Publicados originalmente en 1901, estos Viajes morrocotudos de Juan Pérez Zúñiga (Madrid, 1860-1938) son una irresistible parodia de los libros de viajes que en su época popularizaron autores como Verne, Stevenson o Salgari. Un disparate sin precedentes repleto de juegos de palabras, humor negro, situaciones delirantes y jocosas, a medio camino entre los hermanos Marx y los Monty Python. Con más de 200 ilustraciones del dibujante Joaquín Xaudaró (Filipinas, 1872 – Madrid, 1933), el libro se completa con un prólogo escrito a cuatro manos por Edu Galán y Darío Adanti (Revista Mongolia).
Zenda adelanta los dos primeros capítulos de esta obra publicada por Pez de Plata.
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I
ANTECEDENTES
¡Pobre Xaudaró y pobre de mí!
Debíamos a todo el mundo. ¡Cuánto hubiéramos tenido que hacer si entonces hubiéramos hecho lo que debíamos!
Todos nuestros recursos estaban ya apurados.
Y nosotros más apurados aún que los recursos.
Pedíamos dinero adelantado a los propietarios de los periódicos, y adquiríamos la convicción de que no estamos en el siglo de los adelantos.
En los libreros y en los editores encontrábamos únicamente madrastras sin entrañas conocidas.
Los parientes y los amigos habíanse sometido ante nosotros en un blindaje tal, que lejos de hacerles mella en la epidermis moral el fuego de nuestras lágrimas suplicantes, no teníamos más que preguntarles por la familia para que nos respondieran con un «no tengo» irritante y desconsolador.
Joaquín Xaudaró hacía caricaturas a más y mejor, a porrillo y a tutiplén… y a Maura y a La Cierva y a Paraíso. Pero el importe de estos trabajos no le bastaba para vivir.
Por lo que respecta a este servidor de ustedes, escribía más que el Tostado y que todos los escritores sin tostar habidos y por haber, prodigando de una manera empalagosa su colaboración en diarios y revistas, sin que esta ímproba tarea le pudiera sacar de apuros, dado lo poco que en nuestro país se remunera a los que, como Xaudaró y este cura, entretienen bien o mal a los humanos, distrayéndoles durante no pocos momentos de las amarguras de la vida.
¡No, no hay justicia en la tierra!
Si en otro mundo pagan mal también a los escritores cómicos y a los caricaturistas, ¡vive Dios, que nos hemos lucido!
En fin, no divaguemos.
Dada nuestra situación, teníamos que jugarnos el todo por el todo.
Habíamos pensado hacer un libro de viajes, aprovechando la actual afición del público a las expediciones maravillosas, a las novelas de movimiento y a los infundios cosmopolitas.
Pero necesitábamos un editor.
En Madrid no pudimos encontrarlo a la medida.
En Barcelona surgió uno que a mí me estimaba mucho como literato (¡Dios le pague su chifladura!) y a Xaudaró le quería como si le hubiese amamantado durante todo el primer año económico de su existencia.
El tal editor nos hizo al efecto proposiciones que, a pesar de la estimación y el cariño supradichos, nos avergonzaban un si es no es; y para arreglar este asunto, valiéndonos de ciertos elementos que nos proporcionaron la ventaja de viajar casi de balde y haciendo un esfuerzo sobrehumano, partimos Xaudaró y un servidor de ustedes en dirección a Barcelona el 2 de mayo, después de habernos despedido de nuestros parientes, amigos y testamentarios y de haber besado con efusión a nuestras caras esposas y a los tiernos frutos de nuestro vientre.
II
EN BARCELONA
EN EL TREN – FRACASO EDITORIAL – MÍSTER SANDWICH – PROPOSICIÓN ESTUPENDA – ¿«EL TRIFINUS»? – ¡SE SALVÓ EL PAÍS! – AL AGUA, PATOS
Nuestro viaje a Barcelona no tuvo lance digno de mención, a no ser que entre Calatayud y Zaragoza chocamos.
