Del victimista me fascina su capacidad para distorsionar la realidad. El victimista es quien agrede, pero, para hacerlo, antes, se ha dolido. Se duele para agredir (o para parasitar, otra forma de violencia). Compite distorsionando su condición y la condición del otro. Se sale con la suya de manera injusta, porque ni le han pegado como manifiesta ni tiene derecho a pegar como pega. Al fin y al cabo, el victimista es falso, un impostor, aunque pueda resultar convincente. Reclama para sí la condición de víctima, pero, en realidad, suplanta a las víctimas para poder ser agresivo y no encontrarse con demasiadas dificultades o consecuencias desagradables. Hay victimistas de poca monta, que hacen daño a quienes tienen al lado, y los hay de alto vuelo político. Los hay parásitos absolutos y los hay genocidas, y entremedias una gama diversa.
Es, por supuesto, una estrategia, se construye un relato. El relato de la víctima ha de ser verosímil, pero, también, en cuanto que relato, es una ficción. Si se tratase de una ficción literaria podría ser algún tipo de verdad sobre algo, pero, en este caso no, se trata de una ficción que es, en el fondo, mentira. Pero una mentira que puede incidir en la realidad, modificarla, ponerla de parte del victimista y en contra de otros.
Pablo Malo señala en Los peligros de la moralidad lo importante que es tener un enemigo a la hora de generar un emocional sentido de pertenencia a un grupo: hace falta un otro para que exista un nosotros. Además, según él, la primera ley de la psicología moral es que “los sentimientos vienen primero e inclinan el campo de juego mental en el que las razones y los argumentos compiten”. Por tanto, el relato marco, emocional, en el que se discute, resulta crucial. Se trata de imponer el cuento, la ficción en la que eres la víctima, y, en cuanto que víctima, intocable: y, a resultas de ello, finalmente, invencible. Esta estrategia es evidente en el caso de la cultura woke de hoy. Pero es que, además, la segunda ley de la psicología moral es, según Pablo Malo, que “la moralidad no va de cómo tratamos al otro, sino de unir a los grupos, apoyar instituciones esenciales y vivir de una manera noble”. Puesto que la moralidad no va de cómo tratamos al otro, podemos tratarlo mal. Lo esencial es cómo se sientan los nuestros y cómo nos sintamos nosotros en nuestro grupo. Al otro se le debe desdibujar, falsear, distorsionar, demonizar, y, desde cierto momento extremo, también, se le puede desaparecer. Aunque pudiera pensarse que ello no es noble en absoluto, lo cierto es que sí lo es dentro del grupo propio: es noble ser fuerte contra el otro, convertido en enemigo.
No puede extrañarnos que, no hace mucho tiempo, la iglesia católica, desde su virtud, fuese un poder fustigante. O que hoy, una izquierda woke que se identifica a sí misma con el bien y el progreso, sea con sus bajezas un enemigo que insulta —demoniza, acusa, difama, tergiversa, acosa digital y físicamente— a aquellos que opinan distinto, y que ellos consideran que es su otro: la derecha, los hombres, el heteropatriarcado, los racistas, los homófobos, los tránsfobos… Los izquierdistas woke fustigan moralmente al otro (como poco) aun considerándose el bien supremo. Es decir, se trata de un bien que fustiga, que puede hacer daño.
El moralismo de la víctima, por tanto, no consiste en mejorar el mundo o la sociedad, sino en que el victimista venza, en que mejore él, y, si acaso, los suyos: se trata de obtener la victoria del grupo. Por ello, aunque sean extraordinariamente convincentes al expresar sus objetivos, no importa cuáles sean estos (qué utopía), porque el resultado final de todo el movimiento no será ese sino que los líderes victimistas y su grupo de victimizados cobren poder. Tras el victimismo cristiano, esto ha quedado meridianamente claro. La destrucción que los cristianos perpetraron sobre la cultura greco-latina no mejoró el mundo. Con cada proceso de ese tipo se produce tantísimo mal como beneficio para unos pocos, que, además, en el principio, no son precisamente los mejores: el victimismo opaca a los nobles, los inteligentes, los lúcidos, los sabios, los legítimos, los que no están dispuestos a victimizarse. El victimismo opaca incluso a las víctimas reales, porque las utiliza, y porque invalida a las que no le sirven para la consecución de su poder. En cierto modo, el victimismo puede verse como el caballo de Troya de los mediocres. El que se victimiza por sistema, suele serlo.
