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Víctima de los celos

Nunca se harán realidad los sueños que tenía siendo joven, jamás podré ver la cara de mis hijos, ni siquiera disfrutar de la compañía de un amante. Llevo siglos intentando aceptar lo que la vida tenía destinado para mí, pero es difícil lidiar con esta realidad. Soy un monstruo, un ser horripilante, una bestia inmunda e infernal. Mi única compañera ha sido la soledad y ella suele venir acompañada con el resentimiento. Durante mucho tiempo no supe por qué había llegado a mi vida este castigo, no podía entender a qué dios había agraviado, ni siquiera contra quién había cometido alguna impiedad. Le di tantas vueltas a lo que ocurrió…

"En el mar el dolor no cesó, más bien, al contrario, se apoderó de todo mi ser"

Fue una mañana de noviembre. Extrañamente, el sol había hecho aparición después de unos días de frío intenso y lluvias torrenciales. La arena aún se volvía barro bajo mis pies descalzos. Me senté en la roca en la que solía recostarme a tomar el sol junto a mis hermanas —a las ninfas siempre nos ha gustado recibir los rayos calientes del sol del mediodía—. Estaba sola, aquel día ninguna quiso acompañarme, así que me desprendí de la larga túnica de lana que usaba para el invierno y dejé mi desnudez expuesta al sol. Me recosté. La piedra plana, pulida y negra estaba caliente y, aunque era invierno y la brisa golpeaba con su gélido aliento mi piel, estaba a gusto. Sentí un olor extraño, como a almendra amarga, pero el calor de ese verano invernal, el vaivén rítmico de las olas y el graznido de algún ave pasajera me transportó al lugar donde convergen la realidad y el sueño. De repente una fuerte puñalada atravesó mi cadera izquierda y el dolor abrió mis ojos de par en par. No podía moverme, mis tripas se agitaban como si fueran el mismo epicentro de un maremoto. Un escalofrío bajó como un alud por mi espalda. Me sentí desfallecer y decidí meterme en el mar, pensando que lo que me ocurría era producto del calor, pues me había quedado dormida bajo el sol. En el mar el dolor no cesó, más bien, al contrario, se apoderó de todo mi ser. Otra punzada, esta vez en la cadera derecha, aguanté como pude conteniendo la respiración, cerrando los ojos y apretando los dientes. Por fin pasó y me palpé donde había sentido aquella puñalada. Al pasar la mano noté una pequeña protuberancia y volvió el dolor, esta vez una contracción aún más fuerte que la anterior. Me doblé hacia delante, intenté gritar, pero de mis labios abiertos solo salió silencio. Ahora era mi abdomen el que se resentía, me llevé las manos a él y me di cuenta de que algo comenzaba a atravesar mi piel tostada. Miré hacia abajo y el agua cristalina y mansa me dejó ver cómo pequeños muñones afilados se abrían paso desde mi interior. A pesar de mi estupefacción pedí ayuda, pero nadie me oyó. Y allí me vi, sola, asaeteada por los aguijones del dolor, mientras que los pequeños muñones que se abrían paso desde mi vientre tomaban forma de una especie de perros deformes, en los que podía intuirse unos dientes afilados como agujas. Retorcí mi torso como pude para mirar hacia mi espalda y allí la vi: mi columna salía de mi propio ser convertida en una cola de pez, mientras mi piel se convertía en escama. Sin entender nada, confusa, dolorida aún por la metamorfosis, intenté gritar, llamar a mis hermanas, a los pretendientes que hasta hacía horas se apostaban ante mi puerta, pero solo pude producir un grito infernal e inteligible para cualquier ser humano. Decidí marcharme de la que hasta entonces había sido mi casa, surcar el mar en busca de una nueva patria, algún lugar en el mundo al que un monstruo como yo pudiera llamar hogar. Deambulé durante un tiempo hasta que los dioses se apiadaron de mí y me concedieron un pedacito de tierra, un lugar donde apaciguar la ira que me carcomía. Me mandaron junto a otro ser monstruoso, Caribdis se llamaba. La única diferencia entre ella y yo es que yo nací siendo humana, tengo aún un corazón y un alma que sufre, y en cambio ella siempre ha sido un monstruo. No conoce el dolor del cambio, la resignación, el sufrimiento, ni siquiera hostiga a los marineros por la misma razón que yo. Para ella ser así es parte de su naturaleza, para mí parte de la herida.

En estas costas aprendí a escuchar en el silencio del mar en calma y la noche estrellada las conversaciones de los marineros, y fue así como todo cobró sentido, como pude enterarme de lo que, en realidad, había ocurrido aquella mañana de noviembre en la que todo mi mundo se derrumbó. Supe del miedo que provocábamos la extraña pareja que formamos Caribdis y yo. Me enteré, por fin, de cuál había sido la causa de mi desgracia y, sobre todo, pude dirigir mi resentimiento contra los auténticos culpables.

"Lo que no sabía entonces es que él estaba completamente enamorado de mí, no solo por mi belleza, sino también por la atracción que le provocaba mi rechazo"

Fue Glauco el origen de mis males. Yo fui una mujer bellísima, pero esa misma virtud supuso un gran castigo para mí, ya que tuve que lidiar con miles de pretendientes ansiosos de mis encantos. Yo, sin embargo, fui desdeñosa con todos ellos, pues nunca me han interesado los hombres. Mis preferencias eran otras, aunque jamás en mi vida humana pude expresarlas. Uno de aquellos pretendientes se llamaba Glauco, y para intentar conquistarme me contó su historia: cómo, tras ingerir unas extrañas hierbas, se había transformado en un ser viscoso y deforme mitad pez mitad alga. No solo lo rechacé porque no me interesaban los hombres, sino que también lo rechacé porque me provocaba repulsión, y así se lo hice saber. Lo que no sabía entonces es que él estaba completamente enamorado de mí, no solo por mi belleza, sino también por la atracción que le provocaba mi rechazo. Decidió que yo debía ser suya a toda costa, y para ello marchó a Eea, morada de la diosa experta en artes mágicas, Circe. Ella se enamoró perdidamente de él y decidió aniquilar los sentimientos que Glauco había cosechado por mí, así que lo engañó, y en vez de preparar un filtro de amor cocinó una pócima de transformación, para que aquel se desenamorara de mí y me rechazara por mi monstruosidad. Y así fue como yo me convertí en este ser híbrido que conserva el torso, el rostro, la mirada, el alma y el corazón de una mujer injustamente atormentada. Él me rechazó, sí, pero a mis oídos también llegó que Circe no consiguió su amor, sino su desprecio, al enterarse de lo que me había hecho. Las dos perdimos por sus celos, yo mi vida, ella la remota posibilidad de su amor.

Y yo, víctima inocente de amores no correspondidos, que tuve que aprender a aceptar esta naturaleza, a convivir con la soledad, a liberar mi ira contra los marineros que cruzaban el estrecho, a saciar mi sed de venganza destrozando navíos, a dominar a los perros infernales de mi vientre y a aceptar que este es mi destino y mi final, solo pido que los dioses se apiaden otra vez de mí y me concedan terminar con este sufrimiento, que me conviertan en piedra, ya que esta inmortalidad es demasiado castigo para una víctima de los celos de una mujer despechada. Mi nombre: Escila.

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