Doña Nicoletta Polo Lanza Tomasi es una anfitriona nata; menuda, elegante, dinámica, es el alma del Palazzo Lanza Tomasi de Via Butera, en Palermo que sin duda alguna no existiría ya si ella no hubiese traído hasta aquí su inteligencia viajera y su facilidad veneciana para los negocios.
En un español perfectísimo nos explica con naturalidad que el palacio tiene unos gastos de mantenimiento de 50.000 euros al año, por lo que se han visto obligados a convertir parte de él en alojamiento temporal de viajeros y turistas.
Sobrevuela sigilosa sobre las geometrías del suelo cerámico sin apenas rozarlas, como una golondrina; sonriente y elegantemente sencilla, su conversación es fluida, tanteando con sutil cautela a la desconocida que hace unos días le confesó, por mail, que sería un honor poder visitar la biblioteca de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, el autor de El Gatopardo.
Me muestra el jardín; una terraza orientada al puerto llena de plantas frondosas y fuentes murmurantes donde las escamas rojas de los peces espejean bajo la intensa luz palermitana y unas hermosas tortugas buscan la sombra tras el escudo de piedra del rampante felino de los Lampedusa.
Las dos primeras plantas del palacio siguen siendo privadas y son, ciertamente, un laberinto lampedusiano de cámaras, pasillos, alcobas y antealcobas plagadas de recuerdos, objetos personales, antigüedades, fotografías, pinturas, grabados, biombos, esculturas, pesadas cortinas, tapices, alfombras…todo distribuido con estilo y suavidad; otorgando a las vastas estancias un aspecto sorprendentemente acogedor, casi doméstico, que invita más a la vida que a la fría admiración. Respira todo el palacio un gusto aristocrático atemporal, genéticamente adquirido en paisajes seculares de lujo sereno y riqueza acostumbrada a sí misma, generosa y abierta, sin alardes ni estridencias, sin acopio de caobas, vitrinas, cueros o arcos neorrománicos de piedra tan al gusto de la elegancia clásica, acomplejada de su propia grandilocuencia, del nuevo rico.
Muy al contrario, esta descuidada elegancia del palacio resplandece en cada sala donde conviven con intuitiva perfección oscuros óleos barrocos o delicados grabados franceses del siglo XVIII junto a un bellísimo Miró, un par de retratos de Picasso o un curioso cuadrito expresionista aparentemente de la escuela norteamericana de los 50 que, ante mi insistencia en intentar identificar la ilegible firma del pintor, Nicoletta comenta, burlona:
No, no es un Twombly. ¡Ya me gustaría que lo fuese!
Se aleja, pizpireta, consultando su teléfono móvil, que no para de emitir sonidos y alarmas de distinta naturaleza, dejándome en el asombro mal disimulado de su indiscutible conocimiento de la pintura contemporánea, oyéndola todavía murmurar a lo lejos:
El préstamo temporal a instituciones culturales de una obra de Cy nos habría ayudado a pagar una buena parte de lo que este palazzo necesita.
Cuando por fin la alcanzo nos miramos, sonrientes, porque las dos sabemos que algo funciona. La conversación hace rato que dejó de ser cautelosa para volverse confidencial, melancólica, irónica, divertida. Hablamos del Mediterráneo como una patria común; del español y el italiano como lenguas hermanas; del pasado como el lugar al que querríamos regresar. Con la pisada suave pero segura de una prima ballerina me invita a seguirla sorteando cerámicas trinacrias, bustos de Carrara y mesas venecianas hasta colocarme delante de aquel retrato. Se trata de una pintura al óleo que reproduce, casi a tamaño natural, a una bellísima mujer vestida a la moda de los años 20 con un precioso niño rubio en sus brazos que me hace pensar en las Venus con Cupido del Renacimiento Florentino.
De aspecto refinado y etéreo, contempla con unos inteligentes ojos claros un punto indeterminado por encima del espectador, a su derecha, y uno puede imaginarla sin esfuerzo siendo el centro de atención en cualquiera de las fiestas de Zelda y Scott Fitzgerald.
