La jeunesse de Bacchus, de William Adolphe Bougereau
A propósito del turismo, Lawrence Durrell sentenciaba en La celda de Próspero que otros países tal vez te permiten descubrir sus costumbres, sus tradiciones y sus paisajes, pero que Grecia te ofrece el descubrimiento de ti mismo. Nosotros nos disponemos a concluir esta serie de Viajes al más allá añadiendo el Hades como visita ineludible y destino previo antes de emprender el que será nuestro último viaje, el día postrero a la agonía. Tras habernos dejado guiar por los héroes que lo visitaron y por los humildes mortales que lo soñaron, no podíamos terminar sin hablar de los dioses que lo frecuentaron.
Hades es su dueño y señor, su nombre se confunde con el lugar, es mapa y territorio, y con su paradójica sabiduría los griegos le atribuyeron el don de la invisibilidad, justificando así que podamos estar vivos en el infierno y ciegos a su visión, sintiéndonos oprimidos por su inadvertida presencia. Materia Oscura. Maya.
Su esposa y amante raptada es Perséfone / Kore, quien nos regaló la granada como símbolo de la eternidad, la última fruta de otoño que anuncia la muerte de la vida sobre la tierra. Giorgio Agamben le dedicó un maravilloso librito recopilando su mito agrario y espiritual, La muchacha indecible. Louise Gluck dijo de ella que no sabe qué es el invierno, sólo que es ella quien lo causa. Su resplandor es de luz apagada, también invisible a nuestros ojos, Energía Oscura que en la eterna noche del Hades deslumbra por su belleza, como la de las raíces de las flores.
Este padrón del inframundo estaría incompleto sin la tristeza de la muerte y el anhelo por la vida perdida que simboliza Demeter, la madre. Representada a veces como una diosa bifronte (madre/hija) es la imagen del desgarro por la pérdida a destiempo, como todas, de una hija. Ese dolor, Materia Visible, casi acaba con la vida en la tierra puesto que Demeter, a la sazón diosa de la agricultura, loca de sufrimiento, abandonó su misión y dejó la tierra baldía. Zeus, apiadado no tanto por su antigua amante como por la raza humana, pidió a Hermes que la acompañara al inframundo y bajara con ella a rescatar a su hija.
Ellos tres son el inframundo. Tan desconocido como omnipresente, igual que el Universo que, según parece ahora, está formado por un 72% de energía oscura, un 23% de materia oscura y un 5% de materia visible.
La materia visible se corresponde con el 5, como los sentidos con los que percibimos el dolor y alcanzamos el éxtasis. Como las líneas del pentagrama donde escribir la sinfonía de los planetas y con las que conjuramos la quinta dimensión para penetrar en los misterios de la materia oscura…
La materia oscura se corresponde con el 23, como las puñaladas que recibió Julio César, con las que conoció la traición y la muerte, como los años de revelación del Corán a Mahoma, con el que accedió tal vez al conocimiento de la energía oscura…
La energía oscura se corresponde con el 72, como los idiomas que se hablaron en la torre de Babel, como los nombres judíos de Yahvé, como las horas que Cristo estuvo muerto, como los ángeles que componen el coro celestial de la tradición cristiana, como el número taoísta de la inmortalidad…
Y nadie mejor que Hermes en su calidad de Psicopompo (el que guía las almas) para mostrarnos nuestra condición inmortal y acompañarnos en nuestra visita al Hades. Hermes evitaba que los difuntos se perdiesen en el oscuro camino hasta el tártaro. Su áureo caduceo iluminaba la senda. Caduceo cruzado por dos serpientes que simbolizan según el Pro Christianis de Atenágoras, la metamorfosis de Zeus para unirse con Rea en forma de serpiente, la unión de la oscuridad de la profundidad de la tierra y de la luminosidad del claro cielo. Hermes es el señor de los caminos, que no de los caminantes, ya que son los ladrones apostados en sus recodos los que le adoran y solicitan su protección.
En el primer tratado de mitología en castellano, Sobre los dioses de los gentiles (1508), de Alonso Fernández de Madrigal, más conocido como “El Tostado”, Hermes era aún Mercurio y, siguiendo casi al pie de la letra el Genealogiae deorum gentiliumun (1370) de Giovanni Boccaccio, un simple mortal. Sólo se le menciona por su interacción con otros dioses del Olimpo y cuenta que Mercurio es el planeta que menos tarda en dar la vuelta alrededor del sol y que se le representa con alas en las sandalias, porque su misión de mensajero de los dioses requiere de velocidad.
En 1585 Juan Pérez de Moya, en su Philosophia Secreta, relata que Mercurio, tras la muerte de su hermano Esculapio viajó a España, a su parte más occidental, el final del mundo conocido entonces, y que por eso los antiguos decían que había ido al Hades.