¿Por qué habría de mejorar el mundo un proceder que es perverso? ¿Por qué habría de mejorar el mundo la estrategia, para salir por delante de todos, de los que no son precisamente los mejores? En realidad, no, no lo mejora.
El exceso moralista no tiende en absoluto a la búsqueda de la verdad. Puesto que los sentimientos vienen antes que la razón, y la moral antepone la pertenencia al grupo, la verdad no forma parte de la ecuación. En cualquier caso debería ser al contrario: la verdad se puede explorar una vez superamos los sentimientos, es entonces cuando hacemos uso de la razón y nos emancipamos intelectualmente del grupo. La razón nos emancipa, y además nos emancipa intelectualmente, y además nos emancipa del grupo, nos resta pertenencia al grupo, nos hace individuos, pero además nos hace parte consciente del grupo (por ejemplo, ciudadano en lugar de horda). El victimismo nos acerca al grupo pero nos aleja de la verdad. Esto, con las ideologías y las ideas religiosas es muy evidente.
Fijémonos en que, normalmente, el escritor es una suerte de desclasado, y, cuando no lo es, hay algo extraño ahí, un conservadurismo, una suerte de mediocridad o de confusión con un grupo o con una clase social, que aparta al escritor de la búsqueda de la verdad en lo que escribe, tal vez para conectar con el grupo o conectar con un mercado (para poder ser consumido), o para vivir con dignidad en vez de para escribir lo digno. Así ha sido históricamente con los escritores, aunque también haya muchos matices y excepciones. Incluso cuando el escritor ha pertenecido a un grupo poderoso o ha sido poderoso él mismo —Santa Teresa, Sor Juana Inés de la Cruz, Miguel de Unamuno, Jorge Semprún, Camilo José Cela…— también ha sido un díscolo, un hereje, un rebelde, el que escapa de la norma. En los anteriormente citados esto se puede apreciar tanto en su obra como en su biografía (en su forma de ocupar el mundo), pero en otros muchos casos la incomodidad es más sutil: estoy pensando en Cesare Pavese, en Clarice Lispector, en Sylvia Plath, en Richard Brautigan, en Julio Cortázar, en Isaac de Vega y tantos otros. Si el escritor se ha encontrado inmerso en un proceso histórico totalitario —aglutinador histérico de un gran grupo, como con Stalin—, se rebela en la intimidad espiada y escribe sin papel sus poemas, como Anna Ajmátova, para alcanzar lo que realmente importa: la libertad, la belleza, la verdad frente a la mentira de la ideología. A menudo, el escritor ha perpetrado su desclasamiento mediante el alcohol, siendo un borracho. El borracho es un solitario, no hace grupo, ningún grupo cuenta con él, con el grupo de los borrachos él no puede contar. Ese tipo de intemperie es propicia para ir en busca de la verdad, sea esta lo que sea. El que hace relatos y novelas, resulta que no vive en el relato ideológico de la política o la religión, esa ficción, esa mentira. Se dice mucho —pero tal vez no lo suficiente— que la política arruina a los escritores, y que es algo que sucede continuamente. Se debe esto al torbellino de falacias que la ideología desencadena alrededor del escritor. Desde ahí no se puede ver, no se puede pensar, no se puede atisbar algo que merezca la pena por su hondura y universalidad. El escritor es todo un paradigma en medio de los miembros del grupo al que pertenece, aunque emancipado de él. La búsqueda de la verdad que lo emancipa, al mismo tiempo, lo puede convertir en confiable o en hereje para el grupo. El espíritu crítico lo puede enemistar con el poderoso o convertir en un traidor para el pueblo (hoy, más que pueblo, consumidor). Véase pues hasta qué punto la búsqueda de la verdad nos puede alejar del grupo, y cómo el moralismo del que se victimiza puede acercarlo al grupo mientras lo aleja de la verdad. La política encuentra útil ese desfase entre verdad (filosófica) y componenda ideológica, y se instala en una verdad relativa que bien puede resultar falacia.