Ésta era la abuela de mi marido, Gioacchino. Yo la conocí cuando era una mujer octogenaria, pero le aseguro que no había perdido ni un ápice de su elegancia y su belleza. Cosmopolita, inteligente y muy lectora, en el palazzo conservamos, junto a la de Giuseppe, parte de su nutrida biblioteca. El español era su lengua materna, pero nunca la usó con sus hijos, a los que hablaba en inglés, alemán o francés, y por eso ninguno de ellos la llegó a hablar con corrección. Era divertida y culta como solo podían serlo las damas de su clase entonces. Jamás entró en una cocina y jamás se preocupó por el dinero… Creo que pensaba que surgía por generación espontánea. Era una mujer de otro momento; fruto de una Europa che non è più possibile…
Sonríe melancólica frente a la mujer del retrato, aunque no es a ella a quien mira; observa más allá de la perspectiva, al otro lado de las arquitecturas venecianas, tal vez buscando en aquellos trazos palaciegos el hogar recuperado de su pasado y su memoria.
Acompáñeme, por favor. Vayamos a la biblioteca.
Cruzamos el Salón de Baile y una gran sala donde nos detenemos. En un pequeño mueble de cristal, los Lanza Tomasi Polo conservan los manuscritos originales de El Gatopardo: el cuaderno preparatorio, el dactiloescrito dictado por Lampedusa a Francesco Orlando, así como el manuscrito completo de 1957 junto con la primera edición de Mondadori y una fotografía del escritor corrigiendo la novela en Siculana, en el Palazzo Agnello. Junto con la fotografía se conservan la pitillera y el encendedor de plata que el príncipe usó hasta su muerte, grabado en ambos el escudo de armas de su familia: el famoso leopardo rampante al que los sicilianos, en el dialecto local, solían denominar “gattupardu”.
No sé qué decir, el silencio emocionado es lo único que puede estar a la altura de este momento que me siento ahora incapaz de medir. Al cabo levanto la vista y me encuentro sola en el gran salón. Nicoletta ha desaparecido y de la sala contigua vienen una luz dorada y un sonido característico, mediterráneo, de contraventanas de madera al chocar y abrirse. Me asomo y allí está por fin; la biblioteca del último gatopardo, todavía idéntica a la de la foto del libro de Gilmour.
La señora Polo Lanza Tomasi me sonríe. Esto es todo lo que el escritor pudo recuperar después del bombardeo del Palazzo Lampedusa: algunos libros, algunos muebles y la chimenea de mármol.
Paseo frente a las vitrinas cerradas que albergan libros en todos los idiomas, principalmente en inglés, pero también en alemán, italiano, francés, español… Libros de historia, novelas, estudios sobre literatura… La resaca de la memoria rescatada del desastre de la guerra, junto a aquellos otros libros que el viejo Giuseppe fue adquiriendo en los días de vida en este palazzo. Nos cuenta magistralmente David Gilmour la rutina de sus últimos años en torno a los que se forja, en la cabeza y el melancólico corazón del escritor, su primera, última, gran novela:
Después de levantarse a las siete, se paseaba sobre las ocho por el Corso Vittorio Emmanuele hacia el centro de la ciudad. Torcía hacia el oeste a la altura de Via Roma o un poco más allá, en Quattro Canti, y seguía andando en esa dirección hasta que llegaba a su café favorito, la Pasticceria del Massimo en Via Ruggero Settimo. Allí se tomaba su tiempo para desayunar y leía uno de los libros que llevaba con él. Comía pastas y pasteles con un placer especial (…). Antes de dejar el Massimo compraba algunas pastas más que metía en su bolsa, y luego se encaminaba hacia la libreria Flaccovio donde entraba con su bolsa de cuero llena de pastas calabacines y tomos de Proust. Después solía ir a otro café, el Caflish, en el que un grupo de intelectuales de su misma edad se reunía habitualmente para intercambiar ideas (…) y donde a veces leía un libro o el periódico mientras los otros charlaban.
