Ya está en las librerías Viaje a Rusia, de Josep Pla, libro publicado por Destino, que por primera vez ha sido traducido al castellano por Marta Rebón, que también es autora del prólogo. En 1925, pocos años después de la Revolución Rusa, Occidente veía la URSS bajo un halo de misterio y extrañeza. En ese contexto, Josep Pla, que a sus veintiocho años ya había viajado por toda Europa, fue a visitar Rusia para sacar una imagen más clara de ese país todavía en construcción. De ahí salieron los dos textos que conforman este volumen, por primera vez traducidos al castellano: Viaje a Rusia en 1925 y el perfil del comunista catalán Andreu Nin. Zenda reproduce un fragmento de esta obra.
De Riga a Moscú: el bosque
A medida que el tren va adentrándose en Letonia, se abren, como un abanico ante la vía, las alas del paisaje, la tierra se va volviendo cada vez más desolada. De madrugada se entra en la zona de la frontera ruso-letona. Detrás de la ventana del vagón, bajo una lluvia que parece que dura toda la vida, se extiende un paisaje lacustre, despoblado, con un perfil de ondulaciones mordisqueadas con matas bajas y algún árbol esquivo y raquítico, sobre un cielo pálido.
En la última estación «capitalista» — la frontera— se encuentran los primeros contactos con Rusia. El tren soviético engancha los vagones directos Riga-Moscú. La máquina rusa, con el ténder cargado de leña de pino, lleva, en el flanco, bajo el anagrama de la Unión de Repúblicas Socialistas, la hoz y el martillo. El tren sólo tiene dos clases: la clase seca, que corresponde a nuestra tercera, y la clase blanda, que es nuestra segunda. En los trenes de largo recorrido, no obstante, todo viajero tiene derecho a disponer de un lugar para tumbarse. La cama se confunde, pues, con el billete. Los vagones, enormes, sin lujo, son, no obstante, muy decentes.
El tren tiene vagón restaurante. El precio del viaje es razonable: la clase blanda, de la frontera letona a Moscú — veinticuatro horas—, cuesta diez dólares. El tren se pone en marcha despacio y llega un momento — si asomáis la cabeza por la ventana— que veis aparecer, a horcajadas sobre la vía, un monumental arco rústico, de madera y ramas. En el centro superior del arco está colgado un retrato de Lenin, rodeado de follaje y de rosas de papel. Pasado el arco, el tren se detiene. Es el límite de la frontera. Os encontráis, entonces, ante una casa de madera, ocupada por gente armada. Un destacamento de soldados rojos —vestidos de caqui, con un gorro de tela puntiagudo y la estrella roja en la parte frontal, jovencísimos, la bayoneta calada— forma un cordón alrededor del tren. Estos soldados ya no os dejan hasta la aduana. Echamos un vistazo a la casa de madera: una bandera roja ondea sobre el tejado. En la fachada, en el centro, una litografía con un fondo rojo: Lenin. En el ángulo de la casa, una flecha pintada sale de un letrero: por poca práctica del abecedario ruso que tengáis, veis que el letrero dice: BIBLIOTECA.
Con un soldado en cada estribo, el tren se vuelve a poner en marcha, hasta la estación de la aduana: Sébezh. Los aduaneros, sin uniforme, os esperan en un local recién restaurado y pintado, limpio. Pasáis dos registros; el de los objetos es minuciosísimo, pero lo hacen con la máxima corrección. Lo hacen, generalmente, aduaneros del género femenino, señoritas.
Después tenéis que pasar por el mal trago de la fuerza armada. Esta fuerza, antes, era la Checa. La Checa, hoy, ya no existe: hay una institución similar, que tiene, no obstante, menos facultades ejecutivas que la famosa policía: la GPU. En la aduana los soldados de la GPU registran vuestros papeles. Es una visita implacable, obsesionante, absoluta. Hojean vuestros libros, os piden información sobre los papeles, las cartas, sobre la palabra que habéis escrito al azar en la esquina de una tarjeta de visita. Es lo mismo que se hacía en las fronteras durante la guerra.
Tenéis tiempo, sin embargo, en la estación de distraeros un rato. Por las paredes encontráis, en busto o en litografía, los retratos de las principales figuras de la Rusia de hoy: Lenin, que está en todas partes; Kalinin, presidente de la República; Stalin, Trotski, etc., etc. Bajo la bandera roja y el anagrama, la hoz y el martillo. Una infinidad de carteles: los carteles revolucionarios, de una truculencia brutal, van dejando lugar, no obstante, a los carteles constructivos: un cartel-anuncio de la cooperativa de maquinaria agrícola, grabados explicativos de los preceptos higiénicos más elementales, carteles contra la mortalidad infantil, etc., etc. Mientras lo miraba todo, se me ha acercado un joven que hacía tintinear dinero dentro de una caja de hojalata y me ha alargado un papel, escrito en siete u ocho lenguas. Es una suscripción a favor de los obreros chinos. Le he dado un rublo y el joven me ha hecho una gran reverencia.