En cierto modo, la víctima es una verdad, mientras que el victimista es una mentira. La persona digna no se victimiza. Y quien es víctima real sólo quiere salir cuanto antes de esa condición terrible, para no sucumbir. El héroe ni se victimiza ni se convierte en verdugo. El verdugo, sin embargo, arranca su legitimidad moral victimizándose, de ahí su expresión facial severa —Hitler, Mussolini, Stalin…—, que con posterioridad se interpreta como signo del mal, pero en ese momento nos transmite un mensaje, en teoría, de bien, y que podríamos cifrar de la siguiente manera: “Conmigo en el poder, nadie nos joderá de nuevo”. Esto es lo que parecen decir los tiranos cuando gritan a sus seguidores desde los púlpitos. Hitler, Mussolini y Stalin no se muestran así porque son “malos”, se muestran así —con ese rictus severo y vehemente— porque están defendiendo a las víctimas y salvando a todos de las terribles consecuencias de no ver realizado su proyecto, la utopía. Fidel Castro, de rostro más amable, se enardecía al defender a los cubanos del amenazador “imperialismo yanki”, y se victimizó y victimizó a su país durante décadas, como bien hemos visto, lo cual lo hizo fuerte y lo mantuvo en el poder. Por poner un ejemplo de Mao: “El pueblo chino se ha hundido en sufrimiento, afortunadamente nuestro Ejército Popular de Liberación ha peleado heroica y desinteresadamente (…) para proteger la vida y los bienes del pueblo, para aliviar a la gente de su sufrimiento”, dijo. ¿Acaso no es evidente su victimización? Pol Pot, el rostro más amable de todos los sátrapas, dice: “No me uní a la lucha para asesinar al pueblo. Incluso ahora, míreme. ¿Tengo aspecto de malvado? En absoluto. Tengo la conciencia tranquila. No la puedo tener más limpia”. Su proverbial amabilidad contrastaba con la frialdad con la que mandaba a asesinar a cualquiera que cayese en la desgracia de su paranoia. Por la consecución de su proyecto, de su utopía, se convirtió en el peor victimario de los suyos, sin perder la amabilidad. Y, lo más terrible de todo, murió creyendo que lo había hecho bien, salvo “algunos errores” (aquellas cosas que otros hicieron mal, como asesinar también a los niños cuando él había mandado a matar a sus padres).
Desengañémonos: no es tan extraño que alguien así muera convencido de haber estado siempre del lado de los buenos, defendiendo lo justo, ayudando al pueblo a levantarse. Como vemos, para considerarnos buenas personas no es preciso que no nos convirtamos en unos genocidas. Incluso ellos pueden considerarse buenas personas. Todo el mal que ha existido se pudo hacer por el bien.
Recordemos los discursos de Hitler: más que las víctimas que propició como auténtico verdugo, en ese momento, ahí, en su rostro y en su gesto y en su verbo lo que se encuentra es una defensa de las víctimas del grupo propio, los nacionales. Luego, eso mismo le permite toda su maldad con el otro y con cualquiera de los propios que se rebelen, un mal que hace convencido de estar cumpliendo con su deber. Pero no se presenta sólo como salvador de las víctimas, Hitler es la personificación de que la víctima puede ser fuerte y vencer y dejar de serlo. «El líder que se comporta como víctima propone a sus gregarios un pacto afectivo implícito —y a veces también explícito—, una identificación mediante la potente palanca del resentimiento. Es la clave de todo populismo”, dice Daniele Giglioli. La emoción del relato, de la ficción que nos ofrece el líder populista, es la propia de un resentido, y tal emoción la podemos adoptar y sentir sin tan siquiera haber sido una víctima de nada. Por cierto, en todos los casos citados —Hitler, Mussolini, Stalin, Pol Pot…—, ese resentimiento provenía del nacionalismo —Fidel Castro, Franco, Pinochet, Videla…—, de la idea de que había que defender a la patria y de que los propios estaban siendo víctimas de algún victimario: la nobleza, la burguesía, los judíos, los rojos, el capitalismo, el imperialismo, los vietnamitas… Ello demuestra que hay algo muy poderoso que une políticamente a la identidad y al victimismo, que son los dos componentes principales de la cultura woke. Y a algunos esto nos inquieta, aunque la cultura woke, al menos por ahora, no sea un desastre de la magnitud de los peores identitarismos victimistas: a los woke no se les conoce ni tan siquiera algún asesinato, aunque sí a los cristianos, que los preceden, con toda clase de víctimas en distintos momentos de la Historia.
