El verano es el tiempo del viaje, la estación en la que el sol gana terreno a la línea de sombra con la que Conrad nos invitó a navegar la locura. Qué mejor momento para desplegar el mapa que esconde una novela. Hace ya tres años, en 2016, el escritor Arturo Pérez-Reverte dio a conocer a Lorenzo Falcó, su personaje más fascinante desde el capitán Alatriste: un espía sin escrúpulos, ex contrabandista de armas y agente de los servicios de inteligencia falangista en la Europa de entreguerras. Este jerezano, un cretino bien plantado, guapo y de buena familia, es un sujeto sin escrúpulos, pero con un particular sentido del honor. Así es el personaje que da vida a una serie que acumula ya tres novelas y varias ciudades.
Mercenario y espía, Falcó se mueve con extrema habilidad en la Europa turbulenta de los años treinta y cuarenta del siglo XX. París, San Sebastián, Madrid, Sevilla, Valencia, Tánger… Elegante caballero de buena cuna entregado a la aventura, Lorenzo Falcó recorre ambientes que van desde los elegantes balnearios aristócratas con cubertería de plata hasta los lugares sórdidos y violentos de Estambul, los Balcanes, África, la España de la Guerra Civil y la Europa de la Segunda Guerra Mundial. Trama detectivesca y novela de aventuras, con esta serie Arturo Pérez-Reverte retomó la incursión en el mundo de entreguerras que comenzó en El tango de la Guardia Vieja. Todos los libros de la saga, publicados íntegramente por Alfaguara, crean una cartografía literaria e histórica que bien merece un viaje de verano.
La serie comienza en otoño de 1936, con Falcó, cuando el espía jerezano recibe el encargo de infiltrarse en territorio hostil para completar una misión que puede cambiar el curso de los acontecimientos de la historia de España: rescatar a José Antonio Primo de Rivera, entonces preso de la República en la cárcel de Alicante. Tres personajes lo acompañarán en esta tarea: los hermanos falangistas Ginés y Caridad Montero y una enigmática mujer, Eva Rengel, contrapeso esencial y motor de una saga donde no todo es lo que parece. Tras pasar por Lisboa, Berlín o el Líbano, Lorenzo Falcó se mueve en esa España en guerra con la tranquilidad y la sangre fría de a quien no le importa lo que habrá de ocurrir.
Si en aquella primera entrega Pérez-Reverte regaló al lector estampas de la Sevilla de Chesca Prieto y el saber beber acodado en una barra repleta de espías, en su segunda novela, Eva, lleva al lector hasta Tánger. En esa ciudad mestiza, en la que todos están de paso, mandan varias facciones y países. Es un territorio con muchos actores en juego: Estados Unidos, Bélgica, Inglaterra, Italia, Francia, España y Portugal tienen ahí sus intereses. El territorio es pasto de espías y trapicheos. Falcó lo sabe, de sobra. Estuvo ahí, varias veces, la última en 1934, prestando sus servicios a la joven República. Ahora volverá, cómo no, contratado por el bando contrario.
En esta segunda entrega, el lector sube las escaleras por las que se accede desde el zoco hasta el Continental, el hotel que se levanta sobre la antigua sede de la Aduana y en el que durante los años de entreguerras se alojaron diplomáticos, intelectuales, políticos y espías y que, décadas más tarde, se convirtió en el objeto de fascinación de personajes como Paul Bowles, William Burroughs o Bernardo Bertolucci. Un edificio de finales del siglo XIX con vistas al puerto de Tánger. La ciudad a la que llega Lorenzo Falcó, en 1937, es un hervidero. Abundan los espías. Los que provienen de fuera y los que alguien más compra, desde dentro.
De las sesenta mil personas que habitaban entonces la ciudad, la mitad eran europeas. Se movían a sus anchas legionarios franceses y españoles, soldados ingleses y traficantes, pero también republicanos huidos de Ceuta y el Marruecos español, que se cruzan en el zoco de la ciudad con los marinos del bando nacional. Los primeros iban al café Fuentes y los otros al Café Central, donde hoy se encuentra el café Tingus. Muy cerca de estas calles sucede una de las mejores escenas de Eva: la pelea en el Café Hamruch, una tangana memorable y en la que, por un momento, los hombres del bando republicano y nacional aparcan sus diferencias para dar una lección a un grupo de ingleses que los llaman, a todos, sucios españoles.