Sí, lectores, chocamos extraordinariamente a una madre y a una hija que penetraron en nuestro departamento y no dejaron de mirarnos durante el trayecto como si fuésemos bichos raros. A Xaudaró lo confundieron con el párroco de Navalagamella, y de mí dijéronse por lo bajo: «¡Cómo se parece al Pichichi!». (El Pichichi era un perrito ratonero que tenían para andar por casa, según supimos después).
Llegamos a la capital del principado, suspiramos en catalán y nos dirigimos a una fonda de las mejorcitas de la población, con todo el desahogo que requería la inseguridad de poder pagar el pupilaje.
Visitamos inmediatamente al bruto del editor y no fue posible que nos entendiéramos con él.
¡Digo, si no llega a estimarnos! ¡Nos recibe a tiros!
En fin, después de hacerle comprender que para la caza de gangas estábamos precisamente en tiempo de veda, regresamos al hotel con el corazón abollado y el ánimo hecho vinagre.
Llegó la hora del almuerzo en la mesa redonda, que, por cierto, era cuadrada.
Junto a nosotros tuvo el honor de sentarse un caballero inglés que apenas entendía el español, pero que se moría por los percebes.
Y no sé cómo dedujimos su nacionalidad, porque los que frecuentamos el teatro sólo comprendemos a los ingleses con patillas rubias, monocle, casco de fieltro con toalla y gemelos colgados encima de los riñones.
Nuestro compañero de mesa, sin gemelos, sin patillas y aun quizá sin riñones, era un inglés muy simpático, y, desde luego, nos miró cariñosamente, comenzando por sonreírse con nosotros y acabando por echarnos migas de pan como a los patos.
Mucho le agradecimos tal confianza, máxime cuando estábamos tan acostumbrados a que nuestros ingleses no nos echasen pan, sino maldiciones.
Trabamos conversación, y tanto interesamos al buen señor que nos invitó a tomar café con él, y con coñac, fuera del establecimiento.
Aceptamos gustosos, y los tres fuimos al Lion d´Or, en donde estuvimos charlando largo rato y bebiendo excelentes licores espirituales.
¡Quién había de pensar que de aquella entrevista surgiría nuestra fortuna!
A las primeras de cambio supimos que míster Sandwich (tal era el apellido del inglés) era un sujeto tan poderoso como estrafalario. Hablaba de sus millones como nosotros podíamos hablar de los pitillos que nos fumamos al cabo del mes, y nos pareció muy extravagante, pero no exento de instrucción y cultura.
Pusimos gran cuidado en pintarle nuestra situación con los colores más negros que pueden ustedes imaginarse, y con el presentimiento de que del inglés habíamos de sacar, no raja, sino un melón de cuerpo entero.
—Míster Sandwich —le decíamos, dando voces para que lo entendiera mejor—: No es posible arrostrar esta situación, a pesar del cartel que tenemos conquistado en la literatura y en el arte. Nos hallamos ansiosos de ganar dinero y no hay quien no los facilite… Las esposas desnudas, los hijos esmirriados, el casero deshauciante… En fin, estamos en vísperas de hacer un disparate.
—¿Van ustedes a hacer mañana alguna obra? —preguntó el inglés.
—No, señor —le contestamos, suponiendo que no había querido hacer un epigrama—. Lo que haremos mañana será cortarnos el hilo.
—¿Qué es eso de cortar el hilo?
—Suicidarnos completamente.
—¡Oh, no! Mayor motivo que ustedes tengo yo para estar desesperado, y, sin embargo…
—¿Usted? Imposible. Siendo rico, independiente, robusto…
—Es verdad; pero llevo muchos años con una preocupación metida en el cerebro que me tiene loco.
—¿Cuál?
—Verán ustedes: yo soy aficionado a la Historia Natural, y conozco todos los animales menos uno.
—¿Acaso el recaudador de contribuciones?
—No, no, el trifinus melancólicus.
—¿Y qué clase de animal es ése?
—Lo ignoro. En vano he consultado a los sabios más eminentes de todos los países y he visitado todos los museos del globo, incluso el Museo de Artillería. No he podido topar con el trifinus, ni he logrado saber si es un cetáceo o es un lepidóptero. Sólo le vi citado en un libro extranjero, y tan interesado estoy en poseerlo, que al que me lo buscase y me lo presentara, vivo o muerto, le daría todas las libras esterlinas que me pidiera.