Muchas veces comía en la pizzería Bellini, en una plaza tras el ayuntamiento, al lado de las pequeñas iglesias normandas de San Cataldo y La Martorana.
Cuando la historia de El Gatopardo empezó a tomar cuerpo y abrirse camino entre la rutina de los días tristes empujando desde dentro con una rotundidad que ni el escepticismo ni el desarraigo podían ya detener, Lampedusa empezó a frecuentar las mañanas del Mazzara, un café en un feo edificio moderno muy cercano a Via Ruggero Settimo, fuera de su círculo habitual, lo que le permitía escribir con tranquilidad.
En todos esos lugares y en esta biblioteca donde yo estoy ahora, en este silencio, entre estos libros, nació una de las historias definitivas de la Europa que ya nunca más será; una novela tan humana que trasciende la intención primera del autor, que era la de contar el final de una familia aristocrática del Mezzogiorno para convertirse en la metáfora del ocaso del Occidente europeo, que poco a poco, inexorablemente, se va hundiendo en su pasado esplendor y en el olvido.
Los restos ruinosos del Palazzo Cutó en Santa Margherita; la soledad desnuda de Palma de Montechiaro; la reconstrucción absurda y neomoderna del gran Palazzo Lampedusa de Palermo…
Nada o casi nada conserva hoy la memoria del escritor, sepultada no ya bajo los restos de terremotos y batallas, sino en lo más profundo del silencio y la desmemoria, la incultura y la desaparición de las bibliotecas.
Por eso es tan importante la labor del matrimonio Lanza Tomasi Polo; por eso quería estar aquí, traer de la mano a mi hijo; caminar juntos por esta biblioteca antes de que todo se acabe y aunque él aún no entienda.
El señor Lanza Tomasi está sentado al fondo de su despacho, una estancia medio escondida precedida por una sala atestada de libros apilados en estanterías metálicas. Un hombre apuesto, de tímidos ojos azules, vestido con desaliñada elegancia, me saluda (el gesto secular, reflejo, de acercar mi mano a sus labios sin llegar a rozarla con ellos), disculpándose por su mal español, que nunca terminó de perfeccionar, y por no tener nada en esa lengua que ofrecerme de su biblioteca. Le explico, en mi mal italiano, que mi capacidad razonable de leer en su lengua compensa la incapacidad de hablarla con corrección. Sonríen ahora sus ojos claros observándome con curiosidad y entonces le reconozco; es el rostro de aquel joven apuesto que aparece junto al escritor en casi todas las fotos de sus últimos años: Gioacchino, el hijo del corazón de Lampedusa.
Si en ese momento hubiese sonado un vals en el Gran Salón del palazzo, habría ignorado inmediatamente los nombres escritos en mi cuaderno de baile aceptando, sin dudarlo, su invitación.
Sus ojos parecen cansados; siguen sonriendo, pero ahora lo hacen desde muy lejos.
Bártolo, el pequeño teckel de dos meses, juguetea entre nuestros pies, mordisqueando con sus agudos colmillitos las zapatillas de piel de su dueño.
Antes de que se marche quiero entregarle algo, signorina. Es la última edición revisada por mí de El Gatopardo, que incluye algunos de los fragmentos eliminados en otras ediciones. Espero que le guste; y cuando vuelva a Sicilia no dude en pasar a saludarnos, será siempre bienvenida en el Palazzo de Via Butera.
Le doy las gracias, emocionada, al matrimonio, que me despide al pie de las escalinatas de mármol rojo de la entrada. Desciendo unos cuantos peldaños y me vuelvo por última vez; quiero tentar a los dioses que habitan aún en esta isla; que me conviertan en estatua de sal y poder así quedarme entre estos muros para siempre, pero nada de eso ocurre.
Al fondo del corredor, el retrato de Giulio, Príncipe de Salina, el astrónomo, me observa grave, por entre sus pobladas patillas y parece como si me sonriera, burlón.
“Affinchè niente cambi, tutto deve cambiare”. Nunc scio. Ahora sé.
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