspiraciones del individuo miembro. Por ejemplo, están los que gustan de algún club náutico por aquello de la vida portuaria de cabotaje vacacional, alternando las tempestades conradianas con el pulpito a la brasa; los que siguen las británicas costumbres de los elegantes English clubs que cristalizan hoy casi de manera fósil, idénticos a como los describiera, con mucha sorna, Lampedusa (imaginen, un palermitano aristócrata y culto en un club londinense), los clubes deportivos, los de lectura o discusión, e incluso, en otro orden de cosas, los clubes de carretera.
Esta lectora también tiene sus debilidades, por supuesto, y en esta materia reconoce con orgullo la pertenencia —por iniciativa propia y derecho de admisión adquirido a golpe de lectura— a pocos, pero exclusivos, clubes. Concretamente, a tres: El Club de los Suicidas, El Club Dumas y el Club Zerzura. Y de este último quería hablarles.
El mar, por culpa de Homero, ha sido el lugar preferido por la literatura para el misterio y la aventura. Ciudades sumergidas, puertos hundidos, islas desaparecidas, Non plus ultra, Hic sunt dracones, etcétera.
Pero hay otro mar que rivaliza en enigmas con aquel, y es el desierto. En esto nadie puede discutir que uno de los más emblemáticos mares, rico en mil y una leyendas, es el desierto de Libia, cuyas arenas se extienden hasta Egipto y Sudán. De hecho, esa conexión quedaba trazada en caminos efímeros por los únicos que se atrevían a atravesarlo, los mercaderes de las caravanas de esclavos que recorrían la llamada Ruta de los Cuarenta días o Dar el Arba’in. Del Nilo a El Fasher en Sudán. Aquel tiempo de los nómadas se alimentaba de leyendas, algunas de las cuales fueron recogidas en el fastuoso libro de Las perlas escondidas.
Unos pocos atrevidos, animados tal vez por el reciente descubrimiento de Troya o los tesoros de Tutankamón, se armaron de valor dispuestos a encontrar aquellos oasis perdidos, decididos, sobre todo, por lo que un pastor de camellos había relatado al egiptólogo John Wilkinson, mapa en mano, sobre la existencia certera de esos tres oasis misteriosos, y en especial uno llamado Zerzura, localizado en la confluencia de tres valles en la meseta de Gilf el Kebir. Era el turno de los exploradores, que terminaron encontrando dos de ellos, el oasis de Uweinat y el de Arkenu, pero nunca hallaron Zerzura.
En los albores de la II Guerra Mundial, un grupo de aventureros cosmopolitas (el Club Zerzura) se internó en el desierto recorriéndolo en vehículos y aeroplanos en pos de aquel sueño, con las Historias de Heródoto como única guía de viaje. Pero la realidad era otra (y eso lo cuenta de maravilla Saul Kelly en El oasis perdido, editado por Despertaferro), pues detrás de aquel aparente espíritu caballeroso, estos gentlemen, entre los que se encontraba el conde Lászlo Almásy, fascinante aventurero y aristócrata húngaro, se dedicaban a servir a la Corona, cartografiando el desierto de Libia por motivos militares: si Mussolini contaba con hacer de Egipto la pieza central de un nuevo Imperio Romano, los ingleses estaban dispuestos a impedirlo a toda costa.
Al poco, la guerra llegó al desierto, y sobre los fantasmas del ejército perdido de Cambises atronaron las cadenas de blindados del Eje, decididos a alcanzar Alejandría. Por desgracia, el conflicto obligó a aquellos gentlemen del club Zerzura a tomar senderos encontrados, pero esa es otra historia.
Comprenderán, sobre todo después de leer El oasis perdido que, para muchos, el conde Almásy sea admirado y hasta amado por algo más que por haber sido el paciente inglés; si me permiten, una especie de Ulises de la Odisea de arena. También esta lectora lo amaría si no fuera porque frente al héroe cansado endeudado hasta las cejas con Penélope, ella siempre prefirió al joven Aquiles, valiente, colérico, libre y chulo; otro aventurero de las arenas que hace siglos, en un desierto similar al de Libia pero mucho más al sur, al oeste de Yamena, en la región de las batallas, fue capaz de subir a la colina de los muertos para contar los cráneos agujereados que brillaban como perlas gigantes bajo el sol implacable, bajando luego a la tierra calcinada a buscar el cementerio de los guerrilleros libios, un lugar polvoriento donde doscientos soldados, casi niños, descansaban en tumbas sin nombre señaladas tan solo por las pocas cosas que llevaban los hombres que lucharon (cascos agujereados, botas, cantimploras, o cargadores vacíos de fusil).
Ese joven Aquiles, destinado a una vida corta, como los grandes héroes de larga memoria, tuvo tiempo de regresar y contarlo para que hoy algunos miembros del Club Zerzura seamos capaces de vislumbrar las nuevas coordenadas de aquel oasis perdido que lo sitúan mucho más al sur, junto a las orillas sagradas del rio Chari, cuyas aguas infestadas de cocodrilos mojaron una vez la piel del héroe.
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Autor: Saul Kelly. Título: El oasis perdido. Editorial: Desperta Ferro. Venta: Todostuslibros y Amazon
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