Si os aventuráis, para hacer tiempo, a dejar la estación y a andar un poco más allá, os sorprenderá, probablemente, oír por los campos un gran parloteo de pájaros. Son bandadas de cuervos y de grajillas que picotean la tierra. La grajilla es un pájaro oscuro que tiene una cabeza redonda como un canónigo. Es el pájaro —d icen los poetas— que en Rusia anuncia la primavera. Cuervos se ven a miles. En este país el cuervo, sin embargo, se acerca a las personas y no tiene la consideración siniestra que nosotros le damos.
Y, como todo llega, llega también la hora de emprender la marcha. He tenido la suerte de hacer el viaje en domingo. La costumbre universal de la gente de los pueblos de ir a ver el tren está muy arraigada en Rusia. He pasado un domingo delicioso. Cada estación era una fiesta de color y un campo de observación magnífico. Los andenes estaban llenos de gente, principalmente de jóvenes. Es la primera vez que he visto a este pueblo dentro de su ambiente concreto. Me ha sorprendido la vivacidad, la vitalidad, la movilidad de la gente. Todo el mundo tenía su aire propio, su manera de hacer, su gesticulación. La multitud «se aborrega» poco. Era difícil observar un gesto afectado o poco natural o una actitud declamatoria. La gente me ha parecido muy sencilla, corriente y modesta.
En muchas estaciones, la juventud hacía un corro alrededor de dos o tres músicos que tocaban el acordeón. Las chicas —cara ovalada, rubias, ojos azules-verdes, pequeñas— iban vestidas de blanco. ¿A la moda? No. Se veía que llevaban el vestido de 1914, zurcido, remendado, pero limpio. Muchas llevaban atado a la cabeza un pañuelo rojo y las faldas largas, apenas enseñaban el piececito. El color del pañuelo es, probablemente, la innovación más visible que se ha producido en el paisaje ruso desde la revolución. La indumentaria de los hombres se ha rusificado más. Hay un porcentaje pequeñísimo de rusos que llevan americana y chaleco. Llevan, en esta época del año, una blusa o camisa de colores claros, a menudo toda blanca, sujeta al cuerpo por un cinturón de piel. Hay camisas bordadas y llenas de dibujos en el cuello y en el contorno de abajo. Estamos acostumbrados en Occidente a los colores grises y oscuros de la multitud; aquí, los colores blancos de los trajes de los hombres y el rojo de los pañuelos femeninos crean una mezcla de una vivacidad, de una frescura y de una animación simpáticas.
… La juventud —decíamos— formaba un corro en torno a dos o tres músicos que tocaban el acordeón. Las canciones y los bailes populares de este país empiezan con una melodía alargada, que sólo dura pocos compases, porque enseguida se desliza hacia un estribillo monorrítmico, monótono y triste. Los bailarines dan golpes con los pies en el suelo siguiendo el crescendo de la aceleración del ritmo y los espectadores siguen la música con palmadas. Cuando los bailarines, rojos y sudorientos, pierden el aliento y caen rendidos, la música se rompe de pronto y entonces parece que se apaga algo: como si la canción fuera unos fuegos y los cohetes se apagaran.
Si en las otras líneas se viaja como en esta de Riga-Moscú, se puede decir que en Rusia se viaja bien. El vagón restaurante estaba bien surtido y contaba con una innovación que me ha gustado mucho: se podía comer a la carta a cualquier hora del día o de la noche. Los precios, más razonables que en los vagones restaurantes alemanes de Mitropa. Por un dólar —dos rublos— coméis tres platos copiosos. Una botella de agua mineral cuesta treinta kopeks. Una botella de vino tinto del Cáucaso — que, por cierto, tiene un gran parecido con el vino catalán— cuesta un rublo con veinte kopeks. En proporción, la bebida más cara es la cerveza.
He observado, además, que las cantinas de las estaciones estaban muy bien aprovisionadas. Podéis comprar de todo —pescado o carne fría— por un precio asequible. Por sesenta kopeks — siete reales de los nuestros— compráis medio pollo asado. Diréis, quizás, que es natural que en Rusia estas cosas tengan precios decentes, siendo como es este país un almacén inmenso de productos de comer y beber. Perfecto. Lo que no deja de ser un hecho — salvando siempre la situación que pueda haber en otros lugares del país— es que los precios que os piden yendo de Riga a Moscú son inferiores a los precios de Alemania y de España. Otras constataciones: las carreteras que he visto estaban en pésimo estado. El tren ha funcionado, en cambio, con una puntualidad perfecta.