Esas callejuelas que rodean el zoco vienen desde el puerto y llegan hasta la Kasbah, la zona alta de la Medina, rodeada de murallas. Se accede desde el Zoco Chico, subiendo por las callejuelas de la Medina, o por el exterior, la avenida de Italia. Allí, en la calle que está descrita en la novela como calle Zaitouna, quebrada y angosta, se ubica la casa de Moira Nikolaos, un personaje fascinante que sorprende al lector. Será justo en ese enclave —desde donde se aprecia todo el mar— donde Falcó reunirá a los dos capitanes, al republicano del Mount Castle, donde viaja el oro español, y al del destructor de los nacionales, el Martín Álvarez. También tendrá largas conversaciones con Moira Nikolaos, una mujer que conoce desde hace muchos años atrás y que servirá a los lectores para entender quién es Falcó.
Concentrados en distintos viajes, Arturo Pérez-Reverte necesitó veinticinco días en Tánger para armar el mapa de esta entrega. Descubrió no pocos enclaves y recreó muchos más. El escenario se sostiene por sí solo ante el lector, que en cada página encontrará el peligro y la belleza de una ciudad y un tiempo. La más reciente entrega, Sabotaje, ocurre en una capital fascinante: el París de los años treinta. En estas páginas, Pérez-Reverte retrata aquella Francia cobarde que se encamina hacia la Segunda Guerra Mundial.
La acción de la más reciente novela transcurre en la primavera de 1937, en el París de las vanguardias, una ciudad en la que se mezclan escritores, intelectuales y no pocos artistas comprometidos, o que dicen estarlo, junto a una potente red de espías en la que se solapan agentes de la Alemania Nazi con británicos, soviéticos, falangistas y republicanos. En Sabotaje aparecen desde reporteros y escritores como Gatewood, trasunto del norteamericano Ernest Hemingway —a quien Falcó propina una buena paliza en los baños de un cabaret de Pigalle— hasta figuras que hicieron de la militancia una pose artística.
Esta novela es, en toda regla, un retrato demoledor de los falsos compromisos o incluso del papel que jugaron el arte y la literatura como modalidades de propaganda. En Sabotaje el lector se topa con André Malraux, Peggy Guggenheim o Pablo Picasso, pero también con Marlene Dietrich y los habitantes de aquel mundo en el que glamour, militancia y cultura formaban una extraña encrucijada. A lo largo de los 18 capítulos de Sabotaje, Arturo Pérez-Reverte pinta la Francia gobernada por el Frente Popular encabezado por Léon Blum, que desaparecería al poco tiempo tras la ocupación nazi hasta transformarse en la República de Vichy.
¿Por qué es tan importante París? Porque esa es la ciudad donde Pablo Picasso preparó el Guernica, el cuadro que el gobierno de Negrín encargó a Picasso para el pabellón español en la Exposición Universal de 1937 y que el malagueño pintó en menos de un mes y luego de recibir 200.000 francos de una República quebrada. La misión de Falcó es destruirlo. Por esa razón, buena parte de la novela transcurre alrededor del edificio de tres plantas ubicado en el número siete de la Rue des Grands Augustins, el ático donde Picasso pintó aquel lienzo, el mismo donde Balzac ambientó una de las narraciones cortas de Le chef-d’oeuvre inconnu, una obra —por cierto— para la que Ambroise Vollard había encargado a Pablo Picasso algunas ilustraciones diez años antes.
Mientras unos beben champagne y hacen su propia revolución en el restaurante Le Dôme, en Montparnasse, o en el café Les Deux Magots, en Saint-Germain, se mueven por detrás personajes oscuros. Los fascismos, el comunismo y las revueltas son una realidad en España y el resto de Europa. Los vascos urden planes de nacionalismo entre San Sebastián y Hendaya —el carlismo, de fondo— y los catalanes se cobran su propia carnicería, mientras los Nacionales y Republicanos se desangran en una contienda que apenas cumple el primero de sus tres años. Los mapas de Pérez-Reverte fotografían el tiempo de esas calles que el lector puede recorrer en la ficción y la realidad. A las orillas del Sena, donde Falcó huye de una nueva emboscada, hoy es posible ver a los buquinistas, míticos libreros, obligados ahora por el turismo a vender souvenires y, cuando se tercia, ediciones de ocasión de Céline.
El París de Falcó es intransferible, por la riqueza del detalle y la perfección del acabado. Es un espacio a caballo entre lo histórico y lo literario —la trampa de la ficción, siempre enmascarada en la verdad— que cubre desde el paseo del Trocadero —por donde caminan Falcó y el Almirante tras visitar la Exposición Universal— hasta el Café de la Paix, frente a la ópera Garnier, donde el jerezano lee los periódicos y bebe un Tom Collins antes de reunirse con Sánchez, su enlace parisino del Grupo Lucero. La ciudad de la Luz, enchufada en las manos del lector con la energía de las historias eléctricas. Un continente, un mundo remoto, para recorrer en verano, un mapa para ganar terreno a la línea de sombra que aparece, puntual, todos los meses de julio y agosto.
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