¿Por qué leemos? No es necesario, y sin embargo visitamos bibliotecas, asediamos librerías de lance y acumulamos más libros de los que llegaremos a leer. ¿Por qué? Me hago la pregunta después de saquear dos conocidas librerías de siempre —Méndez y Miraguano— en el curso de un viaje relámpago a la capital de las Españas. Madrid sí que es necesario, y perdonen la digresión. El viejo Madriz, que diría el castizo, sigue resistiendo. La vitalidad, entre cosmopolita y pueblerina, de sus barrios, —Ventas, Chamberí, Lavapiés, ¡El Rastro!— sobrevive al asedio pretencioso de unos gobernantes que alcanzaron su cima en el discurso del “littel capofcofi”. Madrit es, sobre todo, pueblaco de resistentes que al que llega pide, por favor, que ya venga “llorado de casa”. Y no por frivolidad, como un observador poco avisado pudiera suponer. Un día de estos habrá que dedicar circunvolución a esta ciudad de las maravillas que debe su magnetismo a un carácter auténtico y único que la hace universal.
Volviendo al tema, me pregunto por qué me dejo en libros lo que para una mísera economía es una pasta: tengo la casa alfombrada con miles, algunos, incluso, por leer. Leer es un vicio. De la misma naturaleza que el juego, la bebida o la música de los caballitos. Cuanto más lees, perro enganchado, más lectura necesitas. Y si no tienes qué leer, te entregas a periódicos viejos, etiquetas de botellas vacías de cerveza, instrucciones de electrodomésticos o prospectos de medicinas con palabros tan excitantes como “acetilsalicílico” o “perborato”.
Leer no te hace más libre ni más sabio ni más nada. Menos tonto, en todo caso. La lectura exigente y exigida es la gimnasia de la mente. Uno no lee exactamente lo que le gusta, para eso está el circo. Si uno leyera sólo lo que le gusta no hubiera pasado de los tintines. El primer Tintín —Stock de coque— se titulaba en realidad The Red Sea Sharks, y allá por 1960 lo llevó a clase un compi de la escuela pública de Leith, en Edimburgo. Un libro deslumbrante que iluminó la penumbra de aquellos años.
Unas lecturas llevan a otras, como unas vidas conducen a otras, y de la orgía de luz y color de los tintines pasas a la fascinación por la prosa escueta, pero precisa, de Simenon. Y, cómo no, a la fascinación por la imaginación enloquecida de Julio Verne. O por el realismo, realmente fantástico, de Stevenson. Entremedias, los decimonónicos “serios”, vamos a decir, y que van de Balzac a Tolstoi. Hasta que tropiezas con Conrad, te caes dentro y descubres la sustancia de la aventura, eso que llaman “aventura interior”, o sea, que lo importante no pasa fuera, sino dentro, en “esa región crucial del alma donde el Mal absoluto se opone a la fraternidad”, que no es cita de Conrad, pero que viene al pelo.
Y todo eso para qué, me pregunto hoy. ¿Qué encerraban aquellas lecturas desordenadas que durante años me convirtieron en una especie de desterrado de La Realidad, sobrevalorada soplapollez?
Hoy sé que aquellas lecturas, simplemente, llevaban lejos. Lejos de certezas arraigadas. Lejos de creencias, estereotipos y prejuicios. Lejos de la tribu. Lejos de La Realidad. Lejos de mi peor enemigo. Lejos, en suma, de mí. Leer no es fácil. O no debe serlo. Durante unas vacaciones escolares me amorré al Quijote y lo conquisté por obstinación, del mismo modo que, contra mi propio cansancio y contra la llamada de La Realidad, me empeciné en conquistar las cimas invernales que aún presiden el horizonte de mi pueblo de entonces. Los Siete Picos, Cabeza Lijar, el Peñalara… La oración del viejo Antonio, cornetín de llamada, resuena aún en mi oído. “¿Eres tú, Guadarrama, viejo amigo…?”
Pero fueron libros y montañas los que me conquistaron, las cosas como son, los que domesticaron un alma encebollada y sorprendieron sus entendederas. La lectura sembró en mi huerto palabras nunca oídas y conceptos impensados que después entrelazó usando relaciones siempre cambiantes. Somos ante todo palabra, primera representación del mundo hasta el punto de que, incluso para pintarlo, es imprescindible decirlo primero.
Aquel visionario llamado El Águila de Patmos, uno de los escritores más antiguos, —Juan El Amado, Juan El Predilecto—, abre su mítico relato de la vida del Nazareno con una evocación de la Creación que es una reivindicación de La Palabra, la más hermosa que se haya hecho jamás del don de los dioses que nos vuelve humanos. “En el Principio ya existía la Palabra: en el Principio, la Palabra estaba con Dios y era Dios. Desde el Principio estaba con Dios, que mediante ella hizo cuanto existe; nada se hizo sin Ella porque en Ella está la vida, y la vida es la luz de la humanidad. Esta luz brilla en las tinieblas y ni las tinieblas pueden con Ella.”
Es Palabra de Dios (te alabamos, Señor) y con Dios no vamos a discutir, así que convendremos en que palabras de verdad, no palabrerío huero, sino palabras densas, cargadas de contenido y que significan, alumbran el mundo y lo crean cada día para cada uno. Por eso, tal vez, buscamos continuamente libros y por eso, tal vez, regresamos una y otra vez a las bibliotecas y librerías regentadas por sabios, antes que por funcionarios o comerciantes, que nos guían a través de inabarcables estantes cargados de libros nunca vistos que sólo ellos conocen y sólo ellos tienen.
Santos laicos que alimentan nuestra locura, sacian nuestra sed y nos dan vida, luz que brilla en la tiniebla.
“Siento esta noche heridas de muerte las palabras”, escribió uno que yo me sé para resumir una noche de derrota, soledad, angustia e insomnio. Pero fue el Maestro Agustín, el Sabio de Zamora, quien dejara ahí, antes de hacer mutis por el foro, la gran invocación a la magia que las palabras adecuadas, como si fueran arados, abren en el alma:
Venidme del aire,
palabras,
tijeritas de plata.Rasgad el velo de luto
de las ideas malas
que nublan pueblos y valles
de los hombres. Ea,
venidme del aire.Cortad las mallas
de la red que apresa
los atunes del mar
de plata, palabras.Quebrad el hilo
de la médula blanca
del espinazo de mi alma,
tijeritas baratas.Del aire,
del aire venid
de plata, tijeras,
palabritas, palabras.
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