En las estaciones, viendo pasar el tren, había tres clases de personas: un porcentaje —ínfimo— de personas que pedían limosna. Otro porcentaje de personas —más nutrido— que iban sucias y harapientas y que no podían esconder su miseria. La gran mayoría restante —el ochenta y cinco por ciento— tenía un aspecto uniforme, decente, sin pretensiones, sencillo, limpio. Este hombre de la gorra —objeto que en Rusia es de uso universal—, de la camisa de colores claros y del cinturón de piel tiene que ser considerado probablemente el ruso medio. Lo que no he visto nunca todavía es a nadie que fuera vestido de rico. Es la constatación que podéis tener en Rusia a cada paso. No he visto todavía a una persona de la que se pudiera deducir, por los signos externos, si era rica o pobre. He visto, ciertamente, muchos exricos, vestidos con los restos de la pompa anterior. No he visto todavía a nadie vestido de rico. Esto, que parece un pequeño detalle, modifica completamente el aspecto del país. Sentís que os encontráis en un lugar totalmente diferente de todos los que habéis visto hasta ahora.
«La organización de los transportes — me dice el ciudadano Vladímir Lidin, secretario de la Asociación de Escritores Rusos, compañero de viaje— se va fortaleciendo poco a poco. Hemos pasado ocho años en medio de una descomposición completa. La descomposición era casi absoluta en el momento de la revolución. Durante la guerra, los agentes alemanes del frente interior lo sabotearon todo. Para reorganizarlos, hizo falta la mano de hierro del comisario Dzerzhinski, actual jefe de la GPU, que es la Checa de hoy. Actualmente circulan todos los trenes que circulaban antes de la guerra. Dos veces por semana circula el Moscú-Vladivostok. Hay trenes perfectos, como el expreso Moscú-Leningrado (doce horas). Todos los trenes están en manos del Estado. El sindicato de los transportes se ocupa de los ferrocarriles. Este sindicato es uno de los más poderosos de Rusia, y el diario que publica, Gudok [Silbido], es uno de los más leídos.»
No puedo hablar del grado de desorden al que llegó la organización de los transportes en Rusia; pero, a juzgar por la cantidad de material móvil que se encuentra, pudriéndose, abandonado, en las vías muertas de las estaciones, se puede deducir que fue considerable. Salvo locomotoras, no se ve material móvil nuevo. Las estaciones se remodelan y se arreglan. No hay estación por pequeña que sea que no presente una librería abundante. Retratos de Karl Marx, de Lenin, de Stalin, de Kalinin, de Ríkov y de Trotski se encuentran en todas partes. Los comunistas llevan sus efigies en el pecho. Los sin partido los contemplan por todas partes. La instalación de las librerías y la difusión de la iconografía revolucionaria en las estaciones es obra del Comisariado de Comunicaciones.
Se ven muchas insignias. Los obreros del sindicato de transportes llevan en la gorra un martillo y un ancla. Cada sindicato tiene sus propias insignias alusivas.
La sensación dominante del viaje es, sin embargo, una sensación que yo no había sentido nunca: la sensación de la inmensidad del paisaje. Todo aparece, en relación con nuestras cosas, multiplicado por diez: las distancias, los pueblos, las perspectivas, las cosas. Para que las cuentas os salgan tenéis que poner siempre, aquí, un cero más. Un viaje de veinticuatro horas se considera un viaje de nada. Hay bosques que se pierden difuminados en el horizonte. Es un paisaje que recuerda la alta mar —diríais la alta tierra— en cuanto a la soledad que sentís y la dilatación enorme de los horizontes. Con la cabeza en la ventana veis como el tren va coleando, enfilando tierra y dejándola atrás: tenéis la sensación de que el tren no va a ninguna parte, que se ha perdido, que tanto podrá llegar a un lugar situado trescientos kilómetros más arriba como trescientos kilómetros más abajo. Es una sensación rara y un poco angustiosa.
Y el paisaje, hasta Moscú, salvo ser enorme y solitario, no creo que tenga ninguna condición más. Un conjunto inacabable de llanuras inmensas, puestas unas más altas o más bajas que las otras, pobladas de bosques de pinos tupidos, clareadas con algún campo o con el desparramiento de casas de madera sin pintar de los pueblos, es un paisaje sin intimidad, un puro elemento geográfico. Los pueblos — separados por distancias enormes— son todos iguales: las casas bajas, desperdigadas, sin orden, en torno a la iglesia, con sus medias calabacitas pintadas de verde o de azul — las cúpulas— y las cruces de filigrana. Es difícil comprender qué debe de ser, para el habitante de una tierra tan dilatada, el núcleo de gravitación espiritual. Es una soledad que explica el internacionalismo, el comunismo y el ilusionismo moral. Es un paisaje que debe de obligar por fuerza a la gente a llevar una vida sin vanidad.
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Autor: Josep Pla. Título: Viaje a Rusia. Editorial: Destino. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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