Lo que me interesa aquí no es hacer una demonización de lo woke, sino la descripción de la naturaleza del victimismo político y su relación con la mentira y la posverdad. Pero porque esa descripción también nos alerte y nos vacune de ambos, del identitarismo y del victimismo.
Si leemos uno de los primeros discursos de Hitler, lo que encontraremos no puede llevarnos a ningún engaño: el victimismo está en cada frase y en su espíritu, también la identidad. Así, en el “Llamamiento del gobierno del Reich al pueblo alemán”, discurso pronunciado el 1 de febrero de 1933, decía:
“Más de catorce años han transcurrido desde el infortunado día en que el pueblo alemán, deslumbrado por promesas que le llegaban del interior y del exterior, lo perdió todo al dejar caer en el olvido los más excelsos bienes de nuestro pasado: la unidad, el honor y la libertad. Desde aquel día en que la traición se impuso, el Todopoderoso ha mantenido apartada de nuestro pueblo su bendición. La discordia y el odio hicieron su entrada. Millones y millones de alemanes pertenecientes a todas las clases sociales, hombres y mujeres, lo mejor de nuestro pueblo, ven con desolación profunda cómo la unidad de la nación se debilita y se disuelve en el tumulto de las opiniones políticas egoístas, de los intereses económicos y de los conflictos doctrinarios. Como tantas otras veces en el curso de nuestra historia, Alemania ofrece desde el día de la revolución un cuadro de discordia desolador. La igualdad y la fraternidad prometidas no llegaron nunca, pero en cambio perdimos la libertad. A la pérdida de unidad espiritual, de la voluntad colectiva de nuestro pueblo, siguió la pérdida de su posición política en el mundo. Calurosamente convencidos de que el pueblo alemán acudió en 1914 a la gran contienda sin la menor noción de haberla provocado, antes bien movido por la única preocupación de defender la nación atacada, la libertad y la existencia de sus habitantes, vemos en el terrible destino que nos persigue desde noviembre de 1918 la consecuencia exclusiva de nuestra decadencia interna. Pero el resto del mundo se encuentra asimismo conmovido desde entonces por crisis no menos graves. El equilibrio histórico de fuerzas, que en el pasado contribuyó no poco a revelar la necesidad de una interna solidaridad entre las naciones, con todas las felices consecuencias económicas que de ella resultan, ha sido roto. La idea ilusoria de vencedores y vencidos destruye la confianza de nación a nación y, con ello, la economía del mundo. Nuestro pueblo se halla sumido en la más espantosa miseria. A los millones de desempleados y hambrientos del proletariado industrial, sigue la ruina de toda la clase media y de los pequeños industriales y comerciantes».