—Y ¿por dónde hay que buscarle? —preguntamos nosotros simultáneamente, vislumbrando un horizonte cuajado, no ya de libras, sino de toneladas completas.
—Por todo el mundo —respondió el inglés.
—¡Zapateta! —exclamó Xaudaró, que es muy malhablado.
—¡Zambomba! —exclamé yo, que adolezco del mismo defecto.
Lo de la totalidad del mundo nos dejó aterrados; pero nos miramos de un modo harto significativo y, mirando después a míster Sandwich, coincidimos en este pensamiento: «Sin trifinus no te quedas. ¡Ah, míster, tú tendrás trifinus!».
—A varios sujetos —añadió el inglés— he propuesto que recorrieran el mundo en busca del animalito; pero les ha parecido una tarea muy pesada y no menos peligrosa… ¡Tentado estoy de hacer yo mismo la investigación!…
—¿Usted? —le dije—. ¡Quia! ¡No faltaba más sino que usted fuese a molestarse hallándonos este amigo y yo en condiciones de servirle!
—¡Oh, mil gracias! Pero ustedes no tienen cara de exploradores.
—La cara es lo de menos —le replicamos—. Sin cara ni cosa que lo valga, somos capaces de explorar, desde el ánimo de usted hasta el paradero de ese otro avechucho melancólico que nos ha nombrado.
—¿Es de veras? —preguntó lleno de gozo, poniéndose en pie y derribando, sin querer, una botella y dos copas.
—Sí, señor —le respondimos.
—Pues ahí va un abrazo británico. ¡Nunca pude soñar que iba a conocer dos hombres de tantas agallas!
—Desde este momento nos tiene usted a sus órdenes.
—All right. A mí me gusta la rapidez para todo. A las cinco sale un trasatlántico con rumbo a Oriente. Son las tres. Mientras enganchan y una cosa y otra, tenemos tiempo de sobra para preparar la partida. ¿Estamos conformes?
—Sí, señor.
Desde luego comprendimos que se trataba de un chiflado, de un semiloco, de un ser explotable, de cuya explotación no podíamos tener remordimiento porque, después de todo, míster Sandwich era un inglés que nadaba en libras, mientras nosotros nos ahogábamos en ingleses.
En fin: para no prolongar más el relato de las escenas preliminares de nuestro viaje, sólo diré que Sandwich puso a nuestra disposición un paquete de billetes de Banco verdaderamente conmovedor, empezando por facilitarnos el pasaje en un vapor hasta Port-Said.
Como no era cosa de desperdiciar aquel filón inesperado que nos tenía locos de alegría, nos dirigimos al puerto (siempre acompañados del míster) y nos embarcamos en el León XIII, considerando como cosa secundaria el despedirnos de amigos, el telegrafiar a Madrid, el recoger las maletas y el pagar la fonda. ¡Antes que nada el trifinus melancólicus! Después la familia, los amigos, el inglés providencial y los demás ingleses.
Disipada, pues, nuestra desesperación, y decididos a fingir una provechosa busca del trifinus, poco antes de levar anclas nos despedimos de míster Sandwich con lágrimas en los ojos (porque se nos había metido en ellos carboncillo de la máquina) y suplicamos al buen señor que no olvidase a nuestras familias si nos íbamos a pique, a lo cual contestó que si tal sucediera le telegrafiase desde Pique, y él haría todo lo que pudiese. A esta salida del inglés siguió la salida del vapor. Estrechamos por última vez las manos (ya estrechas de suyo) de nuestro protector, y observamos que no nos quitaba ojo, temiendo quizás que en lugar de dirigirnos a Port-Said le cogiéramos todavía las vueltas y nos viniéramos a Madrid en la dulce compañía de los consabidos billetes del Banco.
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Autor: Juan Pérez Zúñiga. Ilustrador: Joaquín Xaudaró. Título: Viajes morrocotudos. En busca del Trifinus Melancólicus. Editorial: Pez de Plata. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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