Hermes es también el dios de los muros de piedra que delimitan las propiedades. Cuenta el mito que los viajantes iban apartando las piedras a su paso y que éstas se iban amontonando a los bordes del camino. Es, pues, el dios de los límites. Los límites entre la realidad y el más allá; entre la razón y la sinrazón; entre la belleza y el horror; entre la luz y las tinieblas; entre la vida y la muerte. Como representante de los dos extremos es un dios liminar.
Tuvo un hijo con Afrodita, de nombre Hermafrodito, del que se enamoró la ninfa Salmacis: un día le abrazó y pidió a los dioses que no la separasen de su amado. Estos atendieron su súplica, y sus cuerpos quedaron unidos para siempre formando un nuevo ser, llamado Andrógino.
La comunicación entre dioses y hombres no siempre es inocua, y requiere de intermediarios. Cuenta Joseph Campbell en Las extensiones interiores del espacio exterior que C. G. Jung defendía que la función de la religión es protegernos de la experiencia de Dios. Casi la mitad de los relatos míticos de la Metamorfosis de Ovidio nos hablan de personajes mal preparados que sufrieron una transformación desfavorable por su encuentro con divinidades cuya deslumbrante fuerza no fueron capaces de asimilar.
Ese fue también el caso de Sémele, la madre de Dioniso, el último de los dioses asiduos al Hades.
Al descubrir que Sémele, hija de Cadmo y Armonía, esperaba un hijo de Zeus, la celosa Hera, disfrazada de comadrona, engañó a la mortal para que exigiera a su amante mostrarse tal y como era, no fuese a ser un falso Zeus. Tras sonsacarle la promesa de la concesión de un futuro deseo, el dios supremo no pudo faltar a su palabra, y a pesar de sus intentos de convencerla para que desistiese de su petición tuvo al fin que mostrarse en todo su resplandor. Duró apenas un instante. Los rayos y truenos carbonizaron a la estupefacta Sémele, que murió abrasada tras un breve fucilazo. Su naturaleza mortal no pudo soportarlo.
Esa fue la primera muerte de Dioniso, su primera visita al inframundo. Zeus, no obstante, lo rescató de la muerte de entre las cenizas de su madre y se lo introdujo en un muslo hasta que completó su periodo de gestación, trascendiendo así su condición de héroe, por ser hijo de un dios y una mortal, y tras su segundo nacimiento del cuerpo de un inmortal, adquirió su condición divina.
Nada más nacer, Zeus se lo entregó a Hermes, encomendándole su educación, quien a su vez, para protegerlo de la ira de Hera, lo envió lejos del Olimpo con las ninfas del monte Nisa.
Sus atributos son una corona de hojas de hiedra, un racimo de uvas, el Tirso (un palo rematado por una piña y una granada) y los Crótalos o castañuelas. Se le atribuye la invención de la siringa. Es el dios de la alegría y del vino, con el que celebra su triunfo por haber vencido a la muerte, y cuyos efluvios hacen olvidar a los mortales su condición. También es sobre todo el dios de las mujeres, liberándolas en sus ritos del dominio del hombre, razón por la que su culto fue prohibido en Roma.
Se casó con Ariadna en Naxos tras el abandono de Teseo, a quién castigó posteriormente, y por otra mujer, su madre, volvió a descender al inframundo y consiguió liberarla, colocando a ambas, Ariadna y Sémele, en el firmamento inmortal.
Cuenta Aristófanes en Las ranas que Dioniso bajó una vez más al Hades: en esta ocasión, aburrido de las obras de teatro que se estrenaban en la tierra, descendió para rescatar a Eurípides como poeta excelso, pero una vez allí y tras un debate entre Eurípides y Esquilo, decidió salvar a este último para que siguiera dando alegrías a los mortales y salvara del tedio a la ciudad de Atenas.
Antes de iniciar su descenso visita a Heracles en su casa para pedirle consejo,
así como puertos, panaderías, lupanares, paradas, bifurcaciones, fuentes,
caminos, ciudades, alojamientos y posadas donde haya menos chinches.
Comedias aparte, y de vuelta al mito, Robert Graves sostiene, como los órficos, que Dioniso era hijo de Zeus y Perséfone y que Sémele no era sino otro nombre de Core (antes de su muerte) / Perséfone (después de su resurrección).
Se lo representa como un borrachín anciano, pero también como un joven apuesto. Su imagen está relacionada con los ritos mistéricos, y la embriaguez de las Ménades con la culminación del sentimiento liberador que proporciona el conocimiento de una realidad más allá de la cotidiana.
Casi siempre está acompañado de un tropel de mujeres y de un fiel fauno/daimón llamado Sileno, al que Nietzsche atribuye la famosa sentencia tras haber sido interrogado por el rey Midas sobre qué era lo mejor y lo más deseable para el ser humano:
Lo mejor de todo, dijo, sería no haber nacido, no ser, ser nada…
y en su defecto, lo mejor para ti es morir pronto.
Para olvidar esa existencia en tránsito, las Ménades entraban en éxtasis masticando hojas de hiedra, que como las hojas de la vid, tienen cinco puntas que representan la mano de la diosa Tierra Rea, creadora de la Materia Visible…
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