No creo que necesiten más. Como hemos podido apreciar, el discurso es un lloriqueo. Una llorera. Gustará que diga esto: Hitler era un gran llorica. Pero es que los lloricas pueden ser muy peligrosos. Acaso se trate, en sus primeros años de poder, de un llorica heroico, exaltador de ánimos: al final ese discurso se eleva épicamente. Pero en su discurso hay, incluso, autoayuda, algo muy propio del discurso cultural de hoy: se trata de sanar, de cuidarse, de recuperar la autoestima. Sin embargo, lo que no se puede negar, visto lo visto, es que su llorera le sirvió como palanca para ejercer la más atroz de las violencias. Alguno pensará que, bueno, el problema no se encuentra en la victimización, sino en que esta fuera utilizada para algo terrible. Pensará alguno, también, que la victimización se puede utilizar para un buen fin, ¿y que el fin justifica los medios? Pues no, la victimización es un medio que no puede producir otra cosa que la posibilidad de parasitar, agredir o someter por la consecución de algún tipo de poder. En el menos dañino de los casos, la victimización posibilita al malechor, al haber sido pillado en falta, la consecución de una injusta impunidad. El chorizo de poca monta, al ser pillado in fraganti, arma un escándalo tal (victimización), que pareciera que el agresor fueras tú, que lo has pillado y eres su víctima, y, en medio del desconcierto, se escabulle. En el aún menos dañino de los casos, la victimización posibilita que el victimista sea dejado de la mano, que es lo que quiere: que se le permita tener lo que no le corresponde sin hacer el menor esfuerzo. En todos los casos, el victimista es una mala persona y ocasiona algún mal a alguien.
Catherine Nixey, en La edad de la penumbra, menciona que, en realidad, los cristianos fueron ejecutados a lo largo de muy pocos años y con dolor de los gobernadores romanos, que hubieran preferido no tener que hacerlo: si renegaban, los cristianos quedaban libres, pero algunos no lo hacían, escupían a sus jueces, les insultaban o no contestaban a sus preguntas. Morir por Jesús era un honor. Estaban convencidos de que el dolor limpiaba sus pecados y les abría de par en par las puertas del cielo. Se inmolaban. Sin embargo, a pesar de haber sido tan sólo unos años de penosos ajusticiamientos, los mártires —junto con la figura de Jesús— fueron glorificados por medio del arte a lo largo de los siglos posteriores, en lo que supuso un potente relato ideológico, no por basado en hechos reales menos ficticio. Aún podemos presenciar el carácter victimista de ese relato durante su escenificación en semana santa, sin ir muy lejos. Se trata, pues, de una gran, poderosa victimización, que le permitió a los cristianos llegar extraordinariamente lejos en sus culpabilizaciones, castigos y ejecuciones en cuanto rigieron, que ha sido por siglos. Si ha sufrido Jesús, el hijo de Dios, ¿acaso crees que tú te has de salvar? Si yo he sufrido, no importa que tú sufras, no importa que yo te haga sufrir. Las víctimas reales sirvieron para el victimismo y el victimismo para agredir y obtener —sometiendo a los otros— el poder. Como vemos una y otra vez, el victimismo sirve para establecer un estado de cosas en el que la verdad no importa, de ahí la proliferación de la falacia, de la posverdad, de la injusticia.
En El expediente Anna Ajmátova, reciente novela de Alberto Ruy Sánchez, Stalin le lleva a Lenin a Londres los dos volúmenes de Salem Witchcraft, de Charles Upham, esto es, el caso terrorífico del enjuiciamiento de unas niñas por brujas en el Massachussets del siglo XVII. La idea de Stalin, nos cuenta la narradora de la novela de Alberto Ruy, era hacer un “experimento de linchamiento” contra quienes no acataran las exigencias de cuotas para la Revolución en el exilio. Hay que recordar que la historia de las brujas de Salem es un ejemplo espeluznante del efecto de la persecución mediante la mentira y la manipulación al estilo inquisitorial: el dramaturgo Arthur Miller, que en Hollywood se negó a delatar a sus compañeros durante la caza de brujas —comunistas, en este caso— macarthista, saldó su cuenta con esa época recurriendo al suceso histórico de las brujas de Salem para una de sus obras. En la historia de la Revolución rusa, sin embargo, ante el regalo de Stalin, Lenin afirma que ya lo ha puesto en práctica él mismo, y que «sí funciona». Basta con poner las palabras necesarias y dejar que corran como incendio en la mente de los más fieles. Ellos hacen todo”. Esto hoy lo vemos muy claramente en las campañas de desprestigio en internet, practicado con desfachatez tanto por determinada izquierda como por determinada derecha, por macarthistas y estalinistas 2.0, mediante ataques orquestados tal y como afirmara Lenin: una pequeña dosis compuesta por una falacia, algo de mentira flagrante, otro tanto de posverdad y manipulación, y los más fieles se encargan del resto. Pero a diario, esto ya es algo cotidiano en nuestro tiempo y perpetrado por aparatos políticos de la democracia misma. En ello la moral, el exceso de moral, juega un papel evidente. Hacerlo por las víctimas, estar del lado de las víctimas, justifica la mentira, la posverdad, la manipulación, la maldad.
