Hay historias que te esperan el tiempo que sea necesario. Sabes que un día las contarás, pero no cuándo. Yo no tendría más de veinticinco años cuando supe que escribiría esta novela; tardé diez años en empezar a hacerlo. Antes no me sentí con la fuerza o la habilidad necesarias. La culpa es de una casualidad tan poco verosímil que me pareció imposible representarla de manera convincente. Habría podido prescindir de ella y contar la historia que rodea esa casualidad, pero sentía que hacerlo era una derrota. Me explico:
Principios de los ochenta; estoy con mi abuela en la terraza de la casa de mis padres. La he convencido para que me cuente cómo conoció a mi abuelo, un cubano que la abandonó cuando la guerra civil española se acercaba a su fin. Era un tema casi tabú en la familia: abandonó a mi abuela, abandonó a mi madre cuando era niña; nunca regresó, como había prometido; ocultó que tenía otra mujer y varios hijos en Cuba.
Después de resistirse, mi abuela empieza a contarme de aquellos días previos a la guerra civil, de la pobreza pero también de la juventud y la alegría. Dónde se vieron por primera vez, cómo empezaron a vivir juntos, la brutal interrupción que supuso la guerra pero que no les impidió seguir haciendo planes… Mientras hablamos suena el teléfono. Aún no sé por qué, es mi abuela quien se levanta. Yo me quedo pensando en lo que me ha contado, intentando imaginar a mi abuela cuando era joven, con el pelo negro y la risa alegre, bailando y coqueteando. Ella regresa con los ojos enrojecidos: han llamado de Cuba, me dice, tu abuelo ha muerto.
Se me puso la carne de gallina. Mi abuelo muere el día en el que hemos hablado de él después de años sin hacerlo. Un cierre casi perfecto (habla aquí el novelista, no el nieto) para una historia plagada de giros dramáticos. Un día lo escribiré, me digo ya entonces, consciente también de que aún no era capaz de crear una novela que abarcaba cincuenta años, dos guerras, dos continentes y las vidas de dos personas que mantuvieron el contacto durante décadas (un secreto que guardaron mucho tiempo) pero no volvieron a verse.
Empecé a escribir la novela en 1993. Sonsaqué a mi abuela, conseguí que me diese unas cartas que primero afirmaba haber destruido, también mi madre me contó algunos detalles aunque no le hacía ninguna gracia que escribiese sobre su madre, sobre el padre que la abandonó, sobre ella misma. Decidí, claro, que tenía que ir a Cuba. Lo hice dos años seguidos durante el periodo especial. Rebusqué en decenas de libros información sobre la revolución, en particular en la zona de Sierra Cristal, donde mi abuelo se sumó a los rebeldes. Visité el pueblo de mi abuelo; conocí a su familia cubana (a la parte que no se había ido a Miami); localicé a una mujer que había luchado con él en la guerra civil, en el Comité Antiimperialista Revolucionario Cubano; también pude hablar con ancianos que participaron con él en la revolución; recorrí la sierra en jeep, abusé de la amabilidad de tantos cubanos para obtener toda la información posible.
Escribí durante casi tres años esta novela que me absorbió como pocas lo han hecho. Leí todo lo que pude de autores cubanos para empaparme del ritmo de la lengua y del léxico. (Más casualidades: en un bar de Bruselas un hombre se acercó a mi mesa porque me había oído hablar de Cuba a unos amigos y me pidió permiso para sentarse con nosotros; resultó de ser un pueblo vecino al de mi abuelo y tenía una foto en la que aparecía un tío abuelo mío; luego me ayudaría a corregir la parte cubana de la novela). Mi madre un día me entregó un cuaderno: «Toma», me dijo, «si vas a escribir esa historia a lo mejor te sirve»; había anotado en él todos sus recuerdos relacionados con su padre.
No sé si hoy habría escrito esta novela como una autoficción. Entonces no me planteé presentarla como una investigación en la que yo aparecería con mi nombre. Me disfracé y disfracé a los personajes; usé todos los datos que tenía sin modificar ninguno por exigencias de la narración. Pero añadí escenas inventadas. ¿Por qué? ¿No habría sido más veraz atenerme a lo que sabía?
Sigo dándole vueltas a aquella decisión sin arrepentirme de ella. Ya entonces decidí que la historia de mis abuelos era un asunto privado. Lo que yo quería narrar era algo más ambicioso: la historia de una generación vapuleada por la Historia, las sensaciones y la atmósfera de un mundo que oscilaba entre su reconstrucción y su destrucción. ¿A quién le importan mi abuela o mi abuelo? Yo buscaba ir a algo más general, y para ello necesitaba la imaginación, que es una manera tan imperfecta como cualquier otra de conocer la realidad. De cualquier forma, la tentación de una supuesta objetividad quedaba suprimida por ese narrador en primera persona, el nieto que indaga en la vida de sus abuelos, el cual duda, es consciente de que le ofrecen explicaciones contradictorias, va cambiando de opinión según avanza la novela. Y sin darme cuenta estaba contando la historia no de aquella generación que vivió varias guerras, sino la de la mía, una generación que pasó de lanzar una mirada épica al pasado a contemplarlo con desencanto y hasta con desprecio. La historia entonces de una generación que no ha conseguido elaborar una postura justa hacia los acontecimientos que han modelado el mundo en el que vive.
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