Quienes hacemos libros literarios tenemos que preguntarnos todo el tiempo para quién es el libro y si lo literario es permanencia, trascendencia o mutación permanente. En eso estaba yo en 2017 cuando sucedió lo que gatillaría mi reciente novela, Viaje a Partagua. Vivíamos mi pareja y yo en Brooklyn, New York City, durante el primer año del gobierno supremacista de Donald Trump en Estados Unidos. La muerte se anunciaba por todas partes y, como veríamos sólo tres años después, la muerte llegó y arrasó por cientos de miles.
El país más rico y más conservador del mundo se sinceraba: había elegido como su líder al viejo hombre violento, rico, dueño del espectáculo, violador de las mujeres, encarcelador de los inmigrantes y torturador de sus bebés, odiador de las personas negras y de las diferencias sexuales, orgulloso de su pertenencia a lo que, según él, es la única casta que debe importar: los ricos. Ya no bastaba para nosotros con padecer cada día los sutiles ataques xenófobos en la calle, en los parques, sobre todo en el subway por donde circulábamos horas y horas rumbo a nuestros respectivos trabajos en una editorial educacional secretamente evangélica, Benchmark, y una universidad católica antipopular, Fordham, en las cuales el trumpismo era tanto peor porque no era eso, sino la evidencia de la raíz tradicional y profundamente discriminadora de una nación en guerra constante porque se ve a sí misma construida sobre la idea de que es una sola nación, de que sus elegidos son libres a costa de la esclavitud de miles de otros seres siempre inferiores ––las personas con otra fisonomía, los animales, la naturaleza entera–– y que por eso gozan de total libertad de ir por todo el planeta arrojando bombas y chupando petróleo para ejercer como sea su libertad. La muerte se anunciaba por todas partes.
En ese clima enrarecido, sobreviviendo al régimen más perfectamente represivo porque nuestro Chile natal era ya por tres décadas una colonia más precaria de ese régimen y de esa propaganda, mi pareja y yo intentábamos escribir cuentos infantiles por encargo, ensayos académicos y nuestros propios libros de literatura. Ante el anuncio ineludible de la muerte, ¿qué es esa literatura sino una declaración permanente de que debemos mutar hacia la vida? ¿Cómo escribir sobre la vida que se abre paso por entre la cultura de la muerte en el subway de New York City, cómo escribir sobre la vida de una manera distinta a lo que ya había propuesto para mi país de nacimiento en una de mis novelas previas, La parvá, usando justamente el tren como lugar de encuentro para un complot nocturno contra la cultura de la muerte que comenzaba a imponerse a un país rural, pobre, y al que le habían borrado la memoria de su mutación permanente a punta de colonizaciones bélicas sucesivas?
Decidimos entonces tener un hijo.
Cada día rumbo a ese alumbramiento, en lo que durara el commuting hacia la editorial falsamente educativa donde yo trabajaba, igual que mi pareja lo hacía ––entre náuseas y en virtud de un sentido del olfato hipersensible–– rumbo a su universidad clasista, yo escribiría el fragmento de un libro sobre migraciones que fuera mutación permanente, trascendencia y permanencia, en busca de un final que conjurara la muerte multitudinaria que se nos venía encima. El mío se llamó Viaje a Partagua. El de ella, Cars on Fire.
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Autor: Carlos Labbé. Título: Viaje a Partagua seguido de La parvá. Editorial: Punto de Vista editores. Venta: Todostuslibros y Amazon
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