Se atiende a la emoción, al dolor, al resentimiento. No se atiende a la razón. La postverdad se enseñorea. Así que la reacción puede ser irracional, una locura, un disparate, y así ha sido en la historia tanto cuando se ha tratado de política como cuando se ha tratado de religión. Y así comprobamos que sucede ahora como consecuencia del pensamiento posmoderno.
Según Steven Pinker no habría gran diferencia entre lo irracional de una persona de fe (es decir, «la creencia en algo sin que lo respalde una buena razón»), y lo irracional de un posmoderno, puesto que este cree que «la razón es un pretexto para ejercer poder», y, además, piensa que «la realidad es una construcción social». Esto me interesa porque, sin embargo, el posmoderno está convencido de ser racional y, sobre todo, de serlo mucho en comparación con una persona de fe. Para el posmoderno, irracional es creer en Dios y en la santísima trinidad. Para él no es irracional su creencia en que la razón es una excusa de los que saben para ejercer poder sobre nosotros mediante su conocimiento, y no lo sería, tampoco, su creencia en que no hay realidad a la que atenerse. Pero, puesto que la realidad, para él, es una construcción, la realidad es mentira, y, siendo la razón una excusa, no es válida. Así pues, para el posmoderno, la realidad es falsa y la razón, una trampa. Muy racionales, nuestras creencias, no lo son.
A medida que hemos ido profundizando en la convicción de que la realidad es falsa y la razón una trampa, ancho se ha hecho el terreno de las fake news, las desinformaciones, las manipulaciones mediáticas, las medias verdades, los memes demagógicos, la demagogia en general, el maniqueísmo mentiroso, la entronización del sentir sobre los datos, la utilización del dato científico de forma torticera, el precocinado de estadísticas, la creación de relatos emocionales sobre cualquier cuestión que convenga, el desprecio a las jerarquías de conocimiento… Se trata de un contexto extremadamente disgregador, con apariencia de liberación. Todo lo que podría ser racional y honesto se debilita por medio de proposiciones falaces.
El gobernante populista prefiere para sí, para su relato, un pueblo sufriente, descontento, dispuesto a acabar con parte o incluso con todo lo existente. Prefiere, porque lo puede manipular, un pueblo víctima. Y por ello gran parte de sus esfuerzos se dirigen a alimentar el descontento, incluso cuando gobiernan. Esto sí, descontento no para con ellos, sino para con el otro. A falta de pueblo descontento hasta el extremo victimario, buenas son unas identidades maltrechas o que se pueden “maltrechar” y soliviantar: la mujer, los “racializados», los gays y lesbianas y transexuales, las víctimas del cambio climático… También a los animales y a la naturaleza y al planeta se les victimiza, aunque, en ese caso, la identidad maltrecha es la de los animalistas, los ecologistas, los luchadores contra el cambio climático. Bien se ha observado que lo woke es un neo marxismo en el que se ha sustituido a los obreros por estas identidades. O bien podemos colegir que se trata de un neo cristianismo en el que se ha sustituido a Jesús en la cruz por las nuevas identidades: un simulacro, ya paródico, de los cristianos siendo martirizados.
El caso es que no estamos dando pasos emancipatorios, racionales, en pos de la verdad, sino conservadores, en pos del grupo pequeño y mediante propaganda y falacias. Y, contra lo que algunos creen, nada de lo que nos están ofreciendo es realmente progresista.
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